Flores. Afonso Cruz

Flores - Afonso Cruz


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cáncer, el desempleo, la gripe aviar, la volati­lidad de los mercados. Por lo demás, no hace falta leer el periódi­co, las noticias van estampadas en la cara de la gente. Cuando entré a casa, la televisión estaba encendida y Clarisse dormía en el sofá. Pasé por el cuarto de huéspedes, la puerta estaba entreabierta, y noté algo que me perturbó terriblemente. No soy supersticioso, pero hay una cosa que, sin razón alguna, detesto: los sombreros encima de la cama. Clarisse había dejado mi sombrero en la cama. Ella sabe per­fectamente que no lo soporto.

      Tenemos un perchero en el cuarto y allí cuelgo mis sombreros, todos, tengo varios, que he comprado en distin­tos países, de fieltro, de piel, de lana, de Marruecos, de Pakistán, de Nueva York.

      Lo dejé pasar, pues supuse que había sido un descuido de Clarisse y que, cuando se diera cuenta, lo quitaría de ese lugar aciago (en todo caso, no soy nada supersticioso).

      A LA MAÑANA SIGUIENTE, me desperté con una fuerte migraña, desde las sienes hasta la nuca, como si mi cabeza fuera una colilla y un zapato la estuviera apagando. Hice café, me tomé dos analgésicos, pero no mejoró, tuve ganas de llamar a los bomberos para que me apagaran el dolor, cómo es posible que quepa tanto dolor en tan pocos centíme­tros cúbicos de cráneo, en fin, cuando lo pienso comprendo eso de que cada hombre es un universo, pues si no lo fuera no cabría tanto sufrimiento dentro de cada cabeza. ¿Dónde habré leído que mientras los filósofos creen que el hombre es un microcosmos, los sabios saben que el hombre es un macrocosmos? Dicen que a Lewis Carroll le daban fuertes migrañas y que por su culpa escribió Alicia en el país de las maravillas. Con seguridad no eran migrañas peores que las mías, un día de estos a lo mejor me salga una obra maestra.

      Clarisse estaba en el baño depilándose. La observé unos segundos y sentí que contemplaba un paisaje triste, no sé por qué. Clarisse estaba sentada encima de la tapa del inodoro, una pierna en el piso, la otra levantada, con un pie descalzo sobre la tapa y una toalla de algodón azul clara de­bajo. Las baldosas blancas, el ruido de la máquina de afeitar, los gestos metódicos, los calzones blancos, el cuerpo encorvado, la piyama casi del color de la piel, el pelo que le caía por el cuello y que ella acomodaba detrás de la oreja (y que volvía a caer y ella volvía a acomodar), esta escena, no sé por qué, me dio ganas de llorar.

      Abrí las dos ventanas grandes de la sala y me fumé un cigarrillo en el balcón mientras miraba una biblioteca al otro lado de la calle. Pensé en el señor Ulme y en la confesión que me había hecho el día anterior. Me parecía imposible que un hombre de esa edad nunca hubiera visto a una mujer desnuda, pues constantemente nos bombardean con imágenes de desnudez. A pesar de que se había referido a una fotografía, a lo mejor quiso decir que nunca había visto una en vivo. Pero eso también me parecía difícil de creer.

      Volví a entrar. Las cortinas ondeaban con el viento cálido de julio. Me acerqué al baño, golpeé la puerta entreabierta y le dije a Clarisse que saldría, necesitaba tomarme otro café, el dolor de cabeza me estaba matando.

      Cuando regresé a casa, tocaba una banda llamada orquesta Mnor, que todos los días ensayaba en el último piso y llenaba el edificio de melodías. Doña Azul se meneaba sutilmente mientras subía las escaleras, noventa y dos años de huesos moviéndose al ritmo de la música, un ligero menear que solo era perceptible si se le prestaba mucha atención. Doña Azul suele bailar con algunos de los músicos —a veces con los vecinos— en la azotea junto al salón de copropietarios. La vista es espléndida.

      Transcurrían las mazurcas, las tarantelas, los estándares de jazz, los tangos, las mornas, y parecía que las paredes comenzaban a empaparse, poseídas por la humedad etérea de la música. Juro que vi gotas de agua escurriéndose hasta el piso.

