Sasha Masha. Agnes Borinsky

Sasha Masha - Agnes Borinsky


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A veces la tristeza me envuelve como una sombra azul, y ese fue uno de esos momentos. Supe que, cuando empezáramos el curso, los profesores me saludarían y yo agitaría la mano y les sonreiría y caería bien a la gente porque era la misma persona de siempre: la persona que ellos creían que era.

      Una vez que Mabel se marchó, me quedaron dos meses de verano para enfurruñarme. Sí, conocía a otras personas, pero no eran mis amigos de verdad. No despertaban a esa criatura dentro de mí, como Mabel, así que… ¿para qué verlas?

      Hice un solo intento de socializar después de Mabel. Fue a finales de julio: hacía mucho calor en la ciudad y los Orioles acababan de ganar un partido importante, así que todos los coches iban con banderas de fútbol americano colgadas de las ventanillas. Me encontré con Jen y Jo, a quienes conocía de clase, en la sección de fruta y verdura de la tienda de comestibles, un lugar tan refrigerado que hacía un frío que pelaba. Me dijeron que teníamos que quedar alguna vez. Jen llevaba una botella de refresco en equilibrio en la cabeza; Jo, un montón de naranjas en las manos. Ambas tenían la piel de gallina por el aire acondicionado. Yo sudaba y olía al protector solar que me obligaba a ponerme mi madre. Ellas me dijeron que iban a una fiesta en la piscina de alguien esa noche y que por qué no iba; me revelaron que a Tracy le haría mucha ilusión. Tracy era la más lista de la clase y tenía una sonrisa muy bonita, aunque a mí siempre me había intimidado.

      —Vale —les dije, y me encogí de hombros.

      No sabía qué pensar acerca de lo de Tracy, pero Jo me pellizcó el brazo hasta que les prometí que me pasaría.

      —No conozco a nadie con piscina, así que molará ver algo así —añadí, aunque inmediatamente decidí que eso sonaba ridículo.

      Jen se quitó la botella de refresco de la cabeza, y me apuntó en el móvil su número y el de Jo. Nos despedimos delante de los tomates.

      En la fiesta de esa noche, junto a la piscina, tuve la sensación de que no dejaba de hacer cosas estúpidas. No quise quitarme la camiseta porque no me gustaba el michelín que se me formaba encima del bañador. Además, tenía el pecho pálido y los pezones muy pequeños, como puntas de alfileres. En vez de eso, comí más patatas fritas de las que debía y manché de salsa el suelo del porche de madera. En un momento dado, me tropecé con la manguera y solté un ruido extraño al caer sobre el césped. Pero Jen, Jo y Tracy fueron amables conmigo, y se rieron de mí lo justo. Incluso a su amigo James, que tenía el pelo rapado y un pendiente y solía ponerme nervioso, no parecía importarle mi presencia.

      Al final, acabé contándoles historias sobre la infancia de mi madre en Carolina del Norte, en lo que ella misma describía como una «comuna neohippie». Eran historias que sabía que impresionaban a la gente. No iban de mí, pero era yo quien las contaba, así que al menos lograba impresionar un poquito. También les hablé de un documental de activistas medioambientales que había visto. Jen y Jo se reían, e iban y venían con platos desechables llenos de patatas fritas y palitos de zanahoria. Tracy estaba sentada quieta, escuchando.

      A la mañana siguiente, me desperté con el convencimiento de que había sido imbécil la noche pasada y pensé que ninguno de ellos querría volver a quedar conmigo.

      Tengo la teoría de que algunas personas son Reales y otras no. Las personas Reales están cómodas en su pellejo y no tienen que pensarse lo que quieren. Se ríen a carcajadas, comen cuando tienen hambre y dicen lo que piensan al margen de quién las escuche. Y la paradoja es que, cuanto más intentas ser Real, más sabes que no lo eres. Ir a una fiesta junto a una piscina te hace pensar que podrías ser Real un rato, pero cuando te despiertas al día siguiente, apenas quieres salir de la cama, porque sientes que tu cuerpo es un disfraz, que tu voz es una grabación y que la única semilla de Realidad que podrías poseer está enterrada, ahogada o muerta. Esa semilla nunca, ni en un millón de años, verá la luz del día.

