Comarca perdida. María Flora Yáñez

Comarca perdida - María Flora Yáñez


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reproducciones que se marcan en el papel a partir del grabado realizado en una placa de madera o metal; es también la huella, la marca que deja el pie en la tierra. Es decir, no son la cosa misma, sino la impresión de lo real y verdadero, la marca que queda en otro soporte y que se asemeja al original, pero de manera difusa y que se va degradando, así como la huella en la tierra desaparece con el tiempo o es tapada por otra; o como el grabado que queda levemente estampado en la hoja, ya sea porque la tinta se ha ido acabando o por la porosidad del papel. Esa idea acerca de la estampa es la que me hace pensar en los recuerdos que se guardan en la memoria como imágenes que son estampados en la hoja de papel o, más exactamente, en la narración que hace María Flora Yáñez. Tal como sucede con los grabados, las estampas que compone Yáñez no son el original, sino una reproducción que ha ido perdiendo nitidez. En ese sentido, el primer título que la autora dio a esas páginas tenía mucho sentido, convocaba experiencias de las épocas de la infancia, y a lo que lograba acceder era a estas visiones, estas especies de imágenes traslúcidas que van dejando su marca, primero en nuestra memoria, y luego en el relato que hacemos de esas memorias. Lo sabemos, volver a la infancia es imposible, por más que lo intentemos. Yáñez lo tenía claro. Visiones de infancia tiene un tono autobiográfico, que es provisto por unas breves líneas introductorias que, a modo de declaración de intenciones, nos aseguran que lo que leeremos son recuerdos y no invenciones, pero que, por lo inefable de la materialidad, se convierten en “reflejo impreciso”. Y aquí nos encontramos con el título de esta edición Comarca perdida.

      Después de trabajar con Visiones de infancia, hice una costumbre buscar relatos de María Flora Yáñez. A pesar de haber desarrollado una escritura prolífica y haber escrito prácticamente hasta su último año de vida, no había reediciones ni reimpresiones. Sus libros estaban o en bibliotecas o en librerías de viejos. Fue en una de esas librerías donde, en 2008, di con Comarca perdida; un libro sobre el cual no había encontrado mención alguna. La librería, ubicada en Valparaíso, era una habitación más bien pequeña, llena de estantes de madera en que los libros usados no parecían tener un orden en particular. Al abrir las páginas de esa edición fue fácil notar que, en realidad, se trataba de Visiones de infancia, pero con otro título. Sin embargo, la lectura continua de esa edición que por supuesto llevé conmigo como un tesoro, hizo que me diera cuenta de que, en realidad, no era el mismo libro. Aquel libro Visiones de 1947, que había tenido varias ediciones y ganado, incluso, el Premio Atenea a la mejor obra del año (1948), no había quedado fijo ni siquiera sobre la hoja de papel. Años después, Yáñez lo retomó e hizo un trabajo de escritura apasionante: fusionó capítulos, dándole mayor coherencia a ciertos episodios; reescribió otros, editó largos pasajes, incluyó algunos capítulos nuevos y reestructuró el orden de las estampas, de los capítulos. Ese libro renovado se convirtió en una edición publicada en 1960, todavía con el título de Visiones de infancia. De todos los cambios realizados por Yáñez, destaco dos. El primero tiene que ver con el orden de los capítulos. Solo como ejemplo, en 1947, el libro comenzaba con “El primer miedo”, el relato sobre un fuerte temblor, en que la niña María Flora es arrancada de la tranquilidad del hogar. Es interesante que ese se levantara como un primer recuerdo, por cuanto implicaba un quiebre en la rutina, un salir del yo, de alguna manera, y darse cuenta del exterior. En 1960, la primera estampa es, en cambio, “La calle de mi infancia”, que no nos habla ya del momento de entendimiento de que la infancia no es un fluir, sino que convierte a la infancia en un territorio, al mismo tiempo que nos sitúa como lectores.

      El segundo gran cambio es la aparición de la estampa “Personajes”, en la que Yáñez reúne pasajes de distintos capítulos de la primera edición y que estaban enfocados en gente que conoció. Este gesto implica varias cosas interesantes. Por un lado, que la misma Yáñez realizaba una lectura crítica de su obra. La escritora detectó estos episodios y los supo visualizar como una sola estructura. De hecho, no se limita a juntarlos, sino que hay un proceso de reelaboración, que da a lugar no a un pegoteo de anécdotas, sino a una construcción coherente en la que destaca la mirada sobre los personajes, más que las particularidades de ellos.