      ÚLTIMAMENTE, cuando siento que los labios de Clarisse tocan los míos, compruebo que no tienen historia, pues ya no evocan el primer beso que nos dimos. Creo que, en una relación, los besos siempre deben mantener la densidad del primero, la historia de una vida, todas las puestas de sol, todas las palabras susurradas en la oscuridad, toda la cer­teza del amor. Pero ya no es así. Ahora saben a las vacunas que le teníamos que poner a la perra (ya murió), a las conversaciones con el rector del colegio, a la loza sin lavar, a la bombilla que toca cambiar, a la humedad en el techo, a las asambleas de copropietarios. Toco con suavidad sus labios y me saben a rutina, a las finanzas, al ruido de la lavadora. Nos besamos como quien tiende la cama.

      El clima afuera pegaba contra la ventana, hacía un calor gordo que parecía querer romper los vidrios con un puñe­tazo espeso para poder entrar. Me senté en el inodoro con la cabeza entre las piernas y pensé en la vida, en el inmenso tedio en que me hundía. Me debatía en medio de una falta de aire, una especie de choque anafiláctico, provocado por la repetición monótona de horas, minutos y segundos.

      Qué es el amor, pensaba, sentado en el inodoro, entre las baldosas blancas de la pared que reflejaban con pobreza mi cara adolorida.

      Me pasé la mano por la quijada, por los ojos, me sentí viejo y cansado, listo para desistir. El espejo me provoca un efecto extraño, algunas veces me da una cachetada violenta de realidad y otras me eleva a la dimensión del sueño, de la ficción, de una verdad esencial que se deposita aquí dentro y que, por timidez, evita salir salvo en momentos de cierta intimidad. Ese día, el espejo se limitó a mostrarme un hombre deprimido. Pero resistiré. No puedo resignarme a que me muestre cualquier reflejo. Resistiré.

      Al pasar por el cuarto de huéspedes, noté que el sombrero seguía en la cama. Resolví no quitarlo, Clarisse tendría que darse cuenta de que había dejado el sombrero en la cama y, como sabe que me molesta, me trastorna, colgarlo en el perchero.

      DESPUÉS DE ESCRIBIR UN ARTÍCULO que tenía que entregar en el periódico, decidí llevar a Beatriz al parque. El señor Ulme venía de la biblioteca que queda justo frente a nuestro edificio y le hice señas para que se acercara.

      Traía un libro en la mano, y me acerqué haciendo todo lo posible para leer el título y el nombre del autor con disimulo. Era de Séneca. Le iba a preguntar algo sobre el libro cuando de repente un carro que venía hacia nosotros hizo un giro brusco a la derecha y casi nos atropella, si no fuera porque jalé al señor Ulme, por reflejo, hasta la acera. Por fortuna, Beatriz estaba detrás de mí. El carro paró unos metros adelante, le grité algunos insultos, una cabeza salió por la ventana, una mano hizo un gesto cortante junto al cuello, una amenaza de degüello. Ese tipo quería matarnos, les grité al señor Ulme y a las personas que pasaban, giró adrede, quería matarnos. El señor Ulme parecía estar rezan­do, susurraba algo indistinto. Estaba muy nervioso, las manos le temblaban, la quijada también. El carro arrancó. Lo conoce, pregunté, pero él respondió que no, y solo en ese instante se me ocurrió anotar la placa, pero ya era demasiado tarde. La amenaza me pareció muy extraña, y miré al señor Ulme por el rabo del ojo, desconfiado de que me estuviera ocultando algo. Cuando nos calmamos, le pregunté de nuevo si no conocía al hombre. ¡Ya le dije que no!, me aseguró.

      —Pues bien, debe ser un loco cualquiera que nos confundió con alguien más.

      —Debe ser.

      El señor Ulme señaló el suéter de Beatriz y preguntó:

      —¿De qué color es?

      —Amarillo.

      —No.

      —Sí.

      —Las cosas no tienen colores, eso no es una propiedad de los objetos. —Y, volviéndose a mí—: Tan joven y ya cayendo en el error de Aristóteles. ¿Usted acaso no la educa?

      —Es amarillo —insistió Beatriz.

      —Es la reflexión de la luz que hace parecer como si los objetos tuvieran color.

      —¿No es amarillo?

      —No.

      —¿Qué es, entonces?

      —Nadie lo sabe.

      FRENTE AL ESPEJO, logro ser yo mismo. Lejos del refle­jo que me ofrece el espejo soy un sucedáneo, una pobre imi­tación de mí mismo. Frente al espejo hay personajes, ¿qué estoy di­ciendo?, hay personalidades que surgen de mí,


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