Los chicos del cementerio. Aiden Thomas
el suelo bajo sus pies rebosaba energía. Era ahora o nunca.
Yadriel se inclinó ante la Dama Muerte y empezó a sacar de la mochila los materiales que necesitaba para la ceremonia. Colocó cuatro cirios en el suelo formando un diamante para representar los cuatro vientos. En el centro, puso un bol de arcilla que simbolizaba la tierra. Faltó poco para que se le cayera la minibotella de tequila Cabrito que había hurtado de una de las cajas que contenían ofrendas para el Día de Muertos, pero logró quitar el tapón y, cuando vertió el líquido en el bol, el olor le golpeó la nariz. Al lado del bol dejó un pequeño bote de sal.
Sacó una caja de cerillas del bolsillo de los vaqueros. La llamita temblaba mientras encendía los cirios. El titileo del fuego iluminó los hilos dorados del manto de la Dama Muerte y acentuó sus pliegues y grietas.
Agua, tierra, viento y fuego. Norte, sur, este y oeste. Todos los elementos necesarios para invocar a la Dama Muerte.
El último ingrediente que faltaba era sangre.
Era necesario realizar una ofrenda de sangre para llamar a la Dama Muerte. Era lo más poderoso que se le podía entregar, pues contenía vida. Darle tu sangre a la Dama Muerte era darle parte de tu cuerpo terrenal y de tu espíritu. Era algo tan poderoso que no se podían entregar en sacrificio más que unas pocas gotas de sangre humana; de lo contrario, la ofrenda absorbería toda la fuerza vital del nahual y le conduciría a una muerte segura.
Solo había dos ritos que requerían que los nahuales ofrendaran su propia sangre. Para que pudieran oír a los espíritus de los muertos, al poco de nacer, a los nahuales se les perforaban las orejas y, de este modo, entregaban una cantidad minúscula de sangre. Yadriel llevaba los lóbulos dilatados con plugs de plástico negro; le gustaba honrar la antigua práctica de los nahuales de ir ensanchándolos con discos cada vez más grandes fabricados con piedras sagradas, como obsidiana o jade. Con el paso de los años, había logrado ya un diámetro de dieciocho milímetros.
El único otro momento en el que un nahual necesitaba usar su propia sangre como sacrificio era durante su ceremonia de quince años. La ofrenda se realizaba con sangre de la lengua para poder hablar con la Dama Muerte y pedirle su bendición y protección.
El corte se realizaba con el portaje.
Maritza sacó un fardo de tela de su propia mochila y se lo ofreció a Yadriel.
—Me llevó semanas fabricarla —dijo mientras su primo desataba el cordel—. Me quemé como ocho veces y casi perdí un dedo, pero creo que mi papá ya se rindió y no intenta mantenerme lejos de la forja.
Maritza se encogió de hombros como si aquello fuera algo trivial, pero tenía la cabeza alta y una sonrisa de orgullo asomaba en sus labios. Yadriel sabía que aquello era muy importante para ella.
La familia de Maritza llevaba décadas dedicándose a forjar armas para los hombres, un oficio que su papá había importado desde Haití y por el que Maritza sentía un gran interés. Como en los filos no se usaba sangre hasta el momento de la ceremonia de quince años de los chicos, para ella era una forma de seguir siendo parte de la comunidad sin tener que quebrantar su propio código moral. Su mamá no creía que fuera un oficio adecuado para una chica, pero cuando a Maritza se le metía algo entre ceja y ceja, era imposible hacerla cambiar de opinión.
—No es extravagante ni ridícula como la de Diego —dijo con los ojos en blanco, refiriéndose al hermano mayor de Yadriel.
El joven terminó de apartar el último trozo de tela y vio la daga que había guardada dentro.
—Guau…
—Es práctica —explicó Maritza, asomada por encima del hombro de Yadriel.
—Es brutal —la corrigió él con una amplia sonrisa.
Maritza sonrió de oreja a oreja.
