Los chicos del cementerio. Aiden Thomas
un instante, no ocurrió nada.
Entonces, un dolor ardiente lo apuñaló en el pecho. Tal fue la intensidad que soltó un grito y cayó de rodillas. Maritza también se derrumbó con un grito ahogado.
El sufrimiento era insoportable. Yadriel se aferraba el pecho con la respiración entrecortada. Los ojos se le llenaron de lágrimas, enturbiando la visión de la Dama Muerte que se alzaba encima de él.
Cuando creyó que no podría soportar más ese dolor, que lo mataría, este desapareció.
La tensión abandonó sus músculos; sus brazos y piernas se quedaron sin fuerzas y le pesaban del agotamiento. Tenía la piel bañada en sudor. El cuerpo le temblaba mientras daba grandes bocanadas de aire. Seguía agarrándose el pecho, justo encima del corazón, donde el dolor punzante iba menguando poco a poco.
Maritza se alzó sobre sus rodillas, con la mano en el mismo lugar. Tenía la piel cenicienta y cubierta por una capa de sudor.
Se miraron fijamente el uno a la otra, tratando de recuperar el aliento. No dijeron nada. Sabían lo que había significado aquello. Lo sentían en los huesos.
Miguel ya no estaba. Uno de los suyos había muerto.
—¿Qué pasó? ¿Qué demonios pasó? —jadeó Maritza al lado de Yadriel mientras cruzaban corriendo el cementerio. Lo repetía una y otra vez, como un mantra insistente.
Yadriel nunca la había visto tan conmocionada, lo cual hacía que todo fuera muchísimo peor. Normalmente, él era el que perdía los nervios en situaciones tensas, mientras que ella se lo tomaba todo a broma. Pero lo que había ocurrido aquella noche no era cosa de risa.
A Tito no se le veía por ninguna parte. Se oían voces frenéticas por el cementerio. Ambos pasaron corriendo por delante de un par de espíritus confusos.
—¿Qué ocurre? —les gritó Felipe, aferrado al cuello de su vihuela, cuando lo dejaron atrás.
—¡No lo sé! —Fue todo lo que Yadriel pudo decir.
Como los nahuales estaban tan unidos a la vida y la muerte, a los espíritus y a los vivos, cuando uno de ellos moría, todos lo sentían.
La primera vez que Yadriel percibió algo así, solo tenía cinco años. Se despertó en mitad de la noche como si hubiera tenido una pesadilla y lo único que ocupaba su mente era su abuelito. Salió de la cama y se dirigió lentamente a la habitación de sus abuelos, donde el anciano yacía inmóvil. Su abuela estaba sentada a su lado; lo tomaba de la mano y le susurraba plegarias al oído mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas arrugadas.
Su papá estaba de pie al otro lado de la cama, con Diego bajo el brazo. Tenía una expresión estoica y pensativa, y en sus ojos oscuros se reflejaba una profunda pena. La mamá de Yadriel lo abrazó y le acarició suavemente la espalda mientras se despedían.
El abuelo de Yadriel murió mientras dormía. Se había ido en paz, sin dolor. Lo único que despertó a Yadriel fue la repentina sensación de pérdida, como si le hubieran arrojado de repente un balde de agua fría en el estómago.
Pero aquello era distinto. Miguel no se había ido en paz.
Debía de tratarse de un error. No tenía sentido. Aunque lo había percibido, a pesar de que sabía exactamente lo que significaba, era imposible que Miguel estuviera muerto.
Miguel era el primo de Yadriel y solo tenía veintiocho años. Yadriel lo había visto esa misma noche, cuando se había pasado por casa para llevarse una de las conchas de la abuela antes de que empezara su turno en el cementerio.
¿Había sido un accidente? ¿Puede que Miguel hubiera salido del cementerio y lo hubieran atropellado? Porque era imposible que Miguel se hubiera matado en el cementerio, ¿verdad?
Tenían que llegar a casa y enterarse de qué había arrebatado a Miguel de sus vidas tan violentamente.
