El asesino en su salsa. Pino Imperatore

El asesino en su salsa - Pino Imperatore


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      —No, yo me ocupo personalmente. ¿Le parece que las plantas no están en buenas condiciones?

      —No, por el contrario. Están en excelentes condiciones.

      —Además de hacer de encargado, realizo varias tareas. Reparaciones eléctricas e hidráulicas, pintura, pequeños arreglos de carpintería. Tengo cierta facilidad. Y cuando es necesario, arreglo los canteros y el jardín que está detrás del edificio. Corto las malezas, podo, riego, siembro, coloco el abono.

      —¿Y para hacer todas estas cosas hermosas utiliza herramientas?

      —Sí, las tengo dentro de la caja de herramientas.

      —¿Puedo verlas?

      —Claro. ¿Puedo preguntarle el motivo?

      —Solo por curiosidad….

      Detrás de los anteojos, los ojos de Fabozzi se empequeñecieron.

      —Inspector, es la segunda vez que dice “por curiosidad”. ¿Me está escondiendo algo?

      Scapece desestimó la pregunta:

      —No, nada. Vamos a controlar.

      A través de un caminito, el encargado condujo al inspector a la parte posterior del edificio, donde había naranjos y limoneros, agaves y arbustos perennes. En el centro, una fuente de la que se erguía una reproducción, de dimensiones menores, de la Fontana della Sirena.

      “¡Qué coincidencia!”, pensó Scapece.

      —Venga —dijo Fabozzi dirigiéndose hacia un rincón del jardín donde había una pequeña construcción de mampostería con el techo inclinado recubierto de tejas.

      El encargado giró la manija de la puertita de entrada, encendió una luz de neón e hizo entrar el inspector. El ambiente estaba atestado de materiales y elementos para trabajar. Tarros de pintura, pinceles, rastrillos, escobas, tenazas, martillos, destornilladores, una pala, una cortadora de césped, cables eléctricos, un taladro, clavos y tornillos de todas las medidas. Parecía una ferretería en formato pequeño.

      —Aquí tengo todo lo que necesito —dijo el encargado—. Hace poco, al abogado Orlando del segundo piso se le obstruyó el lavatorio del baño grande, porque el hijo varón, que es una peste, le tiró dentro una pelota. Subí y en media hora le resolví el problema.

      Scapece, concentrado en mirar alrededor, le pidió que se callara, se acercó a un estante y gritó:

      —¡Aquí está!

      —¿Qué cosa? —preguntó Fabozzi mudando la expresión.

      —¡Es esto, justo esto!

      —¿Esto qué?

      —La azadilla. La azadilla con horquilla.

      Una herramienta para la jardinería, con una pequeña horquilla de un lado y una hoja cuadrada del otro; la primera servía para extirpar la maleza y la segunda para remover el terreno. Scapece la había visto en los invernaderos cuando iba a comprar sus plantas y se había acordado durante la charla con el anatomopatólogo.

      —Inspector, ¿es por una azadilla que grita de esa forma? —dijo el encargado—. ¿Qué vio? ¿El demonio?

      —Peor.

      —¿Y qué le hizo esta pobre azadilla? Me es tan útil. Me sirve para cavar la tierra y los canteros y sembrar algunas flores…

      Fabozzi alargó un brazo para tomar la herramienta.

      —¡Deténgase! —ordenó Scapece—. ¡No la toque!

      El encargado se quedó con la extremidad en el aire.

      —Virgen santa. ¿Qué sucede? ¿Tiene algún defecto?

      —Más que eso.

      —¿Está contaminada?

      —¡Peor!

      —¿Mató a alguien?

      El inspector clavó la mirada en Fabozzi como una mujer mira al marido al haberlo sorprendido haciendo pis fuera del inodoro.

      —¡¿Coooómo?!

      El encargado empalideció.

      —Inspector, no me mire así, me da miedo. ¿Qué dije de malo?

      —¿Qué dijo de malo? Relacionó la azadilla con un asesinato.

      —¿Quién? ¿Yo?

      —Sí, usted. Me preguntó si la azadilla había matado a alguien.

      A Fabozzi se le escapó una sonrisa forzada.

      —Pero era algo solo por decir. Le parece que una azadilla puede mat… —el encargado se cubrió la boca con una mano—. ¿Está pensando que… que esta azadilla tiene que ver con… con la muerte de Amedeo? ¿Y esto qué… qué quiere decir?

      —En realidad, lo está diciendo usted, no yo.

      Fabozzi puso las palmas de las manos hacia adelante.

      —¡Yo no hice nada!

      —¿Estoy acusándolo de algo?

      El encargado se volvió más pequeño de lo que era.

      —Soy inocente, ¡se lo juro! Llamemos a la policía.

      —La policía ya está aquí. Yo soy la policía.

      —Ah, es verdad…

      —Lo veo demasiado nervioso, señor Fabozzi. Salgamos de aquí.

      El inspector hizo sentar al encargado en el borde de la fuente y se le paró delante.

      —¿Cuándo fue la última vez que usó la azadilla?

      —No lo recuerdo, inspector… Debo ubicarme mentalmente…

      —Ubíquese mentalmente como dice y me responde.

      —Hace una semana —dijo Fabozzi luego de haber reflexionado—. Sí, sí, fue hace una semana.

      —¿Y qué hizo?

      —Me sirvió para sepultar a un pichón.

      —¿Cómo?

      —Encontré un pichón muerto aquí en el jardín. Tomé la azadilla, cavé un pozo bajo un limonero en aquel rincón, coloqué el pichón dentro y lo sepulté.

      —¿Quién tiene acceso a la caja de herramientas?

      —En teoría, solo yo. En la práctica, cualquiera, porque la puerta no tiene cerrojo. Pero me parece que nadie entró nunca. Y nadie ha robado nunca.

      —Quizá en la noche del jueves al viernes alguien entró. ¿Se le ocurre algo?

      Fabozzi volvió a poner las manos hacia adelante.

      —¡Soy inocente! ¡No hice nada!

      —No se ponga nervioso. Y quédese aquí.

      Scapece se alejó unos metros y llamó a Improta:

      —Creo haber encontrado el arma del delito.

      —No se mueva de allí, Gianni —le dijo el comisario después de escuchar los detalles del descubrimiento—. Mando a alguien de la policía científica.

      Concluida la llamada, Scapece escuchó una voz detrás de él:

      —Estimado inspector, es un placer volver a verlo —era el excapitán de navío Guido Pappalepore, con una bolsa entre las manos—. ¿Vino a recoger las naranjas de nuestro jardín? Son buenas, ¿sabe? Yo me preparo muy buenos jugos. Hacen bien a la salud. Pasquale, ¿qué haces en la fuente?

      —Reflexiono, capitán —respondió Fabozzi.

      —Muy bien, reflexiona. También la reflexión hace bien a la salud.

      —¿Y usted que hace aquí?


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