La daga era tan larga como su antebrazo, tenía una hoja recta y un guardamano con forma de letra ese. La empuñadura de madera pulida estaba decorada con una delicada imagen de la Dama Muerte. Yadriel sostuvo la daga, sólida y reconfortante, y recorrió con el pulgar las finas líneas de pintura dorada que irradiaban de la diosa, sintiendo cada pincelada intrincada.
Aquella era su daga. Su portaje.
Tenía todo lo que necesitaba. Ahora lo único que quedaba por hacer era completar el rito.
Estaba listo. Estaba decidido a presentarse ante la Dama Muerte y le daba igual si a los demás les parecía bien o no. Pero, aun así, dudó. Aferrándose a su portaje con la mirada fija en la estatua, se mordió el labio inferior. La indecisión se iba abriendo camino bajo su piel.
—Eh.
Yadriel se sobresaltó cuando Maritza puso una mano firme sobre su hombro. Los ojos marrones de su prima lo miraron intensamente.
—Es que… —Yadriel se aclaró la garganta mientras recorría la iglesia con la mirada.
Maritza alzó las cejas con preocupación.
La ceremonia de quince años era el día más importante de la vida de un nahual. El papá de Yadriel, su hermano y su abuela deberían haber estado allí con él. Se arrodilló en el duro suelo de piedra, pero sentía que el vacío a su alrededor lo constreñía. Bajo los ojos vacíos de la Dama Muerte, se sintió pequeño y solo.
—¿Y si…? ¿Y si no funciona? —preguntó. Aunque apenas fue un susurro, su voz resonó por la iglesia vacía y el corazón se le encogió—. ¿Y si me rechaza?
—Escúchame —dijo Maritza dándole un apretón en el hombro—, todo saldrá bien, ¿entendido?
Yadriel asintió humedeciéndose los labios y, con convicción, Maritza continuó:
—Tú sabes quién eres, yo sé quién eres y Nuestra Señora también lo sabe. ¡Los demás se pueden ir al carajo! —Y con una sonrisa, añadió—: Recuerda por qué estamos haciendo esto.
Yadriel se armó de valor y habló con todo el coraje que logró reunir:
—Para que vean que soy un nahualo.
—Sí, bueno, aparte de eso.
—¿Por resentimiento?
—¡Por resentimiento! —dijo Maritza con entusiasmo—. Verás lo idiotas que se sentirán cuando sepan que la Dama Muerte te bendijo. ¡Quiero que disfrutes de ese momento, Yads! En serio… —Inspiró profundamente por la nariz y entrelazó las manos sobre el pecho—, ¡saborea la dulce, dulce venganza!
De la garganta de Yadriel brotó una carcajada y Maritza sonrió.
—Manos a la obra, nahualo.
Yadriel notó que su sonrisa boba también había regresado.
—Eso sí, ahora no la fastidies y hagas que la diosa te lance un rayo o algo así, ¿eh? —Maritza dio unos pasos hacia atrás—. No quiero cargar yo sola con la responsabilidad de ser la oveja negra de la familia.
Como Yadriel era transgénero y gay, se había ganado el título de Oveja Negra Suprema entre los nahuales. De hecho, les había sido mucho más fácil aceptar que era gay, aunque solo fuera porque les seguía pareciendo heterosexual que a Yadriel le gustaran los chicos.
Pero Maritza también se había ganado el título de Oveja Negra por sí misma al ser la única vegana entre los nahuales. Ella era un año más pequeña que Yadriel y había celebrado su ceremonia de quince años hacía unos meses. Sin embargo, se negaba a sanar porque era necesario usar sangre de animal. Uno de los primeros recuerdos de Yadriel era ver a Maritza llorando desconsoladamente porque su mamá había usado sangre de cerdo para curar la pierna rota de un niño. Muy pronto, Maritza decidió que no quería usar sus habilidades sanadoras si para ello tenía que hacer daño a otro ser vivo.
A la tenue luz de la iglesia, Yadriel veía el portaje de Maritza alrededor de su cuello: un rosario de cuarzo rosa con una cruz de plata. Esa cruz era en realidad un frasco, pero estaba vacío. Maritza explicaba que, aunque se negara