Los modelos pedagógicos. Julián De Zubiría Samper
en las relaciones entre el estudiante y el docente
Las implicaciones didácticas de un modelo dialogante
Bibliografía de profundización sobre el capítulo 5
Notas al pie
Presentación
Julián amigo:
Hace ya diez años te empeñaste en convertir prácticas educativas, rescatadas a toda una vida, en experiencias pedagógicas. Diciéndolo de otra manera: te propusiste trasladar, no traducir, tu oficio de maestro, de un lenguaje comunicativo a otro que hace de la comunicación un acto creador.
De allí resultó la primera versión, la primera fábula de estos “Modelos Pedagógicos”, entregada al lector como una aventura en 1994.
“El papel del maestro es preguntar”, adviertes ahora en el prólogo de esta “performance” 2006 de la obra, la cual se edita con igual título. Lástima que en español el verbo formar tenga aspiraciones limitadas, tales como deformar, reformar o informar y no asuma este desafío del “to perform”, de romper la forma misma.
En este caso la pregunta es el taladro. Tú no le preguntaste al texto 94, a ti mismo, le preguntaste al lector 2006. El nuevo libro es una pregunta, ciertamente, no podía ser otra cosa, pero una pregunta por la lectura de un nuevo siglo que amenaza de entrada con ser solamente humano, no bestia ni robot, no niño ni adulto, no homo ni fémina ludens, humano solamente.
Ya hace sus días que una profe, una buena maestra, me abordó inquisidora de esta manera:
–¿Qué es una pregunta, maestro?– me dijo.
Mi respuesta no se hizo esperar mucho. –Profe –le contesté–, la pregunta es un ruido raro que, si usted lo oye y lo identifica, puede estar absolutamente segura de que por allí anda un humano, porque no hay riesgo de otra inteligencia, ni natural ni artificial, que haga preguntas.
Amigo Julián:
Quisiera completar esta avara presentación de tus “Modelos Pedagógicos”, de nuevo hoy en escena, con un vaticinio venturoso.
Afirmo entonces, por principio, que todos nosotros los educadores en este mundo, sin excepción alguna posible, somos solo domesticadores de buen grado y festivos, solo amaestradores por las buenas de esta especie animal que cautelosamente llamamos “gente”. Que quizás el primer maestro de este arte para nosotros, acá en occidente, fuera Sócrates, el incansable preguntón. Recordemos una vez más lo que aconseja al respecto:
“Así pues, amigo Glaucón, no violentes a los muchachos en las enseñanzas. Antes bien procura que se instruyan jugando, para que puedas conocer mejor las disposiciones naturales de cada uno”.
Sin embargo, por este sendero socrático, nos escapamos de cuando en cuando los educadores, hasta lograr la fortuna de descubrirnos nosotros mismos en el otro, en la otra, la opción suprema del diálogo pedagógico.
Es éste el vaticinio que aventuro para tu nuevo libro.
Nicolás Buenaventura
Una pedagogía dialéctica debe estar abierta a la experiencia, ser capaz de integrar su propia experiencia. Por ello requiere que sea tejida sobre la doble trama de la experiencia y la razón, que en consecuencia sea perfectible, progresivamente especificable y revisable en toda ocasión… (Merani, 1980)
El papel de todo buen maestro es formular preguntas. Vivir diseñando acertijos y dilemas, analogías que nos hagan relacionar lo nuevo con lo antiguo y metáforas que nos lleven a soñar una realidad distinta. Juan Plata, compañero de tinto, cigarrillo y conversación profunda en la Universidad Nacional, decía hace algunos días cuando fue invitado como jurado de tesis al Merani, que había que aprehender a jugar con la ciencia, a divertirse y a reconocer que en ella, como en el amor, una mirada no basta. Pacho Perea, cuñado y antiguo profesor del Merani, comentaba en otra sustentación, el mismo día, que una buena investigación se mide por el número y la calidad de las preguntas que genera y no por las que resuelve. Ambos amigos tenían razón. Y seguramente eso no sólo es válido para la investigación, sino para la escuela misma. Tal vez, los maestros somos como los agricultores que sembramos en primavera para cosechar meses o años después.
Lo que es claro es que los cimientos de nuestros sueños, nuestros ideales, nuestros proyectos de vida y del amor, se construyen en buena medida durante la vida escolar.
Siempre he creído que en la educación, como en la vida, no hay como una buena pregunta. ¿Se puede imaginar, por ejemplo, una conversación, una película, una relación de pareja o una clase sin preguntas? Venimos al mundo, tal vez no para ser felices como creen algunos, sino para resolver una pregunta. A diferencia de las plantas, nos toca justificar nuestra existencia. Y eso solo es posible orientados por una buena pregunta.
La pregunta es el abono esencial de una mente despierta, creativa y libre. Por eso la televisión, los políticos y la prensa nunca preguntan. Responden, pero no preguntan. Por eso, la escuela que todos conocemos está llena de respuestas a preguntas que nadie sabe quién ha hecho y que quien las hizo, no esperó a que las respondieran. Sin potentes y poderosas motivaciones, la inteligencia se iría apagando, le faltaría la llama, la gasolina del conocimiento. Y esto es válido tanto para la inteligencia analítica, como para la inteligencia socioafectiva y para la inteligencia práxica. Y acaso, ¿de dónde vienen las motivaciones, sino de las buenas preguntas? En especial, de las que pudieron ser cultivadas por maestros que aún creen que uno no va a la escuela a aprender, sino a desarrollarse, lo que es bien distinto y lo que intentará ser sustentado en el libro que usted tiene entre sus manos.
Por todo ello, y como casi siempre suele suceder, este libro nació de una pregunta y de una historia. La pregunta la encontré leyendo dos libros hace algunos años y la historia se las voy a contar.
La pregunta
Para explicar esta obra es importante aludir a dos libros leídos a fines de la década del ochenta, dado que ejercieron una sensible influencia en la reflexión pedagógica que hemos adelantado de manera colectiva en el Instituto Alberto Merani. Se trata, de un lado, del texto de Louis Not, titulado “Las pedagogías del conocimiento” (1983), y de otro, del de César Coll, titulado “Psicología y currículum1” (1985 y 1994).
En el primero de ellos, Not intentaría sustentar una tesis profundamente original: que a lo largo de la historia de la educación, por lo menos desde el Siglo XVIII, sólo han existido dos grandes modelos pedagógicos, y que pese a sus múltiples y diversos matices, en esencia los modelos pedagógicos han sido heteroestructurantes o autoestructurantes.
Los modelos heteroestructurantes consideran que la creación del conocimiento se realiza por fuera del salón de clase y que la función esencial de la escuela es la de transmitir la cultura humana a las nuevas generaciones. En consecuencia, privilegian el rol del maestro y lo consideran el eje central en todo proceso educativo. Sus posturas son decididamente magistrocentristas, su estrategia metodológica fundamental es la clase magistral y defienden la conveniencia de utilizar los métodos receptivos en la escuela. De esta forma, presuponen que hay que recurrir a la enseñanza, al