Flores. Afonso Cruz
uñas pintadas, los ojos también, bluyines, tenis. No dijo nada al entrar, sonrió y me pasó por delante dándome una caricia en la cara, más o menos como se hace con los niños.
Le ofrecí una copa de vino, nos reímos de los disparates de Mendes, de la forma como pone los pies cuando camina, de las preguntas absurdas que hace. Los labios de ella iban reflejando esos trazos más oscuros que deja el vino.
Puse la mano en su pierna y de repente nos quedamos en silencio. Voy a poner algo de música, dije, y escogí Chet Baker, tenue, para no despertar a Beatriz y para que hiciera juego con las luces, que también insistí en atenuar.
Le quité la camisa, con las manos nos recorríamos la piel, con la lengua hablábamos el mismo idioma jadeante. Vamos al cuarto, le dije. La penumbra que ocupaba la casa lo envolvía todo en un aura de anticipación. Abrió un preservativo, me lo puso con la boca. Su pelo olía a las cerezas de mi infancia, recuerdo las mañanas de niebla en que subía a los árboles para comer sus frutos, que brillaban con el rocío de la mañana, y esa sensación de plenitud me vino a la nariz, ese olor difícil de definir y que solo aquel que suba a los árboles para coger frutos de verano puede identificar, un olor que queda entre la eternidad y la fugacidad y que, al parecer, también se adhiere al pelo.
—Huele a existencia.
—¿Qué? —preguntó.
—Nada.
Cuando acabamos, encendí la lámpara para fumarme un cigarrillo y fue cuando la vi, mi cuerpo sacudido por un choque de adrenalina, su cara vuelta hacia mí, en cuclillas al lado del armario apretando una muñeca contra el pecho.
QUÉ HACES AHÍ, le pregunté, pero Beatriz no me respondió, se limitó a pararse y se fue al cuarto, caminando muy lento, cabizbaja. Se movía con una calma y una placidez extrañamente adultas, una serenidad grave que no parecía humana, como si formara parte del suelo y del aire y de las cortinas, como si todo lo que existe fuera una extensión de sí misma. El pelo rubio suelto, apenas se le veía la cara contra la muñeca, ni una palabra.
Samadhi preguntó cuánto llevaba ahí, no sé, le dije, voy a hablar con ella. Samadhi se vistió, me fumé el cigarrillo, pero estaba bastante nervioso, las manos me temblaban. Es mejor que me vaya, dijo Samadhi, yo asentí. Entré al cuarto de Beatriz, oí el seguro de la puerta de la calle, le pregunté qué había pasado, pero ella no hablaba conmigo, no decía nada. Yo necesitaba de inmediato una historia que tuviera sentido, que pudiera minimizar lo que sea que ella hubiera visto.
Allí estaba yo, completamente perdido, sentado en el suelo al lado de la cama de mi hija, agarrando uno de sus osos de peluche y oyendo el corazón que latía, queriendo saltar, queriendo escapar. ¿Y ahora? ¿Y ahora, Beatriz? Mi voz salió ronca, tuve que carraspear, le dije:
—Mira, Samadhi estaba indispuesta, enferma, fue algo que se comió, tuvo que recostarse, papá la ayudó.
Silencio.
—Mamá no tiene que saber, es nuestro secreto.
Silencio.
Le di un beso, le deseé buenas noches.
Silencio.
Cuando me senté en el sofá de la sala, Chet Baker ya había dejado de sonar.
POR LA MAÑANA le hice el desayuno a Beatriz, leche, una tostada con mantequilla y mermelada, una naranja. Intenté hablar sobre lo ocurrido la noche anterior, pero ella se limitó a mirarme, con la cabeza inclinada hacia un lado. Le pregunté si la leche estaba lo suficientemente caliente, ella asintió. La llevé al colegio, sin dejar de observarla por el espejo retrovisor. Beatriz miraba por la ventana, a veces se enrollaba el pelo en los dedos.
Le pregunté si estaba robándose el paisaje con los ojos, pero no obtuve respuesta.
Le pregunté de qué color era su suéter, no digas verde porque los suéteres no tienen color, pero se quedó en silencio.
Me despedí de Beatriz con un beso en la frente y ella me sonrió, sin que yo supiera muy bien qué quería decir esa sonrisa, aunque quedé relativamente contento.
