¿Para qué molestarnos en hacer oír nuestras voces?. Selim Erdem Aytaç
de la democracia ponen las elecciones en el centro y las protestas en la periferia –o fuera de los límites–, por nuestra parte las consideramos complementarias: cada una compensa los defectos de la otra como instrumentos de rendición de cuentas, representación e igualdad política.
En este libro, no nos limitamos a afirmar que en las decisiones de las personas respecto de su participación en esos dos diferentes ámbitos de la acción colectiva influyen factores similares. Tratamos las aserciones como proposiciones comprobables y las sometemos a prueba. Lo hacemos con datos novedosos de diversos tipos –encuestas por muestreo, experimentos dentro de encuestas, entrevistas en profundidad y observación de campo– y recopilados en diversos lugares: los Estados Unidos, el Reino Unido, Suecia, Brasil, Turquía y Ucrania. Técnicas de avanzada nos permiten desentrañar cuestiones espinosas. Para dar algunos ejemplos, se ha demostrado con amplitud que ciertas elecciones importantes (presidenciales, nacionales) generan una concurrencia a las urnas más alta que otras de menor importancia (locales). ¿La explicación consiste simplemente en que los candidatos a altos cargos trabajan con más empeño y sus partidos vuelcan más recursos a la movilización de votantes cuando es mucho lo que está en juego? ¿Cabrá pensar también que los votantes son sensibles a la importancia del cargo que debe cubrirse, con independencia de los esfuerzos de las élites partidarias por movilizarlos? Con datos observacionales es difícil decidir entre las dos explicaciones. Las técnicas experimentales que desplegamos nos permiten mostrar que hay fuerzas intrínsecas que inducen a la gente a participar en elecciones importantes, aun cuando las élites no la movilicen.
A su vez, los teóricos de los movimientos sociales han hecho críticas pertinentes de los modelos de protesta basados en el “reclamo”, que postulan que las características del entorno social (la desigualdad, pongamos por caso) generan reclamos y los agraviados se ven dispuestos a enfrentar mayor riesgo de acción colectiva. Se ha señalado que los investigadores partidarios de este modelo no han logrado medir los niveles de reclamo entre quienes participan en manifestaciones y quienes se quedan en su casa. Para superar este problema, realizamos encuestas por muestreo en ciudades claves donde hubo grandes protestas. Esto nos permite comparar a participantes con no participantes. De igual manera, los modelos en cascada de los movimientos sociales se apoyan en la intuición de que muchas personas concurren a un mitin cuando prevén que será grande, pero se quedan en casa cuando estiman que será pequeño. Sin embargo, sorprendentemente, se han recopilado pocas pruebas sistemáticas para confirmar esa sospecha. Por nuestra parte, hemos reunido datos de ese tipo. También indagamos con mayor profundidad en lo que hay detrás de las cataratas de protestas.
¿Qué haría una buena teoría?
Si las teorías más usuales no logran comprender las decisiones de la gente de participar en acciones cívicas colectivas, ¿qué tendría que realizar una teoría satisfactoria? Debería hacer dos cosas. Primero, apoyarse en supuestos básicos que tengan lógica, supuestos que estén en concordancia con los hallazgos de los expertos y las intuiciones de los ciudadanos legos. Segundo, debería producir predicciones exactas, predicciones que capten el sentido de los hechos observados acerca de la participación: quiénes participan y quiénes no participan y por qué la participación crece en algunas circunstancias y mengua en otras.
En nuestro esfuerzo por construir esa teoría, de ningún modo empezamos desde cero. A decir verdad, la alusión a la revolución newtoniana en uno de los apartados anteriores es engañosa. Gran parte de las teorías existentes no se basan en errores fundamentales, equivalentes a la creencia de que el universo gira alrededor de la Tierra. Antes bien, al escribir este libro hemos echado mano a una abundante cantidad de teorizaciones perspicaces pero incompletas (y por momentos, apresuradas). La teoría de movilización de los partidos, mencionada unas páginas atrás, es un buen ejemplo. Nadie negaría que los partidos y las campañas se esfuerzan por lograr que la gente vaya a votar, pero es necesario examinar con más detenimiento lo que hacen para alcanzar ese fin y por qué funciona. En el capítulo 5 sostendremos que algo que sí hacen es proponer interpretaciones causales de las circunstancias adversas enfrentadas por los votantes, y que esas interpretaciones suscitan la ira de los ciudadanos y los impulsan a acudir a las urnas. Los modelos de la movilización, entonces, son menos incorrectos que incompletos: ponen el Sol en el centro de la galaxia, pero no dan plena entidad a la índole de la atracción gravitacional.
