Sasha Masha. Agnes Borinsky

Sasha Masha - Agnes Borinsky


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la ciudad: muchos chicos negros y latinos, unos pocos asiáticos y unos cuantos blancos. Yo era uno de los blancos.

      Yo había ido a una escuela judía de enseñanza media muy pequeña con otros chicos blancos. Cuando acabé, tenía muchas ganas de estar entre personas que no se parecieran a mí; pensé que aprendería cosas de otras culturas, pero más que nada, aprendí acerca de la mía. Aprendí que la gente blanca es peculiar. La gente blanca se estresa con muchas cosas y reacciona de forma pasivo-agresiva con muchas otras. La gente blanca quiere arreglar los problemas de los demás, pero al mismo tiempo, no le gusta deberle nada a nadie. Entre los blancos, los judíos somos distintos de los católicos, por supuesto, y estos son distintos de los luteranos, pero más o menos estos son los rasgos comunes. A la gente blanca le incomoda la música rap muy alta y que otras personas los llamen blancos. Todos los años, en la inauguración del curso, recordaba por qué me gustaba venir a este instituto: me hacía más difícil escaparme de quién era. Me gustaba esa escuela, me decía, aunque aún sentía que nadie me conocía del todo.

      Ahora que lo pienso, me pregunto si Jake y yo quedábamos solo porque ambos éramos blancos. Solíamos ir a un local llamado One World Café que hacía sesiones de micro abierto, nos sentábamos juntos al fondo, aplaudíamos y nos reíamos de los chistes malos, pero luego no sabíamos bien qué decirnos. Es triste, pero creo que no teníamos mucho más en común aparte de ser blancos. No sabía si él había vuelto al One World Café sin mí. Sabía que había empezado a diseñar coreografías. El año pasado, el día contra el acoso escolar,[1] hizo una coreografía de una canción muy pegadiza con botas moradas de purpurina encima de tres mesas en la cafetería. Yo nunca hacía cosas así. Tampoco me sabía ninguna canción pegadiza. Solo sonreía, hacía mi trabajo y le caía bien a la gente.

      Después de la inauguración, tuvimos clases de Inglés, Historia y Español, y al final salimos a comer. Estuve a punto de sentarme con Jo, Jen, Tracy y James —estaban al otro lado de la cafetería, cerca del equipo de sóftbol—, pero en vez de eso, me senté en una mesa vacía, donde solía ponerme con Mabel. El primer día de Mabel en su nuevo centro también era hoy. Me pregunté qué tal le iría. Hice una foto de su silla y fui a mandársela, pero pensé que era un poco triste, así que en vez de eso, le escribí:

       Ey, q tal tu primer día?

      Añadí el emoji de los dientes apretados y se lo envié. Cuando me terminé el sándwich, recogí todos los trozos de pan y atún que habían caído fuera del papel de aluminio. Mabel me respondió cuando sonaba el timbre. Me mandaba una foto de Katharine Hepburn en traje de safari.

      El resto del día pasó en una neblina de anuncios y hojas grapadas. Estaba recogiendo mis cosas de la taquilla cuando Jen me tocó el hombro.

      —Van a venir varias personas a mi casa a ver una película —dijo—. Sobre las siete. También viene Tracy. ¡Tienes que apuntarte!

      —Vale —logré decir. Alcé las cejas con seriedad y asentí.

      —¿Me mandas un mensaje?

      Volví a asentir.

      —Ah, y dile a Tracy que te gusta su peinado —dijo ella, y se marchó por el pasillo.

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      Mi padre me preguntó quién era Jen y, cuando le dije que una amiga, me guiñó el ojo. Siempre actuaba como si compartiéramos algún secreto. Cuando se comportaba así, yo ponía cara de póker. Mi padre era redactor de un periódico y escribía acerca del mercado inmobiliario en Maryland, pero no creo que fuera el trabajo de su vida. Mi madre lo describía como un poeta soñador de los ochenta que «poco a poco, se convirtió en un señor de mediana edad de lo más común y corriente».

