Flores. Afonso Cruz
Cruz, Afonso, 1971-
Flores / Afonso Cruz ; traducción Nicolás Barbosa López. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2020.
260 páginas ; 17 x 23 cm.
ISBN 978-958-30-6103-5
1. Novela portuguesa 2. Familia - Novela 3. Esperanza - Novela I. Barbosa López, Nicolás, 1988-, traductor II. Tít.
869.3 cd 22 ed.
A1660950
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Primera edición, agosto de 2020
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Editor
Panamericana Editorial Ltda.
Edición
Luisa Noguera Arrieta
Traducción del portugués
Nicolás Barbosa López
Fotografías de cubierta
© Shutterstock: Vilor,
Flower Studio, Quang Ho
Diagramación
Martha Cadena, Luz Tobar
ISBN 978-958-30-6103-5 (impreso)
ISBN 978-958-30-6327-5 (epub)
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Quien solo actúa como impresor
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Para Tó Manel
«Siempre habrá flores para aquellos que las quieran ver».
MATISSE
...
«Empezamos de nuevo. No nos rendimos».
LARS GUSTAFSSON
...
«Entremos más adentro en la espesura».
SAN JUAN DE LA CRUZ
ESTABA JUNTO A LOS RESTOS de mi padre, con los despojos de nuestros sentimientos a la deriva. Mi cuerpo aún decía su nombre, en voz baja, como si fuera sangre que corriera por las venas. Las lágrimas no caían, quedaban suspendidas en alguno de los compartimentos del corazón o en ese lugar donde las lágrimas se fabrican laboriosamente.
Clarisse estaba a mi lado. Estábamos cogidos de gancho, ella tenía la cabeza recostada en mi hombro.
Detrás de mis gafas oscuras, observé a las personas que habían venido al entierro, Carla estaba tan bonita, de negro, con el dolor en el rostro, el pelo liso y el vestido corto que le destapaba los muslos, pero no era el momento de pensar en eso, era el entierro de mi padre, y además Carla es mi prima hermana. Los destrozos de la muerte por todas partes, en la cara de la gente, en los recuerdos. Mi madre gritó un par de veces, Zé, Zé, Zé, el nombre de mi padre, y en ese instante derramé unas lágrimas, no tanto por él, ese cadáver tan sereno, sino por el dolor de mi madre, tan lancinante y catártico, tan siciliano en su expresión, cada Zé que ella gritaba era una puñalada en el aire, Zé, Zé, Zé.
El calor era inmenso, el sudor me escurría por la espalda, no, no era sudor, era la lengua de la muerte lamiéndome la columna de arriba abajo, arrastrándome hasta el suelo, la lengua caliente de esa extraña entidad que nos transforma en tierra, que lo transforma todo en tierra. Sentía su aliento a flores, pues la muerte no apesta como uno creería, tiene el olor de las coronas de rosas y margaritas y gladiolos que adornan los ataúdes y luego las lápidas. Todo huele a flores, el final de las cosas huele a flores, no a alcantarilla ni a podrido. Zé, Zé, Zé, gritaba mi madre, y la muerte nos lamía la espalda, sin parar, pasando la punta de la lengua, muy fina, por el cuerpo de los vivos, como quien bebe un aperitivo.
Y, mientras el sacerdote disponía que el polvo se convirtiera en polvo, yo bendecía a Dios con blasfemias.
LAS LÁGRIMAS NO SON TODAS IGUALES. Químicamente, las lágrimas que salen por cortar una cebolla son diferentes de las que lloramos cuando enterramos a nuestro padre. Las lágrimas, todas ellas, contienen aceites, anticuerpos y enzimas. Las que lloré ese día cuando arrojé una pala de cal al hueco donde enterraron a mi padre tenían, además de las partículas que un microscopio detecta, la tristeza inmensa de que ya no pudiéramos tomarnos una botella de vino. Una cosa son las lágrimas de cebolla y otra las lágrimas del corazón. Ese día llevaba gafas oscuras, unas Ray-Ban de los años setenta, de lentes verdes y marco dorado. La tía Dulce decía que mi padre era maravilloso, una especie de templo de Artemisa, y yo decía que sí, que lo era, sin duda lo era, y luego llegó el tío Enrique, con la barriga enorme, tanto que siempre llegaba unos minutos antes que él, y rascándose sus partes antes de decir que sí señor, que mi padre era del carajo, que era un gran jugador de bridge y que, con el pañuelo, podía hacer conejos y otras figuras, a las que daba vida con una especie de ventriloquía. A mí me parecía que eso era como una enfermedad que mi padre padecía, una cosa incontrolable: jalaba el pañuelo, se sonaba y luego le hacía un nudo para darle la forma de una cabeza de conejo, hablaba muy agudo y yo me desataba en llanto, no sé por qué, pero lo detestaba, me producía un miedo ancestral, algo que se instalaba al interior de mi cuerpo como si hubiera bebido un aguardiente.
Regresamos a casa, Clarisse, mi hija Beatriz y yo, después de almorzar bistec a caballo en un restaurante que quedaba justo frente al cementerio de Benfica.
CUANDO BAJÉ LAS ESCALERAS para recoger mi correspondencia, la tarde iba más o menos persiguiendo mis pasos, depredadora. Noté un cuerpo a mi lado. El sol entraba y me perforaba los ojos a través de una pequeña ventana del edificio, alcé la mano, me la puse en la frente para bloquear la luz y vi que era el señor Ulme, el vecino de al lado. Lo saludé. Hola, le dije, hola, dijo él, vine por la correspondencia, yo también. Me pareció que había envejecido años desde la última vez que lo había visto, tan solo unos meses atrás. Nos vemos muy poco, él casi no sale, y yo no soy una persona propiamente sociable. Le dije que solo los lagartos al sol parecían estar aprovechando el verano, que hacía un calor del tamaño de un planeta a punto de extinguirse. Sonrió. Tenía labios gruesos, ojos pequeños y unas cejas que eran verdaderas caídas pilosas de agua. No sé por qué, pero tuve ganas de invitarlo a un café. Nunca lo había hecho, a pesar de que él llevaba viviendo más de siete años en el apartamento de al lado. ¿Nos tomamos un café? Dijo que sí.
Mientras subíamos, yo iba detrás de él, veía su trasero enorme que se meneaba. Llevaba unos pantalones de lino transparentes que dejaban ver sus calzoncillos. Subimos hasta el rellano, y él se recostó contra la pared para dejarme pasar. Abrí la puerta y le pedí que siguiera.
Lo llevé a la sala, póngase cómodo, y fui a hacer café.
Cuando regresé de la cocina, él había cogido una de las revistas pornográficas que yo guardaba en una estantería del siglo XVIII, de caoba rojiza. Tengo una colección relativamente grande, sobre todo de los años sesenta, setenta y ochenta del siglo XX.
—Nunca había visto una.
—¿Una qué?
—Una mujer desnuda.
ME