      Pero a lo mejor es solo es mi impresión.

      Aún no sabía qué pensar de lo que había dicho Jen con la botella de refresco en la cabeza, de que a Tracy le haría ilusión verme. Tracy apenas me había dirigido la palabra en la fiesta y yo tampoco le había dicho nada en particular, solo lo mismo que a todo el mundo. Pero cuando conté las historias ridículas, vi que me escuchaba. Hubo un momento en que le pregunté qué quería ser de mayor. Era la típica broma que le hacía mi padre a la gente de la edad de mis padres y, cuando lo decía él, resultaba gracioso (en plan padre). Pero claro, imagino que la broma tiene menos gracia cuando se la sueltas a alguien que todavía va al instituto.

      Jo contestó por Tracy antes de que ella abriese la boca:

      —Tracy va a cambiar el mundo —dijo muy seria.

      2.

       ropa

      La mañana del primer día de clase, estábamos en el salón de actos y el señor Royce alzaba la voz por encima del murmullo. Los profesores saludaban a los antiguos alumnos desde el otro lado del salón, algunos con la boca abierta y sonrisas enormes, otros con sutiles asentimientos y estirándose la ropa; el señor Wolper-Díaz hacía reverencias corteses y saludos militares. Un alumno de primer año se sentó en el asiento roto de la fila M, pegó un grito y todos se rieron, porque cualquiera que llevara al menos cinco minutos en el instituto sabía que el asiento de la fila M te tiraba al suelo si te atrevías a ponerle el trasero encima.

      El señor Royce había sido predicador, así que cuando el ruido se calmó, todos nos preparamos para escuchar su sermón. El mensaje era:

       • Bienvenidos.

       • Este instituto es como un microcosmos del mundo.

       • Así que se impone tratar a los otros con respeto.

       • Y todos tenéis que estar a la altura de tamaña tarea.

      Pensé en esa expresión durante un tiempo, pero no sabía bien qué quería decir. Estar a la altura. ¿Qué significaba de verdad? ¿Trabajar duro? ¿Tomar la iniciativa? El señor Royce llevaba un traje verde de sastre, y sus manos, que gesticulaban por encima del atril, parecían grandes y fuertes. Cuando estaba en segundo año, hubo una serie de peleas y alguien acabó en el hospital, así que probablemente se refiriera a acontecimientos como ese.

      Los alumnos de mi clase y yo nos habíamos sentado hacia el fondo del salón de actos. ¿Dónde estarían Jen, Tracy y Jo? No las veía por ninguna parte. A mi derecha había una chica que se llamaba Caitlin y que el año anterior había sido mi compañera de laboratorio en Biología. Me contó que quería ser criadora de perros. Empezamos a sentarnos juntos a la hora de comer, pero oírla hablar sobre razas de perros me daba una pereza infinita; fue entonces cuando me di cuenta de que podía comer en el aula de Español si me portaba bien con la señora Green. A mi izquierda estaba Sabina, que había sido delegada de clase el primer año y que se describía como «dinamita». A su lado estaba el chico que le pasaba hierba, Matt. Matt el Porrero rodeaba con el brazo a Sabina Dinamita, así que a lo mejor estaban saliendo. La exnovia de Matt, Sierra, me había preguntado una vez de qué planeta era yo. Recordar aquello me cabreó, me hizo sentir tristeza y enfado, pero en general, cuando me enfado, suelo tragármelo. Delante de mí estaba Jake Florieau, que es difícil de describir salvo como «muy gay». Habíamos sido amigos unos dos meses el primer año, pero fui a un concierto con él y resultó que allí se repartieron un montón de drogas y mis padres se enteraron y me la montaron, así que ese había sido más o menos el final de nuestra amistad.

      Jake se dio la vuelta en el asiento.

      —¿Qué tal, Shapelsky? —me preguntó.

      —Hola —respondí—. Aquí estamos.

      —¿Listo para un fascinante curso nuevo?

      —Supongo.

      —No pareces muy emocionado.

      —Bueno…

      El


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