Comarca perdida. María Flora Yáñez

Comarca perdida - María Flora Yáñez


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perdida. El miedo se presenta por primera vez en el capítulo sobre un terremoto, el que es descrito por la autora como “una especie de fantasma gigante, de color gris oscuro, con grandes alas abiertas, que entra a las casas de súbito sacudiéndolo todo”. Este extracto define la manera en que el miedo cobra vida en el relato: es lo que invade el espacio familiar protegido, el espacio del hogar; y, al mismo tiempo, es el miedo que sacude el presente eterno y perfecto de la infancia sin preocupaciones. Porque no hay infancia sin preocupaciones. Esa infancia idealizada, de niños construidos desde la inocencia, es constantemente cuestionada en el relato. Y la experiencia del temor pone en duda esa creencia: el temor a lo desconocido, a lo que habita afuera, a lo que se encuentra en las sombras; pero también a lo que se espera de una, a las expectativas de los padres, a los modelos de niñez que no pueden ser llenados por niña alguna.

      Para dar cuenta de lo anterior, Yáñez toma un camino interesante. Porque no usa la voz de la niña, ya que la narradora es claramente una adulta que recuerda. No trata de simular la voz de la infancia con juegos retóricos; sino que trata de comunicar una percepción de infancia, la que por definición es única y personal. La narración entonces no tiene que ver con una reconstrucción del lenguaje, sino con una reconstrucción de la mirada de infancia, una en que cada vez que se observa algo se hace como si se lo estuviera viendo por primera vez. A diferencia de la mirada adulta en que el mundo ha sido traducido a códigos conocidos y aprendidos, la mirada de infancia se renueva cada vez, porque el mundo que se está percibiendo no es estático, sino vibrante y lleno de vida. De esa manera, “la vieja carreta hortelana” (en “Sentimientos y plumas”) que puede hacernos pensar rápidamente en algo común y corriente, utilizado por años, es descrito por la narradora como “olorosa y crujiente”, lo que habla del contenido de la carreta y del sonido; tal vez se trata del sonido de la madera que cruje mientras la carreta avanza; tal vez se trata del sonido que produce el contenido de la carreta (cada vez que lo leo, la imagino repleta de zanahorias). Hay una invitación, entonces, a remecer las formas repetidas que acumulamos en la memoria.

      Esa mirada de infancia es como la que Mistral construye en su jugarreta “La pajita”, en que lo visto es siempre nuevo y diferente. En el poema, la voz poética parece cambiar constantemente de opinión acerca de qué es lo que está viendo: primero dice ver una niña de cera; pero se retracta. Después le parece que es una gavilla en la era, luego la flor de la maravilla; luego, un rayito de sol. Una fiesta de visiones y sensaciones, que terminan cuando la voz poética se da cuenta de que solo era una pajita en el ojo. El elemento de esa pajita nos hace darnos cuenta de que no se trataba de lo que se veía, no se trataba de las cosas más allá de nosotros, sino de la forma en que se veía. Perder esa pajita en el ojo tiene que ver, entonces, con perder esa mirada de infancia que siempre se renueva. Lo mismo ocurre en Yáñez. Su pajita en el ojo —su mirada de infancia— tiene que ver con encontrar estas nuevas maneras de describir y relatar aquello que es inefable y, aparentemente, incomunicable. Es decir, Comarca perdida no es un libro que transmita realmente recuerdos de infancia, esto es anécdotas e historias que pueden contarse una y otra vez. Lo que Comarca perdida transmite es una mirada sobre la infancia.

      La mirada de infancia que presenta María Flora Yáñez es una mirada marginal. Aunque la narradora es una adulta, trata de empatizar con la que ella recuerda que fue. De alguna manera, está tratando de poner la pajita de la infancia en el ojo una vez más. Lo que captamos a través de esa posición es que la niña retratada en estas páginas es casi un personaje invisible y que solo es vista cuando se sale de los límites establecidos para ella, cuando no es la niña tranquila que aprende a bordar y tejer al lado de su madre. El libro presenta recuerdos de las primeras décadas del siglo XX, en que el estatus de los niños era marginal y enfocado en una perspectiva futurista, es decir, los niños siempre serán (adultos), pero nunca son (simplemente niños).

