Los chicos del cementerio. Aiden Thomas
estaba listo para que lo liberaran a la otra vida, así que se pasaba casi todo el tiempo en el cementerio tocando su música y atrayendo la atención de las nahualas, tanto vivas como muertas. Su novia, Claribel, se dedicaba a espantarlas y ambos pasaban horas juntos en el cementerio como si la muerte jamás los hubiera separado.
Yadriel puso los ojos en blanco. En su opinión, todo aquello era demasiado dramático. Estaría bien que Felipe descansara en paz de una vez; así él podría dormir tranquilo sin que le despertaran sus riñas con Claribel o, peor, sus versiones horrendas de Wonderwall.
Pero a los nahualos no les gustaba obligar a los espíritus a cruzar al más allá y, mientras no se tornaran malignos, los dejaban tranquilos. De todos modos, los espíritus tampoco podían quedarse eternamente; al final, acababan convertidos en una versión repugnante y violenta de ellos mismos. Estar atrapados entre la tierra de los vivos y la de los muertos tenía consecuencias para los espíritus, que poco a poco iban perdiendo su humanidad. Con el tiempo, todo lo que los hacía humanos desaparecía, y los nahualos no tenían más remedio que cortar el enlace que los unía a su ancla y liberarlos a la otra vida.
Yadriel hizo un gesto a Maritza, indicándole que irían por un camino lateral para que Felipe no los viera. Atisbó el terreno despejado, tiró de la manga de su prima y asintió. Luego se lanzó a correr por entre las estatuas de ángeles y santos, tratando de evitar que los dedos extendidos de estas se le engancharan en la mochila. Había sepulcros construidos sobre el suelo y mausoleos lo suficientemente grandes como para alojar familias enteras. Yadriel había cruzado esos caminos cientos de veces y sabía orientarse por el laberinto de tumbas con los ojos cerrados.
Tuvieron que detenerse de nuevo cuando vieron los espíritus de dos niñas jugando a perseguirse, con sus rizos oscuros y vestidos combinados revoloteando a su alrededor. Reían como locas mientras atravesaban corriendo pequeñas tumbas que contenían restos incinerados. Esas construcciones, pintadas a mano de colores vivos, formaban hileras atestadas de amarillo oro, naranja ocaso, azul cielo y verde espuma de mar. Tras las puertecillas de cristal se veían las urnas de cerámica que contenían.
Oculto junto a Maritza, Yadriel se sacudía de impaciencia. Ver los espíritus de dos niñas muertas correteando por un cementerio asustaría a cualquiera, pero él temía encontrarse con Nina y Rosa por motivos aún más horripilantes: ambas eran unas chivatas y no se fiaba de que no fueran a buscar a su papá para delatarlo. Si esas dos se enteraban de algún secreto tuyo, te ponían entre la espada y la pared y te sometían a unas torturas inimaginables. Por ejemplo, te obligaban a jugar al escondite durante horas mientras ellas hacían trampas con sus cuerpos intangibles. O fingían que no te encontraban detrás de un contenedor apestoso durante una de las calurosas tardes de Los Ángeles. Desde luego, no merecía la pena estar en deuda con ellas dos.
Cuando las niñas por fin se fueron corriendo, Yadriel no perdió ni un segundo y corrió hacia donde se dirigía.
Al volver una esquina, se toparon con la entrada techada que conducía al terreno de la iglesia. Yadriel alzó la cabeza. Las palabras «El Jardín Eterno» estaban delicadamente escritas a mano con pintura negra ya desgastada, pero Yadriel sabía que su primo Miguel se encargaría de repasarlas antes de que empezaran las festividades del Día de Muertos, que se celebrarían dentro de muy poco. Un pesado cerrojo con candado evitaba que entraran intrusos.
Como líder de las familias nahuales, Enrique, el papá de Yadriel, era quien tenía la llave y solo se la daba a los nahualos que estaban de guardia en el cementerio por la noche. Yadriel no tenía llave, lo cual significaba que él solo podía entrar durante el día o durante los ritos y celebraciones.
—¡Vamos!
Entre el susurro brusco de Maritza y sus uñas pintadas clavándosele en el costado, Yadriel se llevó un buen sobresalto. El viento la había despeinado; tenía el pelo corto y grueso, con rizos teñidos de rosa y morado pastel que contrastaban con su piel marrón. Ella lo azuzó:
—¡Tenemos que entrar ahí antes de que nos vea alguien!
