Cuánto pesa una cabeza humana. Alfonso Armada
47, jueves 30
Día 50, domingo 3 de mayo de 2020
Epílogo a modo de agradecimiento
LA LENGUA MATERNA
En la lengua con la que empezamos a nombrar el mundo radica uno de los misterios que los lingüistas en sus fundadas fantasías creen haber desentrañado. Con la ayuda de los neurocientíficos y los telescopios del alma lo lograrán. La lengua materna nos permite palpar la piel y el interior de la caracola, y escuchar las tonalidades del viento, que raspa nuestras orejas y deja a contrapelo ese césped que sirve de felpudo al tímpano y el resto de los huesecillos con los que oímos el rumor de lo que somos. Si a alguien tengo que dar las gracias antes de que nadie se interne en esta selva de palabras es a los traductores que me han permitido adentrarme en otras lenguas maternas que no han sido ni podrán ya ser nunca las mías. Por eso quiero recalcar en esta suerte de prólogo que todos los poemas de Paul Celan citados en este libro (que empezó por él y para él, llamándole queda e insistentemente a conversar) fueron traducidos por José Luis Reina Palazón del alemán y publicados por Trotta en una fervorosa edición de sus Obras completas. Mi gratitud es inconmensurable. Pero no puede quedarse aquí. Aunque al final se citan todas las ediciones de las que me he servido para alumbrarme antes, durante y después de la pandemia, me gustaría extender mi debe más sentido a otros traductores que han vertido en un español prístino y navegable los versos de Louise Glück en Averno, Abraham Gragera y Ruth Miguel Franco, que publicó Pre-Textos antes del Premio Nobel; como Andreu Jaume hizo con La belleza del marido, de Anne Carson, para Lumen; y Martín Schifino, secundado por María Luz Nóchez, con Lo que han oído es cierto, de Carolyn Forché, para Capitán Swing. Así como también las versiones de toda la poesía de Matsuo Basho que Beñat Arginzoniz amasó pacientemente para El Gallo de Oro. Si mi lengua materna pudo intercambiar señales de humo y algo más con esos escritores fue gracias a estos traductores que han abierto un camino que se parece mucho a lo que una linterna hace en la oscuridad.
A. A.
En Madrid, enero de nieve de 2021
Ni la peonía ni el poeta
tienen aspiraciones.
MATSUO BASHO
Día 1, domingo 15 de marzo de 2020
Como no quiero
que nada se olvide
he abierto
un cuaderno infantil
y con una pluma estilográfica
he empezado por el principio:
Diario de un virus coronado por el miedo
en Madrid, domingo
15 de marzo de 2020,
es decir:
día 1,
primero de una era
que tal vez tenga las patas cortas como un insecto
o se convierta
en el principio
de algo
que ni sospechamos.
Todavía no sé muy bien
qué contaré aquí
como si un poema
aunque sea narrativo
tuviera algo que contar.
En la pantalla del ordenador
que es
nuestra otra ventana
al mundo
y a veces a la realidad
veo reflejado
un cielo nocturno
y al mismo tiempo
una piscina de agua pesada.
Chapoteando
como si jugara a ser Jesucristo
(todo esto es cosa mía,
sé que no le haría la menor gracia.
Lleva más de diez años muerto)
aparece mi padre:
camina sobre las aguas
del mar:
su elemento.
Su alma era un balandro.
El fantasma se me parece tanto
que debería darme miedo.
Viene desde el lugar de la experiencia
donde los coleccionistas de coleópteros
escriben con caligrafía gótica
la gran palabra que nos hace humanos:
memoria.
Pero como ellos mismos saben,
no en vano se enamoran
sufren
se emborrachan,
viven su vida, y desalojan:
cada vez que abren ese cajoncito
se altera su contenido
y a veces para siempre.
¿Por eso escribo este diario?
Empiezo la mañana haciendo gimnasia
como hacía él
y con una pieza valiosa de la herencia que
sin saberlo mis hermanos
me apropié:
su manual de belleza,
que arranca así:
«En el año 1814, el profesor sueco Ling revoluciona con sus
nuevos métodos la gimnasia de movimientos respiratorios
denominada gimnasia sueca».
Hago mi pequeña tabla
frente a la dudosa luz del día
como los presos
que no se van a rendir
y preparan
los músculos de la inteligencia
para el ring de ahí fuera
donde golpear mejor
la próxima vez.
El guionista del virus coronado
ha imaginado una película
a la altura de nuestra educación sentimental
somos carne de pantalla
y lo lamentaremos:
calles deshabitadas
replicantes
pájaros estridentes
automóviles convertidos en chatarra
oxidándose
sombras