Enseñando a sentir. Macarena García González

Enseñando a sentir - Macarena García González


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libros-álbum no solo permitirían entrenar habilidades para interpretar textos en tiempos de narrativas visuales, sino que nos prepararían para entender la complejidad de los procesos de significación y de la perspectiva.

      Una primera entrada a la relación entre uso y literatura la podríamos encontrar en las numerosas listas de recomendaciones con etiquetas: libros para abordar duelos, libros sobre violencia intrafamiliar, libros para niñxs que están atravesando la separación de sus padres. Tenemos también libros que enseñan a hacer caca, instructivos sobre sexualidad para preescolares, narrativas contra el abuso sexual y libros para armar a niños y niñas contra el bullying. Hay cientos de libros pensados para sentirse en casa después de que se ha migrado, para superar la partida de un abuelo o de una amiga que se va a vivir a otra ciudad. Hay libros que no temen incluir la palabra manual o guía en sus subtítulos como, por ejemplo, Empatía. Guía para padres e hijos publicado en 2017 –con una versión para el confinamiento en tiempos de Covid-1930, que examinaremos más adelante.

      Años atrás estudié aquellos libros que se publicaban para explicar «raza» y etnicidad a niñas y niños. Examiné un corpus de cerca de setenta libros recomendados, entre los que un tercio estaba destinado a socializar la adopción internacional de niños: estos habían sido escritos mayoritariamente por madres y padres (blancos) que adoptaron a hijos («de color») en países menos favorecidos. El fenómeno de la adopción internacional fue muy extendido en Europa, Estados Unidos y Canadá desde la década del sesenta, pero fue recién hacia fines de los años noventa que este se encontró con la posibilidad de usar los cuentos para niños –especialmente en formato libro-álbum– para crear narrativas identitarias para niñas y niños que eran frecuentemente estigmatizados en sus barrios y escuelas de clase acomodada. Buena parte de estos libros organizan su historia alrededor de una trama muy parecida: narran la historia de una niña o niño que se siente (levemente) discriminado y pronto aprende que ha de estar orgulloso/a de su apariencia distinta y de su origen singular31. Libros como Negro como el chocolate32, Los colores de Mateo33 o ¿Por qué no tengo los ojos azules? 34, solo por nombrar algunos cuyos títulos ya sugieren bastante, fueron editados para satisfacer las necesidades de esas familias adoptivas. Durante mi investigación registré varios casos de padres que compraban esos libros antes de que les fuese asignado el bebé. La esperanza estaba ya puesta en que estos textos producirían una narrativa de pertenencia que les permitiría sortear las difíciles circunstancias que vendrían35.

      Desde los nuevos estudios sociales de infancia se ha bosquejado en las últimas décadas la emergencia de una «paternalidad intensiva» (en casos llamada maternidad intensiva)36 en la que se amplifican y diversifican los mandatos sociales relativos al cuidado y la formación de los hijos. Esta intensificación de los cuidados explica también este auge editorial de textos para niños y niñas y asimismo las nuevas formas de educar con estos. En muchos casos, la industria posiciona obras que buscan sensibilizar a los más jóvenes en temas de discriminación, sexismo o capacitismo37. Estos libros, como examinamos en más detalle en los capítulos que siguen, intentan producir un futuro más esperanzador, pero suelen evitar abordajes más profundos sobre los sistemas que sustentan la producción de inequidades.

      En este libro quiero invitar a revisitar esa idea de que las narraciones sirven para algo. En el ámbito de la literatura infantil y juvenil se encuentran frecuentemente declaraciones –e incluso manifiestos– en contra de la llamada «instrumentalización» de los textos. Recuerdo a un librero en una mesa redonda sobre literatura infantil que mencionó lo terrible que era que le preguntasen si acaso tenía libros para ayudar a que las niñas y niños controlen el esfínter. El público rio ante su declaración. Parecía que en ese auditorio nadie consideraba bueno que existan tales libros o que se vendan; más aún, la sola pregunta era una ofensa al trabajo del librero, aun cuando este regentaba una tienda que también vendía una buena gama de artículos de oficina y utensilios varios.

