Repensar la antropología mexicana del siglo XXI. Pablo Castro Domingo

Repensar la antropología mexicana del siglo XXI - Pablo Castro Domingo


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      Del lugar antropológico al lugar-testigo. El enfoque localizado en antropología urbana Angela Giglia

      Hacia una descolonización de la mirada: la representación del indígena en la historia del cine etnográfico en México (1896-2016) Antonio Zirión Pérez

      De la memoria en la antropología, a la antropología de la memoria. Una reflexión metodológica y epistemológica del siglo XXI Rocío Ruiz Lagier

      Élites políticas y empresariales: la importancia de ver hacia arriba José Antonio Melville

      Las violencias en Veracruz, México Margarita del C. Zárate Vidal

      Prólogo

      La antropología que se está rehaciendo

      Son muchos los libros que no necesitan prólogo. Siempre nos arriesgamos a que el prólogo sea “una forma subalterna del brindis”, escribió Borges en Prólogo de prólogos, el texto con el que introdujo la redacción de sus prólogos a otros autores. Con un vértigo parecido, me limitaré a avisar de algunas de las ideas y los datos menos previsibles que hallé en estas páginas.

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      En el ánimo de evitar ser complaciente, podrían señalarse restricciones que limitan la ambición declarada de repensar la antropología mexicana de las primeras dos décadas del siglo XXI. ¿Por qué invitar sólo a profesores e investigadores de la UAM Iztapalapa y del INAH? El primer artículo, de Luis Reygadas, estima que entre 2000 y 2017 se graduaron en México casi seis mil antropólogos, formados en más de 50 programas de licenciatura, maestría y doctorado. La pregunta fértil no es por qué este libro, ya de 400 páginas, no se ocupa de las 5 760 tesis producidas en ese periodo, sino qué pasó en comparación con el lapso 1950-1967, cuando se titularon en México 42 antropólogos, 29 en licenciatura y 13 en maestría.

      Sabemos que hubo un salto en el acceso a la educación superior de un tiempo a otro. También crecieron las licenciaturas y posgrados y, desde la creación del SNI, los estímulos y exigencias para que los investigadores investiguen. La multiplicación de centros de formación antropológica en zonas diversas facilitó que más estudiantes se incorporen, que las disciplinas amplíen sus temas e inserción social. A los clásicos estudios sobre grupos étnicos, poder político, artesanías y fiestas, cuestiones agrícolas y campesinas, se añadieron otros acerca de migraciones y comunidades trasnacionales, género, consumo, jóvenes, tecnologías y culturas contemporáneas, entre muchos más. El saber antropológico importa ahora en movimientos sociales y el diseño de políticas culturales, el conocimiento de los públicos, la economía informal y las empresas privadas. Quienes tienen menos de 40 años, muestra el artículo de Reygadas, ya no trabajan mayoritariamente en la academia o el sector público.

      Es inevitable que, si los antropólogos no dejamos el conocimiento de las metrópolis sólo a los sociólogos y urbanistas, ni el análisis de los medios y las redes sociales a los comunicólogos, ni el de los empresarios a los economistas, interactuemos con ellos y a veces los incorporemos a nuestros equipos de investigación. No escasean los especialistas en otras disciplinas que también son antropólogos y vienen elastizando la tarea etnográfica, como hace José Carlos Aguado Vázquez al mostrar los recursos que el saber psicoanalítico provee al trabajo de campo para valorar la autonomía de los sujetos y el sentido psicocomunitario de sus actos. Por otro lado, la vasta aportación etnográfica del cine mexicano —producida por documentalistas sin formación antropológica, como dispositivos para la lucha política o formas de gestión intercultural— ofrece un material riquísimo para comprender, dice Antonio Zirión Pérez, las visiones de los “indios incómodos” los “nobles salvajes”, los “indios domesticables”, oprimidos, las mujeres indígenas con cámaras, los indígenas rebeldes en el ciberespacio, y también el México exótico, el folklore en peligro de extinción y las redes disidentes de la circulación comercial, en las que participan algunos antropólogos.

