Sobre delitos y penas: comentarios penales y criminológicos. Gabriel Ignacio Anitua
es útil para reconocerse responsablemente en quienes nos precedieron y quienes nos sucederán, y sobre todo en la formación en relación con unos y otros.
Derrida y Roudinesco (en ¿Y mañana qué?), han reflexionado sobre la figura del heredero para dar cuenta de ese acto de transmisión que es el de la enseñanza y aprendizaje. Y que, como ya dije, se parece al de quien comenta y recomienda un libro. En ese sentido, y como sujeto libre, debo asumir esa tarea dificultosa y aparentemente contradictoria del intermediario. Por un lado, saber, conocer y hacer propia la tarea de quienes me enseñaron y precedieron y, por el otro, criticarla y analizarla libremente para cumplir acabadamente con lo aprendido. Ello, para que lo reciban nuevas generaciones que, en vez de repetirnos, sean capaces, a su vez, de criticarnos. Se trata de no desperdiciar el legado recibido, no dilapidarlo o usarlo solo para mí, sino transmitir algo a los que vienen luego.
Lo que más me gusta de esta tarea de “comentarista” es, juntamente la de cumplir ese papel de intermediario entre el autor y el lector, ganar la confianza de este último. Y de ese modo, ejercer influencia sobre él al agregar algo más, aunque sea una anécdota o frase (el prólogo o comentario “tolera la confidencia”, señaló también Borges), que cambie parcialmente a esa lectura, que nunca será definitiva, y que de esa forma no se vea disminuída, sino que incluso pueda aumentar su contenido.
Lo importante, no obstante, es lo que haga cada quien con ese legado o esa lectura, y es a eso a lo que invito a que usted haga a partir de ahora.
1- Por motivos arbitrarios (como el de la extensión) no se incorporaron a este libro los comentarios a decisiones jurisprudenciales que he escrito y publicado en estos años.
EL DERECHO PENAL SUSTANTIVO Y EL PROCESO PENAL. GARANTÍAS CONSTITUCIONALES BÁSICAS EN LA REALIZACIÓN DE LA JUSTICIA (2)
La obra que debo comentar resulta trascendente, desde mi punto de vista, por la perspectiva constitucional que el autor le confiere. El propio título resulta indicativo de las preocupaciones que dan inicio a esta obra. El derecho penal sustantivo y el procesal penal, sí. Pero antes que todo, su íntima vinculación y, como nos indica la segunda parte, enfocados desde el derecho constitucional y con la vista puesta en la realización de la justicia.
Todo ello configura un todo homogéneo e inescindible, y quizás sea esta convicción que despierta en el lector, el principal aporte del texto. Nos presenta a este todo como a un instrumento formidable para enfrentarnos al uso arbitrario del poder estatal.
Este es un enfoque que el autor no hace expreso, pero que realiza y es, sin duda, de auténtica política criminal. La idea política que dá fundamento a la existencia del poder punitivo estatal es la necesidad de proteger a los individuos contra la violencia. Incluso (casi diría sobre todo, ante el peligroso aumento de ilicitudes de esta categoría) contra la estatal o la de la mayoría.
El sistema jurídico penal fue creado para reprimir estas conductas, pero también, para limitar este poder represivo estatal. Este es el hilo conductor de esta obra. La idea de límites. En el concepto mismo de Estado de derecho (y social), se encuentra la idea del poder limitado.
El autor nos indica que “todo freno y limitación del poder es una conquista de los pueblos, y el derecho penal es la mayor y mejor limitación o frontera respecto de los jueces y tribunales” (p. 100). Por todo lo antes dicho, resulta de trascendental importancia el enfoque desde la perspectiva constitucional. Es que los límites al poder punitivo estatal surgen desde el plano superior del ordenamiento jurídico. Es en la estructura de la Constitución donde hay que buscar su recepción. Es por allí por donde debe comenzar toda interpretación que pretenda hacer razonable al orden jurídico todo.