      —Pero que también resulta encantador —matizaba él.

      Mi madre sí que le resultaba encantadora a la gente. Hablaba con cualquiera y siempre estaba ayudando a alguien. Era trabajadora social en una escuela de primaria, así que lo de ayudar era básicamente su trabajo. Sabía que podía contarle casi cualquier cosa, pero también se preocupaba un montón por mí, así que trataba de ocultárselo cuando no me sentía bien.

      Fuéramos donde fuéramos, a mis padres les encantaba contarles mi vida a otras personas, aunque yo estuviera a su lado. Normalmente, dejaba que lo hicieran.

      —A Alex le encanta el instituto, ¿verdad, cariño? —le decía mi madre a su amiga Theresa si nos la encontrábamos en el colmado.

      Y yo asentía, sonreía y desviaba la vista a las estanterías donde se agolpaban los filetes envueltos en plástico.

      O bien sucedía que:

      —Alex está haciendo cosas muy interesantes en su clase de Historia —le decía mi padre a su editor si pasábamos por la redacción un domingo por la mañana—. ¿Qué libro te habían mandado leer?

      Y yo abría la boca y le decía el título al editor.

      A veces me preguntaba si los padres de otras personas se obsesionaban tanto por los detalles de la vida de sus hijos; desde luego, no parecía el caso del padre de Mabel. Ella me había contado que su padre creyó durante todo su primer año de instituto que a Mabel le encantaba el francés.

      —A lo mejor, cuando te gradúes, podemos hacer un viaje a París —le dijo—. Me podrás hacer de guía y explicarme cosas.

      —Papá, estudio español —le aclaró Mabel.

      —¡Ah! ¿Y por qué creía yo que hacías francés?

      En casa de Jen, llamé al timbre y alguien gritó:

      —¡Entra, la puerta está abierta!

      Dentro había un chico despatarrado al que reconocí como el hermano mayor de Jen, alto y con pantalones cortos de deporte. La televisión estaba encendida, con el volumen alto, y en la pantalla se veía a un chico con gorra de béisbol que respondía preguntas mientras se disparaban los flashes de las cámaras.

      —… Muy orgullosos de nuestro equipo este año, de los entrenadores, de los jugadores, porque entre todos hemos logrado que…

      —Están arriba —dijo el hermano sin mirarme.

      —… Nos ha costado, pero hemos luchado y vamos por buen camino…

      —Vale, gracias. —Dudé hasta que un dedo señaló al pasillo oscuro.

      —… Era nuestro objetivo, el objetivo principal, llegar hasta aquí y poder decir…

      Arriba se oían risas. Llamé con los nudillos a la puerta de lo que parecía el dormitorio de los padres y abrí. Jo tenía la cara muy roja.

      —No es que quiera salir con él, ¡solo he dicho que alguien debería hacerlo! —insistía—. ¡Hola, Alex! Fin de la conversación.

      Jo se levantó para darme un abrazo; Jen y Tracy simplemente se revolvieron un poco en el sofá. Había una cama enorme en la esquina de la habitación, hecha con pulcritud y cubierta de almohadas. Jen se quitó una goma del pelo que llevaba en la muñeca y se rehízo la cola de caballo mientras me explicaba que hablaban del señor Simon, el profesor de teatro que había empezado ese año. Por lo visto, a todas les gustaba.

      La gente solía decir que Jo, Jen y Tracy parecían el anuncio de un centro que quisiera resaltar la diversidad de su alumnado. Eran inseparables desde primer año. Jo era medio coreana; Jen, blanca, y Tracy, negra.

      Esta última me habló por primera vez desde la fiesta de la piscina:

      —Hola, Alex.

      —Hola, Tracy —respondí—. Me gusta tu corte de pelo.

      Me


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