      En la literatura chilena, los niños han estado presentes, aunque siempre desde una mirada muy adultocéntrica. Como dice Lorena Amaro, no hay una voz de infancia en la narrativa de esas primeras décadas, sino una representación objetivada. Esto tiene sentido, puesto que en la historia, tanto de Chile como de Occidente en general, los niños han sido objetos, posesiones, pertenencias. Los padres y cuidadores han decidido durante siglos qué es de los niños en función del futuro esperado. La educación se ha organizado, de esa manera, en concordancia con el tipo de sociedad que se quiere. Es inevitable pensar en la estructurada organización del sistema educacional que tenemos en Chile en el sentido de mecanismo de control. El problema es ¿qué pasa con la subjetividad de los niños? No tenía cabida en la vida cotidiana y tampoco en la literatura en aquellos años en los que Yáñez vive su propia infancia. Por el contrario, la infancia había sido establecida como una concepción estática y llena de lugares comunes. Al objetivarlos, se logra que todos los niños y niñas sean iguales, que cumplan con las mismas expectativas. En cambio, reconocer la subjetividad de cada uno y de cada una implica desarmar esas construcciones ideales de niños inocentes que necesitan ser guiados constantemente y dejar el espacio para que ellos y ellas actúen por sí mismos.

      En varias de las líneas de más arriba me he referido a los niños como plural solo lo masculino; porque en el caso de las niñas, estas ocupaban un sitio todavía más marginal y objetivado: su estatus siempre dependía de otra persona, perteneciéndole al padre hasta el matrimonio. La niña María Flora es parte de esto, preparada para ser siempre la gran mujer detrás del gran hombre y nunca para exponerse. Yáñez denuncia esa situación apuntando justamente hacia la subjetividad de la niña, pero sin robarse su voz; es decir, sin tratar de hablar como niña. No es raro ver narradores “hablando como niños”, usando mal las palabras o malentendiendo las situaciones. El problema de esas estrategias es que parten desde un prejuicio: los niños no saben o no entienden, porque no son adultos (todavía). En Comarca perdida, no hay un interés en mostrar cómo la niña no sabe o no comprende, porque, de hecho, sí sabe y sí comprende; lo que pasa es que no está “domesticada”. Es decir, su mente todavía no ha sido institucionalizada ni conquistada; piensa con libertad. Hacia el final del libro la narradora dice: “A veces se obtiene más sabiduría en mirar cómo tiemblan las hojas que en leer textos complicados. Así pienso, ahora, a menudo”. Yáñez apela con esas palabras a la recuperación de la mirada de infancia, al ir a la experiencia, a las fuentes directas, al vivir plenamente. Veo ahí un cierto rechazo a introducirse en la lógica adulta, en la que todo está mediado por el lenguaje, mientras que los niños están fuera de ese lenguaje, y, en vez de introducirse en divagaciones acerca de cómo son las cosas, van a ellas directamente.

      Esta mirada que le parece a la narradora tan cristalina, que puede ser crítica o compasiva, incluyendo los matices que hay entre uno y otro extremo, es construida como marginal. La infancia de Comarca perdida no ocupa un lugar protagónico dentro del ambiente familiar, sino uno que se vale de los intersticios y de los pliegues para dar cuenta de su posición. Es en ese sentido que la niña María Flora que vive en las páginas es prácticamente invisible, aunque siempre está atenta, escuchando, observando, llegando a conclusiones, formando su propia opinión. Como lectores, tenemos la gran oportunidad de reconocer que esta niña, que las niñas del pasado, que las niñas de hoy, las que vendrán, no son invisibles, sino que tienen su propio ritmo, su propia manera de hacer las cosas a pesar de las limitaciones. En el caso de la María Flora de las páginas, se trata de una niña que vive su subjetividad en el encierro, siempre entre cuatro paredes, siempre teniendo que contentarse con mirar el mundo (el afuera y todas sus posibilidades) por la ventana; anhelando siempre, pero sin participar; criada para aceptar las paredes del hogar como el entorno natural, como millones de mujeres fueron criadas. Lo que nos muestra Yáñez, sin embargo, y he aquí el cambio de postura con respecto a la narración de la infancia, es que puedes encerrarlas, pero no te pertenecen. Al invitarnos a compartir la mirada de la niña, Yáñez nos deja ver todos esos pequeños pero gigantes momentos en que la niña reafirma que se pertenece a sí misma.

      En Comarca perdida, hay una insistencia en la representación del encierro, pero este no redunda en la inmovilidad de la niña, sino en su capacidad de actuar de forma independiente, de dejar su marca sin que los demás la vean. Por supuesto, como lectores somos espectadores de cada una de esas actuaciones, a través de las que la niña María Flora enfatiza su derecho a ser niña en un mundo regido por adultos. En ese contexto, la narración le otorga una nueva significación a los terrores nocturnos


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