El modo de organizar el poder estatal en materia penal de manera limitada se realiza, en la Constitución, al otorgar a estos límites la forma de garantías, que juegan a favor de los individuos. Enrique Ruiz Vadillo nos da cuenta de la importancia fundamental de la función garantista del derecho penal. A la vez ello lo lleva a relacionarlo con el derecho procesal penal, a reconocer “la extraordinaria importancia del proceso penal y de su íntima conexión con el derecho penal sustantivo hasta el punto de que resulte muy difícil, por no decir imposible, su radical separación” (p. 63). Es que solo así se puede entender al poder punitivo, en su acepción democrática. Solo en el proceso pueden cobrar vigencia los principios (postulados constitucionales) que emergen como principal herencia de este trabajo. Como reflexión de lo antes dicho puede hacerse una crítica a los actuales planes de estudio que, artificialmente, reservan a esferas diferenciadas el estudio del derecho penal sustantivo y el del proceso penal, como si ello fuera posible y no privara de su fundamental contenido tanto a uno como a otro. El autor, con el tono prudente que lo caracteriza, no llega a realizar esta propuesta. Pero debe destacarse que, desde el punto de vista político, el derecho penal sustantivo y el procesal, configuran una unidad y son totalmente dependientes entre sí para realizar una política criminal coherente. Ambos deben ligarse estrechamente en la teoría y en la práctica, el derecho procesal penal no puede alejarse del derecho penal, cuya actuación es su razón de ser. Es necesario recordar que a nadie se le hubiera ocurrido escindir a esta materia en estas dos vertientes (formal y material) hasta entrado el siglo pasado y el auge de la codificación. La unidad entre derecho penal y derecho procesal penal deviene en que ambos ámbitos normativos son reguladores del poder penal del Estado.
Sobre el análisis de estos principios-garantías descansa la parte más importante del libro. Merecen especial atención el principio de doble instancia en materia penal, que a juicio del autor no quedaría satisfecho con la posibilidad de recurrir en casación; el principio de oralidad “garantía frente al justiciable y frente a la sociedad”; el principio de inmediación; el principio de contradicción; el principio de proporcionalidad; el principio acusatorio; el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas; la presunción de inocencia; así como lo referido a la recolección de las pruebas y sus límites de injerencia a la intimidad. Finalmente aboga por la conjunción de todos estos principios, al resultar evidente su íntima conexión para la configuración de un auténtico Estado de derecho. Este interes central del jurista se revela también con la transcripción íntegra de las llamadas Reglas de Mallorca, en páginas 61 a 63.
Pero como conjunción de todos ellos, y como idea que inspira cada página, aparece el principio de humanidad. El autor se coloca en la senda de Dorado Montero y de Concepción Arenal y reivindica un tratamiento para con el acusado y para con el condenado que, aun marchando a contracorriente de las teorías hoy en boga entre quienes analizan la fundamentación de la pena, merecen un elogio por sus buenas intenciones.
Mucho dice del autor, del hombre que está detrás del libro reseñado, la perspectiva humana del derecho penal, garantista y resocializador, que se respira en cada página.
El autor recoge, a lo largo de la obra, gran cantidad de sentencias y resoluciones del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo. La jurisprudencia es el mayor apoyo que encuentra Ruiz Vadillo (un hombre vinculado desde siempre, casi, a la judicatura, como refiere en varias ocasiones) para explicar conceptos e ideas. El respeto a esta fuente hace que muchas veces no resulte lo crítico que se podría ser con algunas sentencias. También resulta criticable, desde mi punto de vista, el respeto reverencial que profesa para con las últimas instancias (que no me agrada tildar de “superiores”, como hace con insistencia el autor).
A pesar de ello, en muchas ocasiones el autor realiza tomas de postura, en cuestiones harto problemáticas, y por lo tanto con verdadera valentía. La crítica que puede formulársele en estas ocasiones es que abusa de referencias a lo “obvio”, a lo “sin duda”, o a lo “por todos conocido”. Ello resulta mucho más grave cuando lo “por todos conocido” es algo tan sensible como el plazo razonable de duración de un proceso –sobre esta cuestión merecería que se dedicara una tesis, y aun así dudo que lleguemos a conclusiones definitivas o lejos de la disputa académica y jurisprudencial-. Esto puede disculpársele al autor, en parte, al no tener esta obra grandes pretensiones académicas, y preferir un estilo diáfano y coloquial.
Entre estas posiciones vale destacar la que efectúa al referirse al debido proceso, sin