Mexicano de corazón. Francisco Ugarte Corcuera

Mexicano de corazón - Francisco Ugarte Corcuera


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al jugo de naranja».

      Hasta el día 14 por la mañana, la noticia del viaje no había trascendido, como lo habíamos deseado. Sin embargo, al hacer escala en el aeropuerto de Madrid, un periodista reconoció al Padre y comunicó mediante un telex: «Monseñor Escrivá de Balaguer rumbo a México». A partir de ese momento comenzaron las llamadas telefónicas y la radio repitió abundantemente la noticia en diversas estaciones. A quienes llamaron se les pidió que no fueran al aeropuerto para respetar la privacidad del Padre.

      La llegada estaba prevista para las diez de la noche y quienes fueron al aeropuerto a recibirlos salieron con bastante antelación. Pronto se enteraron de que el vuelo tenía un largo retraso provocado por las aeromozas de Aeronaves de México, que habían declarado una huelga en Madrid, y que llegaría hasta las tres de la madrugada. Se regresaron a casa a esperar que transcurriera el tiempo para volver nuevamente al aeropuerto.

      2.

      EL 15 DE MAYO DE 1970

      UNA VEZ CONFIRMADA LA NOTICIA de que el vuelo llegaría hasta las tres de la madrugada del día 15, don Pedro, fiel a su costumbre previsora, decidió celebrar la Misa para nosotros a la una de la madrugada, con el objeto de «estar más disponibles» desde el principio de la mañana, según nos comunicó. Las horas de espera se nos hicieron interminables, por el deseo tan grande que teníamos de ver al Padre.

      Nada más bajar del avión y después de abrazar a quienes lo recibían, san Josemaría comentó: «Vengo para rato». Y añadió: «Al menos, un mesecito…». En el breve trayecto del avión al edificio del aeropuerto dijo, lleno de alegría, algo que repetiría después en diversas ocasiones: «He venido a ver a la Virgen de Guadalupe y, de paso, a veros a vosotros..., ¿no os enfadáis por ser el segundo motivo?».

      Don Javier viajaba de seglar en aquella ocasión para realizar con mayor agilidad los trámites migratorios. José Inés estaba encargado de evitar que se acercaran al Padre quienes no formaban parte de la comitiva que los recibiría. En medio del nerviosismo del momento, al ver a don Javier se confundió, pensó que era otra persona y actuó en consecuencia. Años después, en agosto de 1995, siendo ya prelado de la Obra, don Javier vino a México y le comentó en una tertulia:

      Oye, José Inés, ¿te acuerdas que tú me quisiste echar de México? Habían dado órdenes de que no hubiese nadie en el aeropuerto cuando llegase nuestro Padre; yo bajaba con él, y llegó José Inés y me dijo: «¡sáquese de aquí!».

      A pesar de que eran las tres de la madrugada, algunos periodistas aguardaban al fundador en el aeropuerto, con la intención de entrevistarlo. Al no hacer el recorrido normal de los viajeros, solo un reportero del diario Novedades logró acceder a él y le preguntó:

      ¿Puede usted decirme, monseñor, a qué viene a México? El Padre lo miró sonriente y le contestó con otra pregunta: «¿Es usted mexicano?» Pues sí, dijo el reportero un tanto desconcertado. «Entonces, ¿cómo me pregunta a qué vengo a México?: vengo a rezar a la Virgen de Guadalupe y, de paso, conoceré también a muchas hijas e hijos que pertenecen al Opus Dei en este maravilloso país». Y con esta respuesta terminó la entrevista.

      De camino a casa, volvió a repetir que venía a rezar a la Virgen de Guadalupe, y añadió: «A pedirle por la Iglesia y por el papa, y quiero comenzar hoy mismo una novena en la Villa». Don Pedro le hizo ver que sería mejor que descansara aquel primer día, porque se encontraba a más de dos mil doscientos metros de altura y que había pasado casi veinticuatro horas de viaje desde Roma. Pareció acceder, pero quiso entonces pasar por la Basílica de Guadalupe. Don Pedro y Alberto Pacheco, que conducía el coche, le hicieron notar que la Basílica estaba cerrada a esas horas y que quedaba lejos de donde se encontraban en aquella parte del trayecto. Este forcejeo expresaba el enorme deseo que el Padre tenía de concretar cuanto antes el motivo principal de su viaje.