      Cambian, entonces, los recursos teóricos cuando se combina la et nografía tradicional con los métodos, técnicas y hasta las definiciones de otras disciplinas sobre el objeto de estudio: la permanencia presencial en el lugar de vida de los “informantes” se extiende a comunicaciones virtuales entre ellos y con ellos. Hace 20 años James Clifford dudaba si alguien que estudiara la cultura de los espías de las computadoras lograría que su trabajo se aceptase como tesis de antropología (Clifford, 1999); hoy la pregunta es cómo hacerlo y controlar los datos aun cuando no se haya estado nunca en contacto físico con el espía.

      Antes de llegar a estas incertidumbres, la antropología mexicana vivió tres etapas. Acompañó la formación de la nación posrevolucionaria en zonas rurales buscando integrar a los grupos indígenas (Manuel Gamio, Moisés Sáenz y Julio de la Fuente); luego —bajo influencia del marxismo— se ocupó de los campesinos para contribuir a una emancipación en la que los indígenas, en tanto trabajadores rurales, serían sumables a los migrantes, los pobres urbanos y los universitarios; más tarde, las ciudades, lugares donde pasó a habitar tres cuartas partes de la población, modificó la experiencia de “estar en el campo”. La noción de comunidad, dice María Ana Portal, no podía trasladarse de los pueblos indios a las escalas variables de agrupamiento urbano: ¿qué podría ser una comunidad en la metrópoli: una colonia, un barrio, una unidad habitacional? ¿Qué significa conversar con un extraño, extrañarse, esa tarea indispensable para conocer lo distinto?

      Se abrieron, dice Portal, nuevos modos de trabajar en el campo con lo heterogéneo y de hacer etnografías con fragmentos, escribiéndolas y también filmándolas, moviendo a participar a los pobladores, a los grupos, a asociaciones de vecinos, de mujeres, de jóvenes, y devolviéndoles su memoria en un libro o un video. La antropología no es sólo producto de diálogo, sino de intercambios.

      También se vienen cerrando espacios en las zonas de peligro. Hemos tenido que aceptar a dónde ya no se puede ir, aprender cómo sobrelleva la gente los riesgos en cada lugar, con las consecuencias que detecta Margarita Zárate en su artículo sobre Veracruz. Para decirlo de un modo radical, es preciso imaginar formas de hacer antropología en zonas donde uno de los riesgos es que nuestra disciplina sea orillada a repetir lo que hace la guerra entre carteles y la negligencia o complicidad del Estado: desaparecer o inmovilizar a los ciudadanos. Aquí vemos un motivo más para la comunicación digital, las plataformas, como “terreno” de campo. También para transitar otras fuentes de información además de las clásicas orales y escritas.

      ¿Qué se pierde y qué se gana cuando la relación cara a cara no es todo? ¿Cómo validar lo que nos dicen a distancia? Sí, a veces se vuelven inciertos los resultados del trabajo de campo, pero, ¿acaso la historia de la antropología predigital, presencial, no está cargada de desmentidos del antropólogo que llegó una década más tarde? O del mismo investigador que llegó primero y años después se dio cuenta de otras claves para lo observado.

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      Si bien este libro tiene la inevitable limitación de no poder abarcar la enorme expansión de temas y líneas teórico-metodológicas, ofrece un paisaje muy variado de los cambios en las últimas décadas. No se ensimisma en los asuntos mesoamericanos o en las cuestiones étnicas, como gran parte de la bibliografía clásica y de sus balances. Tampoco queda en una mera oscilación entre las prácticas y concepciones de los antropólogos mexicanos y los estadounidenses, claves en gran parte del siglo XX. Se reconocen aportes de numerosos investigadores de otras nacionalidades radicados en México. Dice Portal: “El trabajo de Angela Giglia (italiana) y Emilio Duhau (argentino) sobre el desorden urbano en


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