      En discusiones académicas se suele apuntar contra la utilización de los libros para entrenar ciertos contenidos pedagógicos. Académicos, mediadores de lectura y agentes de la promoción de la lectura suelen hacer un argumento sobre la importancia de leer por placer y de que no debiésemos buscar libros que fomenten el conocimiento matemático o las nociones de geografía. Me llama la atención el consenso que se concita en relación a esto y lo poco que se reflexiona sobre cuáles serían esos otros usos de la así llamada «lectura por placer», la lectura orientada «solo» al disfrute de lo estético.

      Lo de la «lectura por placer» que aparece repetidamente en orientaciones curriculares es un término de uso global instalado ya en instrumentos internacionales, como la prueba PISA del ranking de desarrollo de la OCDE. Hay una idea de placer que aparece compartida cuando se habla de «lectura por placer»: un placer de la mente –no sensorial ni físico– que se obtendría a través del encuentro con el libro como un objeto físico38. Leer por placer pareciera ser algo así como leer por leer, sin oponer a la lectura ninguna otra finalidad que no sea este placer que nadie describe del todo, pero que se asocia a lo intelectual. Me parece así que el placer sí está asociado a un fin, quizás ese de los beneficios que traería aparejada la lectura, quizás esa promesa de PISA de mejorar el rendimiento académico para tener un trabajo mejor remunerado.

      En este libro volvemos una y otra vez a la cuestión de los usos de la ficción para pensar en las dimensiones emocionales y afectivas que son también éticas y políticas. Volvemos a esa noción de uso porque parece ser todavía necesario recalcar que leer no nos enseña cosas, sino que genera esos espacios en nosotros para que experimentemos, lo que es quizás una forma de aprendizaje. Como dice Michelle Petit cuando critica el entusiasmo de los programas de formación lectora, el objetivo no debiese ser entender cómo construir lectores, sino cómo la lectura ayuda a las personas a construirse39. Pensar desde la noción de uso nos permite también entender por qué ciertas instrumentalizaciones nos parecen tan problemáticas.

      La oferta de emociones

      Son vistosos en escaparates de librerías: libros de tapa dura, cuidado diseño, y sugerentes ilustraciones que pareciera que nos llaman a comprarlos y leerlos a quienes serán el futuro: las niñas y niños que recién están entrando al mundo de los libros y la lectura. Entre esos vistosos libros-álbum se identifica con frecuencia una subcategoría de libros sobre emociones. Esos libros consiguen espacio en librerías, pero también en bibliotecas escolares, bibliotecas de aula, jardines infantiles y consultas de terapia psicológica. Son libros frecuentemente recomendados tanto en listas de literatura infantil como en aquellas que se refieren a los libros como «recursos». En el marco del proyecto «Repertorios emocionales y literarios para la infancia» hemos ido consignando títulos publicados en los últimos años que aparecen en estos listados40.

       Los libros sobre emociones para niñas y niños parecen responder a una necesidad creciente de educadores –profesores, bibliotecarios, padres, madres y otros cuidadores– de contar con recursos con los que abordar y educar los registros socioemocionales de los menores. Entre las emociones más tematizadas en ellos encontramos el miedo, un clásico de todos los tiempos, pero también la pena, el enfado y la timidez. La muerte pasó de ser un tema tabú a uno muy abordado en libros que amplían registros para pensar el fin de la existencia y el duelo, como El pato, la muerte y el tulipán41, Jack y la muerte42, El libro triste43, y Es así 44. Los repertorios que parecen más ausentes son aquellos que Sianne Ngai identifica como los ugly feelings45, sentimientos feos que nos provocaría la sociedad capitalista moderna y que, sin embargo, evitaríamos en nuestros repertorios discursivos: la paranoia, la ansiedad, la irritación. Podríamos agregar también los sentimientos de frustración o los de obstrucción, que aparecen poco nombrados en los nada disimulados catálogos de emociones. La frustración pareciera importar solo cuando sube a un nivel de desborde y se convierte en rabia (comúnmente tipificada, y descalificada, como rabieta en los discursos sobre niños y niñas).

      La publicación de libros sobre emociones nos vuelve a la discusión sobre los usos de los libros. Entre mediadores de lectura se traza una división clara entre los que prefieren libros más literarios, como los de Anthony Browne y otros valorados por la crítica especializada, y los que se inclinan por textos como El monstruo de colores, de Anna Llenas46, un libro hecho a medida de la demanda de profesoras y terapeutas, que se vende también en versión para colorear,


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