¿Para qué molestarnos en hacer oír nuestras voces?. Selim Erdem Aytaç
legislativos de los estados propusieron proteger de sanciones legales a los conductores que pudieran llegar a herir a manifestantes, si estos desarrollaban su protesta en calles o autopistas. Nuestro estudio indica que esas leyes serían contraproducentes desde el punto de vista de quienes las proponen: existe igual probabilidad de que ahuyenten a los manifestantes como de que generen apoyo a las protestas.
Limitaciones de las teorías actuales
Las limitaciones de las teorías de la participación política masiva no han evitado que los científicos sociales recopilen datos y elaboren sofisticadas descripciones de los tipos de personas que participan y no participan, y tampoco han impedido que expliquen la participación, en el sentido de hacer predicciones certeras acerca de quiénes participarán y en qué tipo de acción. Pero como en el caso de los físicos que observaban la caída de los cuerpos a tierra antes de la revolución newtoniana, nuestra falta de teorías adecuadas torna elusiva una comprensión más profunda y lleva a interpretaciones cuestionables de las observaciones que hacemos.
Una de las interpretaciones destacadas, aunque problemática, es que la teoría de la elección racional explica bien la participación masiva. En lo referido a la votación, el problema se despliega en dos importantes estudios empíricos sobre la concurrencia a las urnas en los Estados Unidos, publicados con unos veinte años de diferencia: Mobilization, Participation, and Democracy in America, de Steven Rosenstone y John Mark Hansen (1993), y Who Votes Now?, de Jan Leighley y Jonathan Nagler (2014). Los autores de uno y otro libro intentaron meter a presión –a nuestro juicio con no demasiado éxito– sus hallazgos en la caja de la elección racional. Rosenstone y Hansen señalaron que la gente carece de incentivos individuales para votar o buscar información relevante respecto de la política, tareas onerosas que pueden dejarse en manos de otros. A su entender, “librado [el público] a sus propios recursos […], su intervención en el proceso político se frustraría debido a dos difíciles problemas: las paradojas de la participación y la ignorancia racional” (Rosenstone y Hansen, 1993: 6). Según sostienen los autores, esos obstáculos se superan mediante los partidos políticos y las campañas, que racionalmente hacen un esfuerzo por llevar a la gente a las sedes de votación. De modo que la motivación de votar es extrínseca al individuo: este no se involucrará a menos que los partidos o las campañas políticas lo inciten a hacerlo. Por extensión, los manifestantes no saldrían a las calles sin el acicate de los activistas.
Dos decenios después, Leighley y Nagler (2014: 122) promovieron “una sistematización de la concurrencia a las urnas basada en los costos y beneficios”. Un hallazgo importante del que informan es que “un individuo será más propenso a votar cuando los candidatos asuman posiciones políticas que den al votante más opciones diferentes” (2014: 124). Sus palabras hacen recordar al ciudadano musulmán estadounidense que de repente ve un mundo de diferencias entre los candidatos demócrata y republicano, a quienes antes veía como Tweedledum y Tweedledee.[3] Pero hay un desajuste en la invocación de los autores a la diferencia en la posición política de los candidatos como un acicate para llevar a los ciudadanos a las urnas. Las explicaciones en términos de costos y beneficios subestiman esas diferencias. Una vez más, el motivo es que, por enorme que sea la diferencia de los beneficios individuales en caso de que gane su candidato preferido, no le resultará tan perceptible que su voto pueda influir en las probabilidades de obtener el resultado deseado. Por consiguiente, Leighley y Nagler tienen que hacer cierto esfuerzo para meter a presión en la caja de los costos y beneficios el efecto de las políticas polarizadas sobre la concurrencia a las urnas. Acuden, entonces, a un trabajo teórico seminal de John Aldrich (1993), quien señaló que los costos de votar suelen ser muy pequeños y que las campañas no tienen dificultades para solventarlos. Cuando los candidatos proponen programas con marcadas diferencias –razonan asimismo Leighley y Nagler–, los partidos invierten más recursos en llevar a la gente a las urnas. De modo que volvemos a dar con personas que responden íntegramente a presiones extrínsecas en favor de la participación. No resulta clara la causa por la cual responden a esos esfuerzos adicionales de los partidos: según los principios de la teoría de la elección racional, no deberían hacerlo. El enfoque de Aldrich, Leighley y Nagler, como el de Rosenstone y Hansen, recurre a los costos de la participación, a pesar de que sus hallazgos apuntan, como factor clave que impulsa a la gente a ir a votar, a los beneficios percibidos que esta prevé obtener si se impone su candidato preferido.
