Enseñando a sentir. Macarena García González
dice: «Yo le cuento a mi profesora». La portada no se refiere, así, a la empatía, la capacidad de sentir con otros, sino a la capacidad para comunicarse con adultos y confiar en ellos. En el libro se alternan referencias a la comunicación entre adultos y niños con reflexiones sobre la capacidad de ser empático. La empatía aparece en formulaciones como la de respetar la opinión de los demás, ayudar a otros, sentir compasión por el que sufre, aceptar los errores de otros, compartir con ellos y proteger a los más pequeños. El libro está estructurado alrededor de 28 frases que proponen posibles definiciones sobre qué sería ser empático; antes de leerlas se nos anuncia que todas ellas son «correctas». Estas 28 frases permiten identificar un discurso sobre empatía y sus límites afectivos. En ellas aparece como una acción: compartir, ayudar, escuchar, disfrutar. Estas acciones se definen por su distancia al egoísmo; la empatía vendría a ser una forma de altruismo.
Empatía: guía para padres e hijos nos ofrece un interesante texto para estudiar cómo se relacionan los discursos sobre empatía con la justicia. Esta relación ha sido explorada por la teoría social contemporánea y su atención a cómo los sentimientos van modelando nuestras ideas sobre lo justo. En el último capítulo de La política cultural de las emociones59, Ahmed reflexiona sobre cómo los límites de nuestro sentir con otros se conectan con la necropolítica, con esa decisión sobre qué vidas tienen más derecho que otras, sobre quién tiene derecho a vivir (una reflexión que se vuelve de dolorosa actualidad con la crisis sanitaria del Covid19). En Empatía…, el altruismo no toma esa forma habitual de orientación a bienes sociales superiores en tiempos de crisis, sino que es más bien una serie de orientaciones que tomarían en consideración al resto de las personas que aparecen bajo el significante de «los demás». Las distintas formulaciones no abren así espacios para desconfiar de las posiciones y privilegios del que habla, ni pretenden ampliar los registros del sentir, lo que comúnmente consideraríamos como el movimiento de la empatía, ese sentir con otros, sino que parece encarnarse en un mandato a estar más atentos a las necesidades de los demás. No queda muy claro cómo atenderíamos a esas necesidades. En algunas páginas estos límites, los límites cognoscitivos del privilegio, se hacen evidentes. Por ejemplo, cuando aparecen las frases «soy empático cuando incluyo a los demás» o «soy empático si soy tolerante». Los dibujos que acompañan estas frases son reveladores: para la primera, tenemos a un niño en silla de ruedas, y en la segunda, a un niño racializado negro con una niña racializada asiática. Estas dos frases se contraponen en una doble página, lo que es probablemente una mala coincidencia, pero da cuenta de la forma en la que se narra la diferencia en este fomento de la empatía: a un lado tenemos la inclusión de la así llamada «diversidad» (en este caso presentada en su versión más visible, una discapacidad física que se «incluye»), y del lado derecho tenemos el tropo de la tolerancia (un concepto ya muy problemático) que se ilustra en ese dibujo racializado que pareciera estar ahí indicando diferentes nacionalidades que requerirían de nuestra tolerancia. En la breve escena con el niño en silla de ruedas, este tiene una pelota en sus manos: ¿ser empáticos es jugar al balón con alguien en silla de ruedas? ¿Eso es incluirlo y esa inclusión es considerada una forma de empatía? La escena sobre tolerancia se lee aún más complicada si entendemos la tolerancia, como explica Wendy Brown60, como una regulación de la aversión, una posición de privilegio incuestionado en el que dejo de hostigar a quien considero distinto, pero no cuestiono el hecho de que me moleste. Llama la atención que para ilustrar tolerancia se haya escogido usar dos figuras racializadas: la niña con ojos rasgados y el niño con pelo crespo-afro y labios gruesos. Llama más la atención porque pudiendo haber hecho un libro con diversas fisonomías y rasgos en distintas ilustraciones, esta diferencia del neutral blanco solo aparece aquí. El niñx empático o empática que este libro promueve, entonces, no se hará amigo de estos cuerpos racializados, ni compartirá con ellos mas que para mostrarse tolerante. Al pasar a la siguiente doble página, el problema se agrava aún más: la frase «soy empático cuando soy solidario» es acompañada por un dibujo en el que una niña da una moneda a un niño u hombre que sostiene una taza sentado en el suelo. En la página contrapuesta leemos «soy empático cuando soy generoso», con una niña cediéndole un helado a un niño. Llama