Comarca perdida. María Flora Yáñez

Comarca perdida - María Flora Yáñez


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barco caletero, barato es cierto, pero de todos modos demasiado costoso para mis entradas. Un gran sacrificio. Y esta niñita empecinada…”.

      —Tiene demasiado sueño —explicó mi madre mañana será ya otra cosa.

      Pasaron los días, los meses, un año. Y yo continué encastillada en mi actitud rebelde. “¿No entiende que es por su bien?”, exclamaba mi padre. “¿No ve el beneficio que trato de hacerle? ¿No siente que es necesario, indispensable, saber inglés? Una lengua más es como un alma”. Y ante mi cabeza gacha y mi expresión taimada, se cogía la cabeza a dos manos, murmurando: “¡Hay niños que son asnos! ¡Asnos! Yo, entretanto, envidiaba la suerte de mi hermano que, después del colegio y en compañía de dos primos, daba lecciones con Mr. Bingle, inglés exuberante, juguetón y pintoresco, quien, casi en seguida, fue también mi profesor.

      —Bien, advirtió un día mi padre, mirándome tercamente. Se quedará sin postre mientras no cambie de conducta.

      —Si quieren contestaré “yes”, pero nada más que “yes” —transigí, exhalando uno de esos hondos suspiros que en los niños preceden al llanto.

      Aquel “yes” fue el único vínculo entre mi personita y la inglesa que cada día se fue sintiendo en la casa más desorientada, más sola, con esa tremenda soledad del destierro, a lo que se unía el aislamiento de no poder hablar y de no poder oír. Ella no sabía español y nadie en la familia hablaba inglés. Terrible forma de prisión. Hasta que un día, viendo la inutilidad de su presencia en nuestro hogar, mi padre la embarcó de regreso a su patria.

      Pobre Emily Hutchinson. Hoy, cuando pienso en ti, algo vibra y se remueve en el fondo de mi corazón. Saliste un día de viaje, muy lejos, llevada por el urgente apremio de tu destino oscuro, dejando atrás los mínimos objetos y los recuerdos sin grandeza que hasta entonces te hicieron llevadera la vida. El cañamazo, con su punto cruz y aguja, quedó inconcluso en el viejo cajón del armario. Y el tosco reloj de sobremesa, heredado de la abuela, cantó solitario las horas en la casa de pensión. Partiste hacia ambientes y climas hostiles y tu historia se entrelazó a la de todos los seres malogrados y anónimos cuya insignificancia se arrastra muriente y escondida. Y —tú lo sabes, Emily Hutchinson— entre afanes y desarraigos, la vida pasa y se deshoja lentamente como un árbol olvidado del agua.

      Los niños hacen sufrir sin saberlo. Más tarde, a través de un vidrio de aumento, miran el mal que causaron en su inconsciencia. Y darían un mundo por remediarlo. Pero no siempre pueden tocar las cenizas del pasado.

      Hoy no sé por qué, veo llegar desde el fondo de mi infancia a la inglesa errabunda con su absurdo sombrero y su figura enjuta. Y una inmensa piedad, un anhelo de pronunciar la palabra que mis labios de niña no supieron decir, sube en precipitados latidos desde mi corazón.

      La pieza de jugar

      No hubo bastantes muebles para vestir todos los cuartos de la casa, adquirida en la alborada del matrimonio, y el que quedó vacío se convirtió en “la pieza de jugar”. Recuerdo de ella una pared empapelada de un verde enfermizo, llena de informes dibujos que trazaban nuestras manos menudas y, contra la pared, una alta chimenea en la que rara vez ardía el fuego y por cuya hendidura, durante los días de invierno, pasaba ululando el viento. El verdadero oficio de esa pasiva chimenea era, en realidad, recibir en Navidad nuestros zapatos para que bajara el Viejo Pascuero por el cañón lleno de hollín a llenarlos de juguetes. Al aproximarse a la rolliza mole de la chimenea, en la mañana de Pascua —esa mañana en que el sol, entrando a chorro por la ventana abierta tornaba en oro deslumbrante el triste papel verde enfermizo—, yo temblaba cada año del mismo angustiado terror de encontrar vacío mi zapato. ¿No era lo natural? ¿No fui rebelde muchas veces? ¿No inventé bromas para asustar a los sirvientes, llegando hasta dar un tijeretazo a una blusa encarnada de la cocinera un día que se peleó con la “mama” Ismaela?

      Mi corazón —y creo que asimismo el de los otros niños— latía de ansiedad al acercarme a la sombría chimenea cuyo cañón, que nunca se limpiaba, había almacenado hollín durante años, pero que a nuestros ojos era la escala mágica que traía cada año, con su precioso bulto a las espaldas, al viejo misterioso desde el cielo. El corazón latía. Pero siempre las manos diminutas recogieron zapatos cargados de juguetes.

      En la pieza de jugar se estaba como al margen del mundo y se vivía una existencia irreal. Era el último aposento de la casa, abría a un patio lleno de camelias y deslindaba con una antigua cochera de la que, todos los días y a la misma hora, salía un carruaje de lujo con briosos caballos y flamantes arneses. Nos gustaba mirar por la ventana y ver salir el carruaje. Al sentir el piafar de los caballos sobre el zaguán empedrado, suspendíamos nuestros juegos para asomarnos a la calle. Entonces aparecía el carruaje, todo brillante bajo su barniz oscuro. Iba a estacionarse delante de una casa vecina y luego, cuando sus dueños lo ocupaban, se perdía doblando la esquina.

      En el fondo de esa cochera habitaban unos niños: los hijos del cochero. Había una niñita de mi edad, desgreñada y morena, que jugaba generalmente en la vereda de la calle y se entretenía a ratos en mirar a través de la ventana nuestra lo que ocurría en nuestra pieza de jugar, aplastando su nariz contra los vidrios. Nunca cruzamos palabra alguna ella y yo, pero nos entendíamos con los ojos. Los de ella decían, entre maliciosos y nostálgicos: “Soy más feliz que tú porque la calle es mía… Tú eres un poco prisionera…”. Y me sacaba la lengua. Yo, en cambio, para vengarme, gustaba de hacerla creer que en la pieza de jugar existía una cueva por la que aparecían princesas y duendes. Me agachaba repetidas veces gesticulando y haciendo gestos con las manos. Y nunca dudé de que la niñita de la calle interpretaba, según mi pensamiento, aquel mudo y extraño lenguaje.

      Pero, en el fondo, yo envidiaba su vida misteriosa y sus andanzas callejeras.

      Tarde, en la noche, el carruaje volvía a guardarse, desapareciendo hasta el día siguiente en la sombra llena de secretos de la vida cochera. Yo pensaba en la niñita de la calle, en su rostro malicioso y en su mansión oscura. ¡Allí sí que, de verdad, debían existir cuevas pobladas de duendes!

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