El asesino en su salsa. Pino Imperatore

El asesino en su salsa - Pino Imperatore


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una clínica oncológica y él, junto a su madre, se habían dividido para estar cerca de él. Ni bien conseguía recortar media jornada de libertad, partía en el primer tren de Roma a Nápoles y corría a hacerle compañía. Le leía algún pasaje de un libro, le contaba detalles de su actividad investigativa, se hacía contar historias ligadas al mar, a Mergellina, a la sirena Parthenope y a sus hermanas Ligeia y Leucosia. Sabía que su padre estaba atravesando el último tramo de su existencia. Los médicos le habían dado pocas esperanzas; el cáncer estaba en un estadio demasiado avanzado.

      —Gianni, me estoy extinguiendo. Junta fuerzas. Tú y tu madre han sido para mí lo más hermosos que yo podría tener en la vida. Camina siempre con la cabeza en alto. Y enorgullécete de ser hijo de esta ciudad.

      Eran las palabras que su padre le había dicho al extremo de sus fuerzas, con un hilo de voz. Scapece las recordó mientras recorría con el scooter una de las avenidas de la ciudad hospitalaria del Segundo Policlínico. Se dirigía al instituto de medicina legal, donde tenía una cita con Ennio Lucignano, el anatomopatólogo que había realizado la autopsia del cuerpo de Amedeo Caruso.

      El médico, con un ambo verde y una carpeta bajo el brazo, lo recibió en una sala vacía, fría, adornada con una mesa de fórmica, dos sillas y tres armaritos de metal.

      —Inspector, lo recibo aquí porque estoy haciendo algunos exámenes autópsicos y no puedo ir hasta mi despacho, que se encuentra en otro edificio del Policlínico —se justificó Lucignano.

      —No hay problema, doctor. Entenderá la urgencia que tenemos de recibir noticias útiles para la investigación.

      —Sí, el comisario Improta me ha aclarado todo. Me ha pasado ya de ofrecer a los investigadores mi colaboración inmediatamente después de un crimen. Sentémonos y le explico.

      Se sentaron a un lado de la mesa.

      —Es mi deber precisar que cuanto le diré representa una información de máxima —dijo el médico abriendo la carpeta en la que había algunas hojas escritas con apuntes e imágenes—. Entregaré el informe escrito en unos días y allí encontrará los detalles surgidos de la autopsia. Pero puedo proporcionar una hora, con un margen de aproximación estrecho, algunos datos que he comparado con el médico legal que examinó el cuerpo en el departamento de via Orazio. En primer término, se puede afirmar, casi con una certeza absoluta, que Caruso murió por los golpes que recibió en la cabeza. Los impactos afectaron el área izquierda del hueso parietal y, en menor parte, el hueso temporal. Los dos agujeros de entrada, distantes en cerca de unos diez centímetros, tenían un diámetro de cerca de tres centímetros. El objeto que los causó penetró en el cráneo y generó una fuerte hemorragia. Aquí, observe esta foto que sacó mi asistente.

      El anatomopatólogo tomó de la carpeta algunas imágenes y se las mostró al inspector.

      —Yo también supuse que Caruso murió por los golpes en la cabeza —dijo Scapece.

      —¿Vio el cadáver?

      —Sí, llegué al lugar luego de que los vecinos de la casa dieran la alarma.

      —La puñalada vino en una fase posterior —continuó Lucignano—. La hoja del cuchillo, de veinte centímetros de largo y muy afilada, penetró en su totalidad. Atravesó el músculo trapecio y la caja torácica y llegó hasta el corazón. Considerando la edad y el tomo muscular de la víctima, el golpe se asestó con una fuerza notable. O incluso el asesino se apoyó en Caruso con todo su peso y le incrustó el cuchillo en la espalda.

      —El asesino había golpeado violentamente a Caruso en la cabeza. ¿Qué necesidad tenía de apuñalarlo?