Por ende, no se necesita tanto un cambio de paradigma como un realineamiento de los paradigmas existentes. Como se deja en claro en el capítulo 1, desde hace unos cincuenta años los enfoques económicos de la democracia comenzaron a ejercer una profunda influencia en la conformación de nuestro punto de vista respecto de la participación política de masas. En algunos aspectos, esa influencia nos encauza, colectivamente, en la dirección errada, ya que deja en la sombra percepciones importantes de los fundamentos psicológicos y sociales de la acción colectiva. Los teóricos que intentaron encajar la participación en el molde estrecho de los cálculos del costo y el beneficio individuales terminaron con las manos vacías, incapaces de explicar uno de los hechos más básicos referidos a la democracia: que los individuos racionales votan en las elecciones masivas, así como participan en protestas, incluso a riesgo –en este último caso– de sufrir lesiones corporales. Pero el enfoque económico no fue improductivo. A la larga, generó modelos que, si bien todavía no lograron cumplir con el criterio de los supuestos adecuados, estuvieron más cerca de lograrlo que las iniciativas anteriores. Más aún, aunque los teóricos económicos permanecieron indiferentes al sustrato emocional de la acción de masas, su insistencia en que la participación impone costos en quienes actúan y en que dichos costos también deben formar parte de la ecuación, fue una lección importante que no debe olvidarse. En el capítulo 1 revisamos las teorías de la participación electoral y proponemos nuestra propia alternativa, que, según creemos, utiliza supuestos realistas y explica los patrones observados. En el capítulo 3 modificamos ese modelo para que pueda redundar en nuevas ideas de la participación en protestas.
Vale la pena señalar de antemano tres cuestiones generales sobre nuestro modelo.
1) La abstención puede ser costosa. Como acabamos de indicar, las teorías usuales hacen hincapié en los costos de participación como un factor que, por sí solo, obstaculiza esa misma participación de la gente en las elecciones, las protestas y otras formas de acción política colectiva. Sin embargo, esta visión es unilateral. Así como hay costos de participación, también hay costos de abstención. Los primeros son materiales y cognitivos, y los segundos, intrínsecos y psicológicos, pero no por eso menos reales.
El hecho de que la abstención pueda ser inherentemente costosa contribuye a explicar por qué, en ocasiones, la gente tolera costos muy altos para poder participar; y lo hace, por lo general, porque el resultado le importa mucho. Los referendos que plantean preguntas básicas sobre derechos, soberanía e identidades a menudo revelan índices muy elevados de participación (LeDuc, 2015). El referéndum británico de 2016 sobre la pertenencia a la Unión Europea atrajo a las urnas a casi 34.000.000 de personas: un 72% del electorado, en comparación con el 66% que había votado en las elecciones generales anteriores, en 2015. En el referéndum de 2014 sobre la independencia escocesa participó el 85% de los ciudadanos en condiciones de votar. Este índice de concurrencia a las urnas fue veinte puntos porcentuales más alto que el promedio escocés en las cuatro elecciones británicas anteriores.[4]
A veces la gente soporta pesados costos para participar en una acción colectiva. En las democracias, nuevas y viejas, los manifestantes pueden enfrentar los garrotes de la policía, los gases lacrimógenos, la cárcel y cosas peores. Por lo general, votar no es peligroso, pero puede ser costoso. En 2015 se celebró en Irlanda un referéndum sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo. Los ciudadanos irlandeses residentes en el Reino Unido viajaron por mar y aire para votar. El día de la votación, los pasajes aéreos entre Londres y Dublín se agotaron (Hakim y Dalby, 2015). ¿Por qué la gente pagaría tanto dinero y se tomaría tantas molestias para emitir un voto? Hannah Little, una irlandesa que vivía en Londres y viajó en avión para votar, explicaba: “Cada vez que me encontraba con mis amigos irlandeses, lo primero que salía era la cuestión de ir a casa para el referéndum. […] Mi plan es ir a casa, instalarme y tener hijos. Si mis chicos resultan ser gays, quiero que hoy se oiga mi voz” (McDonald, 2015).
¿No