      En el itinerario a casa pasaron por el centro de la ciudad: el zócalo estaba iluminado y san Josemaría comentó que era imponente, que la Catedral era preciosa, y que muchas capitales europeas ya quisieran tener el Palacio Nacional. No faltó una broma del Padre, alusiva a la fama de previsor de don Pedro, cuando mencionó que, al saber que el vuelo se retrasaría tantas horas, habían comentado en el avión que seguramente don Pedro los iba a estar esperando con tiendas de campaña en el aeropuerto.

      Al llegar a la sede de la comisión regional, el automóvil entró directamente a la cochera, donde lo esperábamos los que no habíamos ido al aeropuerto. Algunos no lo conocíamos y tuvimos la impresión, desde ese momento, como si lo hubiéramos conocido de toda la vida, por la confianza y el cariño que derrochaba sobre cada uno. Pasó inmediatamente al oratorio a saludar al Santísimo y después estuvo unos momentos en el vestíbulo, rodeado de todos nosotros, con una alegría desbordante que nos contagiaba. Se dirigió a su habitación y todos, como atraídos por un imán, fuimos tras él, tanto que don Javier tuvo que hacernos reaccionar para que no nos metiéramos a su habitación, porque estábamos como hipnotizados con su presencia.

      Por la mañana, el Padre dijo delicadamente a don Pedro que no metiera «a los niños» a la zona donde él y don Álvaro se alojaban, y don Pedro tuvo que aclararle que esos niños eran los que conformaban el consejo local del centro (Alfonso Monroy era el secretario, Jorge Castro el subdirector y yo el director). A partir de ese momento nos trató con especial cariño y comprensión porque, al menos en mi caso, mi inexperiencia afloraría en varios momentos.

      Por tratarse de un día especialmente relevante e histórico, vale la pena recordar con cierto detalle lo que ocurrió en aquella primera jornada. A pesar de haber insistido al Padre que se levantara más tarde para reponer las muchas horas perdidas por el viaje tan largo, apareció en el comedor, con don Álvaro y don Javier, para desayunar con nosotros. Se sentó en la cabecera y estuvo bromeando con todos, diciendo que le parecía un sueño encontrarse en México, frase que repetiría muchas veces.

      Después del desayuno llegó el doctor José Antonio López Ortega, supernumerario, para revisar al Padre y a don Álvaro, que había recibido el encargo de atenderlos durante toda la estancia. Teníamos la preocupación de que la altura de la ciudad pudiera perjudicarles. José Antonio les tomó la presión y resultó que la altura había afectado más a don Álvaro, lo que dio pie para que el Padre comentara con humor que de nada le servía su antigua ascendencia mexicana (su madre había nacido en Cuernavaca). El médico recomendó no salir aquel día de casa, sino permanecer y procurar descansar para reponerse, con lo que san Josemaría aceptó el consejo que había recibido anteriormente de comenzar la novena en la Villa hasta el día siguiente. Desde aquel momento el Padre se mostró lleno de agradecimiento con José Antonio.

      Un rato después, san Josemaría celebró su primera Misa en América —¡otro suceso de especial trascendencia para la historia del Opus Dei!— en el oratorio de la casa, ante una imagen de la Virgen de Guadalupe. El altar, el frontal, el retablo y los candeleros habían pertenecido al primer oratorio de la Obra en nuestro país: el centro ubicado en la calle Londres 33, en 1949. Después de celebrar, san Josemaría permaneció un largo rato dando gracias, sentado en la banca delantera de la capilla.

      La administración sacó en la comida de ese día una fuente de frutas variadas del país, entre ellas un durazno de gran tamaño. San Josemaría comentó con viveza que aquí todo era más grande que en Europa. Pero al probarlo dijo que, aunque era bueno, los melocotones de Aragón eran más sabrosos. En días sucesivos siempre aparecía algún durazno, cada vez más grande. El Padre lo probaba, pero invariablemente comentaba que, con ser magnífico, los de su tierra eran más sabrosos. Don Pedro, haciendo alusión a sus orígenes personales, escribió: «Yo quise meter baza elogiando los melocotones de Murcia, pero el Padre —como tantas veces en años anteriores— se metió conmigo diciendo con buen humor que era el colmo pretender presumir de murciano».

      Durante la tertulia posterior


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