      —Quizá no estaba seguro de que el muchacho estuviera muerto —hipotetizó el médico—. O tal vez el cuchillo era parte de la escenografía que armó post mortem, con la sartén bajo los genitales y los peperoncini en los glúteos.

      —¿Encontró señales de violencia sexual?

      —No.

      —¿A qué hora murió?

      —Comparando los resultados de la autopsia con los hechos relevados por el médico legal, hay unanimidad de opinión: Amedeo Caruso fue asesinado entre las dos y las tres de la mañana.

      —¿Encontró rastros de sustancias alcohólicas o estupefacientes en el cuerpo?

      —Debemos esperar los resultados de los exámenes de sangre y toxicológicos. Hay, sin embargo, evidencia específica que me hace pensar en el abuso de alcohol: Caruso tenía una esteatosis hepática, en otras palabras, tenía un hígado graso.

      —¿Qué usó el asesino para golpearlo en la cabeza? ¿Un martillo?

      —Un objeto puntiagudo, de metal o en todo caso de un material duro y compacto. El hecho singular es que las dos heridas tienen la misma profundidad, casi siete centímetros y son ambas oblicuas.

      —¿Oblicuas?

      —Sí, tienen la misma inclinación, pero divergen. Dentro del encéfalo una va hacia la izquierda y la otra hacia la derecha. Es probable que el golpe haya sido uno solo y que se haya hecho con un instrumento en forma de V, con dos puntas. ¿No lo encontraron en el lugar del homicidio?

      —No.

      El anatomopatólogo arrugó la nariz.

      —Esto significa que el asesino tiene un estómago de hierro. No solo extrajo de la cabeza de Caruso el arma del delito, sino que también se la llevó consigo con la materia cerebral que le quedó pegada.

      Scapece hizo un gesto de repulsión y permaneció distraído por un momento.

      —Espero no haberlo turbado —dijo Lucignano.

      —No, doctor, no. Estaba reflexionando sobre algo: usted primero dijo que es probable que el asesino haya utilizado un instrumento con doble punta, ¿no es cierto?

      —Exacto.

      —Entonces, me disculpa un segundo… —el inspector tomó su smartphone, buscó en Google, hizo clic sobre una foto y giró la pantalla hacia el médico—. ¿Este podría ser el objeto utilizado?

      —Podría ser —confirmó el médico fijándose en la imagen—. Deberé profundizar el análisis. La comparación parece compatible con las heridas letales en la cabeza.

      —¿Cuán compatibles?

      —Mucho.

      12

       Por una curiosidad

      “No hay dos sin tres”, se dijo Scapece estacionando el scooter frente al edificio de via Orazio 190.

      Por tercera vez se dirigía al edificio en el que había sido asesinado Amedeo Caruso. Después del encuentro con el anatomopatólogo, se le había ocurrido una idea. Tan solo una intuición, pero valía la pena hacer una verificación.

      —Inspector, ¡volvemos a encontrarnos! —dijo el encargado.

      Scapece sonrió.

      —¿Cómo le va, señor Fabozzi?

      —Mal, muy mal.

      —¿Por qué?

      —Estamos asediados por los periodistas y los fotógrafos. No sé cuántas entrevistas me han hecho. Preguntan las cosas más imposibles. Quieren saber vida, muerte y milagro de Amedeo. Toman fotos, son invasivos, provocan. Me han incluso ofrecido dinero para ver el cuarto donde lo asesinaron. Nos volvimos famosos, pero en sentido negativo. Ayer por la tarde fue el colmo: llegó un vendedor de fruta ambulante y pretendía ubicarse aquí adelante con un camioncito para vender ristras de ajo y racimos de peperoncini. Tuve que echarlo y lo insulté.

      —Hizo bien.

      —¿A qué se debe esta visita, inspector? ¿Debe subir al departamento?

      —No, vengo debido a una curiosidad.

      —Dígame.


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