Amarillo. Blanca Alexander
persona esa incongruencia.
En el salón, algunos alumnos comenzaron a murmurar sin dejar de observar expectantes el duelo de argumentos que sostenían Pompe y Sebastián.
—¡Fui la semana pasada al Palacio del Reloj y también vi las actas! Puedo decir con toda propiedad que los documentos que descansan en el museo de historia más importante de Zuneve no presentan error alguno. ¡Lo que aseguras es falso!
—Es evidente que lo corrigieron después de que le comenté a mi padre el error.
Los compañeros de Sebastián ahogaron un grito al unísono, como si hubiesen escuchado un sacrilegio. El profesor hizo silencio durante varios segundos, luego se expresó con un tono de voz bajo, aunque lapidario:
—No permitiré que siga poniendo en entredicho la palabra del Abba y de todas las autoridades, su comportamiento aplica para el salón de castigo. —Sacudió una campana que reposaba sobre el escritorio.
—Iré con él.
Era Dan García, un niño de piel morena y lustroso cabello negro.
—¿Por qué debería enviarlo a usted, García?
—Porque pienso igual que Sebastián.
—Deseo concedido entonces. —Señaló la puerta.
En ese momento entró al aula Filipo, un hombre muy delgado de rostro alargado y nariz aguileña. Ostentaba un aire de superioridad, pues era el supervisor de los pasillos y mano derecha del director.
—¡Buen día! ¿Quiénes son los insurrectos? —Su voz era nasal y molesta.
—Tyles y García. Lléveselos de una vez, necesito seguir dando mi clase. —Pompe tomó asiento otra vez.
—Será un placer. —Filipo los miró con una sonrisa de satisfacción.
Cual actor en plena interpretación, Pompe alzó la mirada y las manos al cielo para expresar una súplica:
—¡Ojalá ocurra un milagro y esta se convierta en mi última clase con Tyles!
Sebastián guardó los libros de mala gana en su mochila de cuero negro, se la cruzó sobre el cuerpo y antes de salir clavó con furia sus intensos ojos cafés sobre Pompe.
—Profesor, esta no será nuestra última clase, nos volveremos a ver.
Se marchó del salón mientras Lueda y Filipo lo acusaban de insolente. Entretanto, Dan lo siguió con nerviosismo.
Caminaron por los largos pasillos del colegio Bernardo Andala, una institución que solo aceptaba varones en su población estudiantil. El edificio era rústico y elegante, tenía paredes y pisos de piedra, además de grandes ventanales.
Antes de llegar al área de castigo, Sebastián tropezó con Cruz Díaz, compañero de clase y mejor amigo de su hermano mayor.
—Sebastián, ¿a dónde vas? —Cruz lo miró con preocupación.
—Joven Díaz, es preferible que se mantenga al margen de esta situación y regrese a su clase. —Filipo los seguía a algunos pasos de distancia.
—Nos lleva al salón de castigo —respondió Sebastián con premura.
—Esa medida fue prohibida por el consejo estudiantil y el gobierno regional, no pueden hacerlo. Pondré la denuncia ante las autoridades competentes. —Cruz no apartaba los ojos de Filipo.
—Solo estarán allí hasta mediodía. De aquí a que las autoridades competentes respondan, ya estarán en su casa.
—¡Igual vendrán, igual procederá!
—No esté tan seguro, Díaz. Me dijeron que el profesor Pompe Lueda tiene amigos muy poderosos, con muchas influencias en el gobierno. No gaste energía en defender a un indisciplinado que ha cuestionado una vez más a las autoridades de Nirvenia, es imperdonable.
—Lo imperdonable es que quieran castigar a un niño de once años encerrándolo en un sitio inhumano. ¡Cometen un grave error!
—No hay poder que lo impida.
—¡En eso te equivocas! —La actitud de Cruz era desafiante.
Cerca de allí, en el campo deportivo del colegio, Marcus Tyles asistía a una práctica de fútbol haciendo gala de su inigualable talento, el balón bailaba entre sus pies. Sus rivales siempre quedaban a medio camino en sus inútiles intentos por detenerlo, las distancias o posiciones no significaban una dificultad cuando le tocaba definir su próximo movimiento. El joven, de uno ochenta y cinco de estatura, nunca fallaba.
El mayor de los hermanos Tyles poseía un gran atractivo. Las chicas suspiraban por sus ojos azules, su espesa cabellera rubia sobre la nariz perfilada y su mandíbula cuadrada. “El chico de oro” era el apodo que se había ganado por los múltiples trofeos obtenidos como atleta a sus escasos dieciséis años. Sin embargo, con respecto a su personalidad no era todo perfecto. Un aire de arrogancia lo rodeaba, y aunque no era considerado cruel, sus compañeros tampoco le otorgaban el título del más amable, así que era odiado y amado a partes iguales por quienes lo rodeaban.
Al otro lado del campo estaba Rodrigo Busti Buenas Casas, nieto del presidente y miembro del grupo al que le hubiera gustado ver a Marcus humillado, destruido y acabado. Por ende, no dejaba pasar una oportunidad para confrontarlo.
Al sonar el silbato de descanso, Rodrigo se acercó a Marcus.
—¡Tyles! Me preguntaba si acompañarás a tus padres al baile de independencia que ofrecerá mi abuelo.
—Hola, Rod… ¿Por qué? ¿Quieres que vaya contigo? —En medio de su burla, Marcus se acercó a él para obligarlo a subir la mirada.
Rodrigo soltó una falsa carcajada.
—Solo lo menciono porque se harán anuncios importantes, todos deberíamos asistir.
—¿Importantes para quién? ¿Para ti?
—Para todos. Recomiendo que no faltes.
En ese momento, Cruz corría hacia ellos. Sin importarle la conversación que sostenían, se acercó para susurrar al oído de Marcus:
—Es tu hermano, lo llevan al salón de castigo.
Los ojos de Marcus se ensombrecieron, pero guardó la compostura, odiaría demostrarle a Rodrigo que algo le afectaba.
—Debo marcharme en este momento, Rod. Y no te preocupes, no faltaré al baile; para ser sincero, no sería lo mismo sin mí. —Se alejó sin esperar respuesta.
***
Sebastián y Dan permanecían encerrados en un cuarto angosto y húmedo con luz tenue y poca ventilación.
—No debiste venir, Dan.
—¡Claro que sí! Eres mi mejor amigo, no podía dejar que pasaras por esto solo. Además, no actuaste de forma incorrecta, solo dijiste lo que pensabas.
El cabello de Sebastián era castaño claro, pero lucía más oscuro debido a la cantidad de sudor que empapaba su cabeza en aquel reducido espacio.
—Tal vez ese sea el problema, pensar. No entiendo por qué soy el único que se hace preguntas o por qué todos me miran como si fuera incomprensible lo que trato de explicar.
—No eres el único que se hace preguntas, pero sí de los pocos que se atreven a exigir respuestas. El Abba asegura que el Santo castiga a quienes pretenden crear caos; si lo piensas bien, los chicos que hacían preguntas como tú han tenido finales trágicos. Mario Lazo murió ahogado cuando se bañaba en el mar; dicen que su padre intentó ayudarlo, pero una bestia emergió de las aguas y se lo llevó hasta lo más profundo. Amalia Gail fue devorada en el bosque por una docena de hienas cuando regresaba a casa. Lorenzo Stone quedó atrapado entre las llamas el día que su casa se incendió, fue el único de los