Los científicos sociales que han elaborado explicaciones generales de las causas que motivan las protestas de la gente se han preocupado menos por los problemas clásicos de la acción colectiva. Pero sus exposiciones también tendieron a omitir la elaboración de un modelo que incorporara al mismo tiempo una percepción de los costos y riesgos materiales que enfrentan quienes protestan y las compulsiones sociales, psicológicas y morales que pueden convertir a los ocasionales testigos en participantes. Esperamos convencer al lector de que puede lograrse mucho con un marco general de explicación de la participación que pueda modificarse para encontrar sentido a la decisión de la gente de votar o abstenerse y a su voluntad de protestar o quedarse en casa.
¿Por qué estudiar en conjunto las decisiones de votar y protestar?
Por qué la gente va a votar y por qué participa en protestas son interrogantes que usualmente se estudian por separado. Los politólogos examinan la participación electoral, y los sociólogos y psicólogos sociales, la participación en movimientos. Cualesquiera sean sus motivos, esta división académica del trabajo no debe su origen al hecho de que las decisiones de los potenciales participantes tengan enormes diferencias en uno y otro escenario. Ya se trate de la decisión de votar o de la de manifestar, es posible que se interpongan las restricciones económicas y temporales. Más aún, las dos implican un esfuerzo cognitivo: la persona tiene que hacerse una idea de lo que exigen los manifestantes y resolver si está de acuerdo con sus objetivos, o decidir cuál de los candidatos es honesto o propone políticas que podría apoyar. Los resultados, tanto de las elecciones como de las protestas, redundan en bienes para la comunidad, de modo que, con referencia a esas dos actividades, las personas bien pueden preguntarse: ¿para qué molestarse?
Seamos claros: hay diferencias entre votar y protestar. Como explicamos en los capítulos que siguen, los costos implicados en la protesta tienden a ser mayores: en promedio, la participación en manifestaciones exige más tiempo y presenta mayores riesgos que el hecho de votar. Las personas pueden sentir que es un deber participar en ambos escenarios, pero lo que difiere es el deber hacia qué o hacia quién: la sociedad en general, en el caso de los votantes; los amigos, los conocidos y los compañeros de ruta, en el de los manifestantes. En uno y otro caso, los potenciales participantes son sensibles al contexto estratégico cuando toman su decisión. Pero esos contextos estratégicos son diferentes. Por ejemplo, la previsión de que una elección será reñida puede impulsar a los votantes a acudir a las urnas, mientras que la gente quizá decida participar en una protesta en función de las dimensiones de la multitud que espera ver en las calles: en este último caso, cuanto mayor sea la cantidad de participantes, mejor.
El aspecto clave es que los potenciales votantes y los potenciales manifestantes toman en consideración los mismos factores cuando deciden participar o quedarse en casa, aunque esos factores tengan un peso diferente en sus decisiones en cada caso. En términos más técnicos, los parámetros fundamentales son los mismos, aunque interactúen de distinta manera y sus valores sean típicamente diferentes.
Al poner dentro del mismo marco esos dos instrumentos cruciales de la participación popular, hacemos notar una unidad subyacente entre esferas dispares de la acción política. Las personas se sienten atraídas al lugar de votación o el mitin cuando consideran importante el resultado, aunque este redunde en bienes para la comunidad. Tal vez las impulsen a actuar respuestas emocionales a las acciones de las élites. Al respecto, demostraremos que una emoción clave, la ira, es un poderoso propulsor de la acción colectiva, consista esta en votar o en manifestar. Los participantes potenciales en esos dos tipos de acción pueden ser sensibles a una idea de obligación moral de actuar; sin embargo, dejaremos en claro que esas obligaciones morales son más situacionales que absolutas.
Los teóricos democráticos asignan valores bastante diferentes a esas dos formas de acción popular. Luego de elaborar y someter a prueba una teoría que, en