Maritza tenía las piernas más largas y el binder le apretaba las costillas a Yadriel, así que le costaba seguirle el ritmo. Su portaje, que llevaba guardado en la mochila, le parecía especialmente pesado.
Al girar la esquina, se toparon con un caos desatado. Voces gritando. Gente entrando y saliendo a toda prisa de la casa. Sombras que se movían tras las cortinas.
Cuando Maritza llegó a la verja metálica, abrió la puerta sin miramientos y se fue directa a las escaleras con Yadriel pisándole los talones. Alguien salió a toda prisa por la puerta principal y casi tiró al nahualo, pero él consiguió abrirse paso hasta el interior.
Su casa era bastante pequeña y, durante las semanas que precedían al Día de Muertos, «atestada» no llegaba a describirla. Todas las superficies se usaban para almacenar lo necesario para las celebraciones. Sobre el sofá de piel desgastado se acumulaban precariamente cajas llenas de cirios, mariposas monarca de seda y cientos de adornos coloridos de papel picado meticulosamente cortado.
Aquello debería haber sido una escena de preparación para la festividad más importante del año, pero lo que encontraron fue un pánico enloquecido. Maritza se aferró a la sudadera de Yadriel para no apartarse de él mientras los empujaban de un lado a otro.
Claudia, la mamá de Miguel, estaba sentada en la mesa del comedor. A su lado se encontraba la abuelita de Yadriel acompañada de otras nahualas. Le acariciaban los brazos a Claudia y le dedicaban palabras de ánimo en español, pero era imposible consolarla.
El sufrimiento emanaba de ella en oleadas. Yadriel lo notaba en los huesos, y no pudo evitar una mueca de dolor ante aquellos llantos profundos de pura angustia. Era algo que él ya conocía muy bien. Lo había vivido en sus propias carnes.
Lo único que podía hacer era observar cómo su abuela empleaba su magia.
Sin dejar de susurrar calmadamente al oído de Claudia, la abuela se palpó bajo el cuello de la blusa negra con flores bordadas y sacó su portaje: un viejo rosario de cuentas de madera con un corazón de peltre que colgaba del final. Desenroscó la parte superior con dedos hábiles y extendió sangre de pollo por el corazón sagrado.
—Usa mis manos —dijo en voz baja y firme, invocando a la Dama Muerte. El rosario resplandeció con luz dorada mientras ella murmuraba—: Te doy tranquilidad de espíritu.
La abuela presionó el corazón de peltre contra la frente de Claudia. Tras unos instantes, los lamentos empezaron a calmarse. La expresión consternada de Claudia empezó a desvanecerse, alisando las arrugas de su rostro. Yadriel sintió cómo la agonía de Claudia se iba convirtiendo en un dolor más leve. Sus hombros fueron cayendo hasta que estuvo reclinada en la silla. Los brazos y las piernas le pesaban, y acabó descansando las manos sobre el regazo. Aunque seguía teniendo la cara colorada y las lágrimas no dejaban de caer, su pena era mucho menos terrible.
La luz resplandeciente del rosario de la abuela se fue apagando hasta que volvió a ser de madera y peltre.
Una vez, Yadriel le preguntó a su mamá por qué no se llevaban todo el dolor cuando alguien estaba triste, y ella le explicó que era importante que la gente sintiera pena y llorara la pérdida de un ser querido.
Yadriel sentía un gran respeto por su abuela, por todas las nahualas y por los poderes increíbles que poseían. Unos poderes que, simplemente, nunca habían sido los suyos.
Los sollozos sacudieron el pecho de Claudia cuando la abuela le retiró el rosario de la frente, dejando una mancha roja sobre su ceño fruncido. Una de las nahualas le dio a Claudia un vaso de agua y otra le secó suavemente las mejillas con un pañuelo.
—Solo faltan un par de días para el Día de Muertos —le recordó la abuela a Claudia en ese inglés con tanto acento que tenía, sonriéndole y apretándole la mano—. Verás a Miguel de nuevo.
Tenía razón,