la atención, por cierto, el uso de la conjugación en masculino del verbo; durante todo el libro se mantiene la pregunta sobre cómo eres empático, sin considerar la declinación femenina, empática, ni cuando se ilustra con personajes que describiríamos como niñas. También sorprende la oposición de solidaridad y generosidad en estas dos páginas, pues dice bastante de los bordes de los repertorios emocionales de justicia para niños y niñas. La solidaridad ha sido históricamente considerada un modo de mantenimiento de la comunidad moral, una acción de unir fuerzas –del latin solidare, combinar las partes en un todo más fuerte–. En la sociología clásica de Emile Durkheim encontramos una distinción entre la solidaridad mecánica hacia el otro y esa que es orgánica, que responde a la conciencia de lo que se gana haciendo comunidad. Una comunidad que es solidaria habría alcanzado un estadio más avanzado de orden y cohesión social61. En Chile, sin embargo, el término se ha ido acercando en las últimas décadas hacia la caridad o hacia compromisos con la superación de la pobreza. En su libro Ayudar a los pobres. Etnografía del Estado social y las prácticas de asistencia62, Carolina Rojas explica que el término solidaridad pasó de ser una respuesta ética y moral ante el sufrimiento colectivo de la dictadura, a ser el término para referirse a la lucha contra la pobreza organizada en un Estado asistencialista. Así, en Chile, la solidaridad acompaña una noción de pobreza que no es comprendida como una injusticia estructural o un mal de sociedad, sino como «la mala suerte de haber sido golpeados por la adversidad de la vida»63. La generosidad, en tanto –una de las virtudes aristotélicas–, se relaciona más con el dar a un otro en desventaja, con la compasión, y se suele distinguir la generosidad material de la generosidad en el cuidar de otro, hoy reconceptualizada bajo el término de ética del cuidado64. Distingo aquí estos conceptos, solidaridad y generosidad, siguiendo la forma en la que estos han viajado –en el sentido que Mieke Bal da a los conceptos viajeros, que se mueven entre campos y disciplinas adquiriendo nuevas acepciones65– para pensar cómo es que generosidad y solidaridad vienen a hablar de esos límites de la empatía, de las justicias del sentir y cómo dar limosna puede convertirse en la ilustración que representa la solidaridad como una forma de empatía. Llama la atención, más bien, que en este libro sobre empatía, la solidaridad no tenga nada que ver con unir fuerzas, ni con la interdependencia y las necesidades que tenemos los unos de los otros, sino más bien con una cierta noción de privilegio que no aparece trabajada. Este privilegio no es cuestionado. La empatía, así, no es una forma de sentir con otros, sino más bien un manual para evitar el egoísmo en las relaciones con esos otros que son aquí «los demás».
Me he centrado en este capítulo en libros para primeros lectores porque, como indicaba antes, es en estos donde encontramos más ejemplos de textos confiados en producir esa orientación a la felicidad. Mientras avanzamos en la edad de ese lector ideal, ese optimismo va cediendo y aparece más desolación y desesperanza. En la así llamada literatura juvenil queda muy poco de este moralismo ingenuo y se permiten protagonistas que llegan al quiebre emocional, como Katniss Everdeen en Los juegos del hambre66. La distinción entre literatura infantil y juvenil es una categoría editorial para organizar la circulación de estos libros, su inclusión en planes lectores y, también, su posición en estanterías de bibliotecas donde, en muchos casos, los «juveniles» quedan en estantes fuera del acceso de los más pequeños. La distinción opera también separando contenidos que serían perniciosos si se leen antes de tiempo, antes de una supuesta madurez socioemocional que nos haría resistentes al quiebre de la desesperanza.
La idea del adolescente está presente, como un revés, en los textos sobre educación socioemocional para niños y niñas. Es esta presencia tácita la que genera la categoría de infantil, precisamente. Daniel Goleman, autor del superventas La inteligencia emocional, llama a educar en emociones a niños y niñas precisamente para evitar lo que él y otros psicólogos tipifican como las conductas de descontrol y riesgo en la adolescencia67. Para evitarlas habría que asegurarse en educar sentimientos que no desborden a los humanos en los que habitan. Los libros-álbum aparecen como cómplices de esa educación de un sentimiento complaciente, disciplinado, de una orientación a la felicidad que pide la postergación del placer. ¿Quizás reúnen los álbumes algunas condiciones que les hacen particularmente afines a esto?