—¡Chsss! —siseó él, apartando la mano de su prima.
A pesar de sus palabras, a Maritza no le preocupaba meterse en un lío histórico. De hecho, se la veía entusiasmada, con los ojos oscuros bien abiertos y los labios curvados en una sonrisa pícara que el joven conocía demasiado bien.
Yadriel se deslizó hasta la parte izquierda de la entrada; entre el muro y el último barrote de hierro había un lugar donde los ladrillos se habían desmoronado. Después de arrojar la mochila al otro lado del muro, se puso de perfil y se escurrió a través del agujero, pero el barrote le arañó dolorosamente el pecho a través del binder de poliéster y elastano. Cuando hubo atravesado el hueco, se ajustó en un momento el top debajo de la camiseta para que los cierres no se le clavaran en el costado. Le había llevado tiempo encontrar un binder que le masculinizara el pecho y que no picara ni le apretara hasta casi ahogarlo.
Yadriel se puso la mochila al hombro de nuevo y, al volverse, vio que Maritza estaba teniendo más dificultades que él: tenía la espalda pegada a los ladrillos, una pierna a cada lado del barrote y, la verdad, le estaba costando cruzar al otro lado. Yadriel tuvo que ponerse el puño en la boca para ahogar una risotada y Maritza lo asesinó con la mirada.
—¡Cállate! —gruñó antes de atravesar por fin el hueco y sacudirse la suciedad de los vaqueros—. Pronto tendremos que buscar otra forma de entrar. Crecimos demasiado.
—Lo que creció demasiado es tu trasero —se burló Yadriel y, con una sonrisa socarrona, añadió—: Quizás deberías comer menos pastelitos.
—¿Y perder estas curvas? —Ella se pasó las manos por la cintura y las caderas con una sonrisa sarcástica—. Gracias, pero prefiero morirme.
Maritza le dio un puñetazo en el brazo antes de dirigirse lánguidamente hacia la iglesia, y Yadriel se apresuró a alcanzarla. A ambos lados del camino de piedra crecían hileras de flores de cempasúchil naranjas y amarillas, altas y apoyadas las unas en las otras como si fueran amigos borrachos. Esas «flores de muerto» habían florecido durante los meses anteriores al Día de Muertos y sus pétalos caídos cubrían el suelo como si fueran confeti.
La iglesia estaba pintada de blanco, tenía un tejado de terracota y unos rosetones con forma de estallido estelar que flanqueaban las enormes puertas de roble. De la parte superior, sobresalía una espadaña semicircular con un pequeño nicho que albergaba una cruz y, a cada lado, dos vanos que contenían campanas de hierro.
—¿Estás listo? —En el rostro de Maritza no había inquietud, sino una sonrisa de oreja a oreja. Prácticamente bailaba sobre la punta de los pies.
Yadriel se notaba el pulso en las venas. Los nervios se le arremolinaban en el estómago.
Maritza y él llevaban toda la vida colándose en el cementerio por la noche. El patio de la iglesia era un buen lugar para esconderse y jugar cuando eran pequeños, y estaba lo bastante cerca de casa como para oír a su abuela cuando los llamaba para cenar. Pero nunca se habían metido en la iglesia y, si seguían adelante, estarían rompiendo una decena de tradiciones y reglas de los nahuales.
Si seguía adelante, no habría vuelta atrás.
Asintió rígidamente, con los puños cerrados.
—Hagámoslo.
Los pelos de la nuca se le pusieron de punta y Maritza tuvo un escalofrío a su lado.
—¿Hacer qué?
Ambos se sobresaltaron ante la vehemencia de aquella pregunta. Maritza dio un brinco y Yadriel tuvo que sujetarla por los brazos para evitar que lo tirara a él también.
A su izquierda, había un hombre de pie, al lado de una pequeña tumba de color melocotón.
—Caray, Tito, ¡nos diste un susto de muerte! —resopló Yadriel con la mano sobre el pecho.
Maritza bufó indignada. A veces, un fantasma podía pasar desapercibido incluso para ellos dos.
Tito era un hombre achaparrado que