Cuánto pesa una cabeza humana. Alfonso Armada
matándoles
que es mucho peor
por no hablar
de todo lo que faltaba.
Pero es también
un toque de queda
una señal de alarma.
Espero, atrincherado en mi ventana,
cuando se han apagado ya
todas las luces del vecindario:
a que pase
en una bicicleta desvencijada
insomne
Cioran:
«El hombre no es sólo un animal enfermo,
sino que es el producto
de la enfermedad».
En medio de la tarde
cuando todavía
parece remediable
vuelvo a sus Cuadernos:
«Mientras no sabemos sufrir,
no sabemos nada».
¿Quién se atreve a contradecirle?
Aún peor:
¿Quién se atreve a decirlo en voz alta
justamente ahora
en medio de este aguacero de cadáveres
que son escamoteados
para que la peste
no convierta
el miedo en pánico
y el pánico libere
nuestro más íntimo credo?
Una vez más por este día
una vez más por esta noche
Louise Glück será
a pesar de los pesares
un candil
como el que Georges de La Tour
encendía
para alumbrar las caras
de sus inspiraciones:
«El hombre en la cama era uno de los muchos hombres
a los que entregué: mi corazón. La entrega de uno mismo
no tiene límites.
No tiene límites, aunque se repita».
Nos gusta pensar
que la desgracia será vencida
y nos hará más fuertes.
Nos gusta pensar
lo que nos conviene.
El geógrafo Massimo Livi Bacci
que viene de una estirpe de geógrafos
y recorrió todas las costas del mundo
dice que «la humanidad
tiene una vitalidad enorme».
Lo sabe el virus
y por eso nos ataca
con tan endiablada inteligencia,
como si nos hubiera tomado la medida.
¿Hemos sido demasiado arrogantes?
Ah, ¡cómo están siempre ahí
los dioses
acechándonos
divirtiéndose
a nuestra costa!
Para eso nos crearon.
Para eso los creamos.
Día 5, jueves 19
No sólo de palabras vive el hombre,
por eso salgo a la calle
con el salvoconducto de mi carrito de la compra
para buscar provisiones
y explorar el estado de las cosas.
La primera evidencia es la soledad
de las calles
de los que caminan:
solos.
Nos hemos convertido en islas a la deriva,
aunque parezca que tenemos un objeto
que esgrimir ante la policía
y ante nosotros mismos.
En la estafeta de correos
nada es como era.
Todos los empleados lucen guantes y mascarillas
como si fueran a operar
al que sólo pretende
enviar un libro a su hermano
cerca del mar
que ayer cumplió
más de cincuenta años:
Del Trastévere al Paraíso,
sobre los crímenes que algunos cometieron
para traer la felicidad a la Tierra.
Hay una marca en el suelo
que prescribe una distancia saludable
entre el mostrador de mármol
el cartero inmóvil
y nosotros.
Lo que está prohibido es tocarse.
Ante el cierre de loterías
ha quebrado el pensamiento mágico,
aunque soñamos que mañana
al despertar
el estado de sitio se habrá desvanecido.
De momento,
todos despertamos con algo de Gregorio Samsa.
Ahora tratamos de adivinar
cuántos viajeros lleva cada autobús:
la mayoría son carrozas vacías,
y conductores afantasmados.
El Circular que me rebasa
por si no hubiera bastantes paradojas
anuncia como herida
un musical en el costado:
Ghost!
La vida se ha vuelto redundante.
Demasiado extraña.
Todo está cerrado,
salvo los supermercados
las panaderías
las fruterías
los bancos
las funerarias
y las farmacias
(una boticaria me regala una caja de guantes violetas).
En los recintos
la distancia es ley.
Todavía se acepta dinero contante y sonante,
pero como el contacto personal
parece un vestigio del siglo xx.
Vislumbro el parque también sitiado
cerrado a cal y canto
e