Compré el periódico, leí los titulares, pasé los ojos por las páginas de deportes, antes de regresar a casa. Llamé a Clarisse, intenté disimular mi nerviosismo, le dije que Samadhi había venido a la casa. Cuándo, preguntó, anoche, respondí. Qué quería, preguntó Clarisse. Quería dejarme los textos de las conferencias de esa tarde. ¿Acaso era urgente? No, pero estaba por el barrio y se acordó, había ido a cenar con unas amigas. Aunque creo que la comida no le cayó muy bien, porque casi se desmaya, tuve que acostarla en la cama e incluso pensé en llamar al ciento doce. ¿Qué tenía? No sé, Clarisse, a lo mejor una indigestión, pero a los pocos minutos se compuso y regresó a casa. No, no sé si está mejor, no la he llamado. Sí, debería llamarla, quizá esta noche, pero no me cabe duda de que está bien, las noticias malas corren deprisa. ¿Tus padres están bien?
Después de colgar cogí un libro, pero me quedé dormido en el sofá, casi al instante, no leí más de dos páginas. Trabajé un rato en un texto que estaba retrasado, pero no pude concentrarme.
Cogí uno de los juguetes de mi padre, un carrito de lata que tenía encima del escritorio, como decoración, y traté de imaginarlo jugando con él. Nunca es fácil ser niño, y esa época solo sirve para que los psicólogos ganen dinero. El carrito rojo de lata tiene al conductor pintado en el parabrisas, de frente, con sombrero, pero cuando uno lo pone de lado se ve de perfil. Claro que, por un instante, si uno lo mira desde una perspectiva caballera o isométrica, se ven dos conductores, el del parabrisas, de frente, y la misma figura en la ventana de la puerta, de lado. Me gustaría que la vida fuera así y nos presentara varios ángulos a la vez. Podríamos ser niños y adultos en la misma frase. Solo el gesto de poner la taza del desayuno en la mesa podría ser vicioso y a la vez virtuoso. Pero a lo mejor ya lo es, y las personas entrenadas logran ver la vida como si fuera un carrito rojo de lata, ven al conductor de frente y de lado, y saben que al poner la taza del desayuno en la mesa una persona puede ser viciosa y a la vez virtuosa.
A mi padre no le gustaba que pusieran el sombrero en la cama. Creo que le heredé esa superstición. Cuando somos niños aprendemos cosas muy estúpidas, como la ubicación de minas de tungsteno y las supersticiones. Los únicos que ganan con eso son los psicólogos.
No alcancé a almorzar porque no podía comer nada. A las cuatro y cuarto me fui a recoger a Clarisse en la estación. Me crucé con doña Azul en las escaleras, nos saludamos, se quejó del aumento de impuestos, que todos son unos ladrones, caen directo a nuestros bolsillos, cual rateros, aunque a estos los meten presos al instante, mientras a aquellos nadie los toca. Le dije que quizá no siempre era así, ella cambió de tema, habló de un programa de televisión, preguntó por el señor Ulme, que si estaba mejor de la cabeza, comenzó a criticar a la vecina de abajo, que siempre está sola.
—Julia es una mentirosa, por eso nadie habla con ella y siempre está sola.
—Ya me tengo que ir.
—¿Lo estoy aburriendo, querido?
—No, claro que no.
—Y le dije que esa no era la impresión que tenía de ella.
—¿A quién?
—A Julia. No me está oyendo.
—Continúe.
—Me comenzó a gritar, me dijo de todo, pero yo no soy de las que se quedan calladas y…
—De verdad ya me tengo que ir, que Clarisse llega ahora en el tren de las cinco.
—¡Clarisse! Su esposa es muy simpática. Trátela bien, querido, que mujeres así no hay muchas.
FUI A ESPERAR A CLARISSE A LA ESTACIÓN. Al verla sentí un peso inmenso, una especie de dolor de cabeza que se propagaba por todo el cuerpo, que agarraba los miembros y me apretaba los órganos como si fuera un enorme alicate de hierro. Beatriz corrió hacia ella, la abrazó, con un gesto emocionado entre la risa y el llanto. Clarisse me miró y levantó una ceja, preguntándome en silencio