      La edición de 1960 transforma el texto, especialmente al quitarle las palabras introductorias que nos conducían a leer Visiones de infancia como un texto autobiográfico. Sin embargo, el libro contiene la etiqueta de “Memorias”, lo que nos sigue empujando por el camino de lo real, de lo acontecido. Comarca perdida, en cambio, no hace referencia alguna al contenido autobiográfico de sus páginas. Publicado en 1971, esta nueva edición da cuenta de algo que ya he mencionado: que no es posible recuperar la infancia porque es algo que se ha extraviado entre las imprecisiones de la memoria. Y más todavía, la infancia es un lugar, esa comarca, que ha quedado perdida, extraviada, porque no podemos volver a ella. Pero posiblemente el cambio más relevante —además del nuevo título— es que Comarca perdida pone el acento en la creación literaria. Si leemos este libro no es por las anécdotas que se puedan encontrar acerca de la familia Yáñez (aunque las hay), sino por el trabajo literario que hace María Flora. Desprendida de la carga autobiográfica, las páginas del libro se independizan, puesto que su valor no reside en que hayan sido vividas, sino en la capacidad literaria de Yáñez, en las construcciones sensoriales que arma de manera sencilla, es decir, sin pretensiones de grandeza, y poética. Luego, por supuesto, está su perspectiva acerca de la infancia y, mejor todavía, acerca de la infancia de una niña.

      Otros y otras escritores y escritoras lo habían visto también: la infancia como un territorio que se convierte en inaccesible apenas damos nuestros primeros pasos de adultos y empezamos a hacer anotaciones sobre lo vivido y a interrogarnos todo el rato sobre el futuro. La infancia se acaba en el preciso momento en que olvidamos vivir el presente, porque nos encontramos en esa tensión entre el pasado (el peso de lo que hicimos) y el futuro (la ansiedad de lo desconocido), que pareciera no desaparecer más. Eso queda perfectamente planteado en Comarca perdida. En su narración, María Flora Yáñez nos presenta su comarca, a la que llama “la calle de mi infancia”, ubicada en “pleno corazón” de Santiago. Ese primer capítulo es la estampa perfecta. La narradora no precisa de qué año está hablando ni cuántos años tenía la niña de esos recuerdos; ni siquiera nos dice cómo se llama, no se presenta en absoluto. Ese primer capítulo no tiene una historia definida ni presenta elementos concretos. Pero sí construye un tono de narración que se mantendrá coherente a lo largo de todo el texto. Ese tono permite conectar con los lectores a través de sensaciones y percepciones que podrían ser familiares, que podrían gatillar nuestros propios recuerdos. Así, en vez de nombres y datos, nos encontramos con una ambientación a partir de los “jardines olorosos a azahares”; las calzadas suaves que se convierten en “pista de patines… durante las tardes”; los reflejos del sol que las ventanas “vuelcan hacia afuera”; el silencio apenas interrumpido “a intervalos” por los tranvías; el sonido de las campanas que estremecen “el espacio con sus ondas de plata que vuelan, como palomas, desde los campanarios”.

      Todo se trata acerca de lo visto, lo escuchado, lo tocado, lo olido, lo sentido. Y así será a lo largo de todo el relato. No hay una progresión aparente, porque no sabemos cuánto tiempo ha transcurrido desde la primera estampa hasta la última. Pero sí podemos notar dos aspectos que nos hablan de una cierta progresión. La primera es la que ya había insinuado. La niña está creciendo y alejándose cada vez más de la comarca de la calle de infancia. La otra es que este relato sensorial que construye María Flora Yáñez se torna más elaborado y se va complementando con una perspectiva crítica hacia la institución familiar en general, y hacia la familia de María Flora en particular; hacia el paso del tiempo; hacia la sociedad que está cambiando; y, especialmente, sobre el estatus de la infancia. En la actualidad, las visiones acerca del desarrollo en etapas definidas que los niños y niñas debieran atravesar para convertirse en adultos es —afortunadamente— mediada por otras que, en vez de ver a niños y niñas siempre como seres en proceso de convertirse en adultos, los considera seres en sí mismos, en que sus juegos, actitudes, lenguaje, no están puestos en la potencialidad del futuro, sino en la experiencia del presente.

      En el relato de María Flora Yáñez esa concepción de la experiencia de infancia en el presente conlleva un elemento de fragilidad importante, en el sentido de que considera la infancia como algo precario e inestable. No me refiero a la fragilidad del cuerpo infantil, aunque sí es un tema presente en este libro, sino a la facilidad con que la infancia se


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