Flores. Afonso Cruz
—Bueno, los niños siempre son un poco crueles.
—Quizá haya sido eso, no lo puedo afirmar, pues en realidad todos éramos complacientes con la sevicia e incluso envidiábamos las ideas de Manel.
—¿Y las hermanas Flores?
—Eran tres niñas maravillosas, tengo que decir esto despacio, maaaa-raaaa-viiii-lloooo-saaaaaaas, buenas muchachas, y eran lo que más soñábamos, no había nadie que no estuviera enamorado de las Flores. Mostovol, el que se volvió payaso, pasaba horas frente a la casa de ellas tan solo con la esperanza de verlas pasar por la ventana.
—¿Pero ellas no salían a la calle?
—Claro que sí, ¿acaso cree que vivíamos en la Edad Media? Pero no era suficiente, queríamos ver más, caminábamos siempre detrás de ellas, a una distancia respetuosa, claro, pero era algo más fuerte que nosotros. Ellas ni se daban por aludidas, apenas nos dirigían la palabra, a menos que fuera estrictamente necesario. Las tres eran muy diferentes.
Según el sacerdote, Dalia era la más baja, la más recatada, siempre de semblante severo, se vestía como una vieja («pero no se imagina cómo eran de bonitos los ojos, no sé si en todo el Eclesiastés hallaría una palabra que les hiciera justicia»). Violeta tenía un aire extraño, a lo mejor cierta aura de pecado, a diferencia de Dalia. Los ojos eran fogosos, emitían una especie de sarcasmo, la tez era oscura, la nariz relativamente grande, pero sin arruinar la armonía perfecta de los rasgos. Tenía un lunar sobre los labios. Margarita era jovial, era la única que, a veces, sonreía, medio avergonzada. Y, según el padre Tevez, «irradiaba un tipo de luz extraño, daba la misma sensación que una noche en el campo, cuando la luna ilumina el paisaje de tal forma que parece que fuera de día. En todo caso, las tres emanaban luz, y eso fue lo que nos guio hasta entrada la adolescencia, hasta que algunos de nosotros fueron a la ciudad, otros emigraron, otros murieron, y yo decidí ser sacerdote».
EL PADRE DEL SEÑOR ULME salía al balcón de la casa a leer poesía. Obligaba a las personas a aprender a leer y las obligaba a recitar poesía. Por la tarde giraba el gramófono hacia la calle y ponía a todo el mundo en el pueblo a oír Hayden, Wagner, Puccini. Orquestas famosas que grababan en Londres y en Salzburgo y en París y que ahora andaban paseando por los oídos de los habitantes del pueblo. Mozart recorría los campos, abrazaba los olivos y las encinas, la música llenaba el espacio que le falta a la naturaleza, porque siempre le faltan muchas cosas a la naturaleza, una de ellas es la música. Un alcornoque es mucho más alcornoque después de oír a Bach que solo por la compañía de mirlos y urracas. El padre del señor Ulme lo sabía, que debemos corregir el mundo, inventar una historia mejor, una historia con música. No desistiremos.
—¿Y jazz?
—¿Qué cosa?
—¿No ponía?
—El hombre era conservador, el jazz era música de bandidos.
—Pero al señor Ulme le gusta mucho el jazz.
—Saque las conclusiones que quiera.
Según el sacerdote, el padre del señor Ulme decía que el Día D había sido anunciado por radio con un verso de Verlaine. Era la manera para que todos supieran que el Día D había llegado. La poesía servía hasta para acabar con la guerra, era eso lo que el padre del señor Ulme anunciaba antes de comenzar a recitar un poema: «La poesía sirve para acabar con lo atroz, es una bala en la cabeza del horror, es una piedra arrojada contra este escenario de mal gusto, este mundo al que tomamos por real». Obligaba a todo el pueblo a oír poesía, él mismo reunía a los habitantes, como un pastor de verdad, los juntaba debajo del balcón, y siempre había más gente oyendo poemas que la misa el domingo en la mañana. No obstante, eso es algo que el sacerdote aún no logra perdonar, después de tantos años, ni al padre del señor Ulme ni a los habitantes de la aldea. Nadie entendía nada, es cierto, pero la fuerza del hábito echó raíces, la fuerza del hábito vivía en el campo, hizo como los árboles. Si no les gustaba la poesía, ¿cómo la iban a preferir en vez de los sacramentos? No se lo perdono. El sacerdote también contó que el padre del señor Ulme, cuando las personas no podían pagarse los estudios, proveía de modo tal que todos pudieran aprender. Las Flores fueron a estudiar a Lisboa, y quien les pagó sus estudios fue el padre del señor Ulme. Igual con Mostovol, que terminó siendo payaso. Igual con Porrinha, que según el sacerdote se volvió cirujano. Igual con Zaida, que después de estudiar y regresar a la aldea se fue a trabajar en el burdel de Cecilia, porque a las mujeres no les tocaba igual.
—¿Y ahora ha mejorado? —le pregunté.
—¿Qué cosa ha mejorado?
—Para las mujeres.
—No me haga preguntas difíciles.
CUANDO VOLVÍ DE ALENTEJO y entré a la casa, fui directo al cuarto de huéspedes. El sombrero aún estaba en la cama. Me sentí verdaderamente ultrajado, con seguridad Clarisse ya lo había visto ahí. Si no lo había quitado era porque se trataba de un mensaje.
El señor Ulme golpeó la puerta, le abrí, hizo una especie de venia.
Sacó un manojo de sobres del bolsillo.
—Desde que me operaron, esto me pulveriza las ideas, el cerebro, el cuerpo, la columna vertical.
—Vertebral.
—Vertical.
—Está bien, vertical.
—El mundo está en una situación desesperada.
Le pregunté qué sucedía, y él, con violencia, tumbó los sobres que había dejado sobre el mesón de la cocina.
—Esto. Esto es lo que sucede.
Cogí la correspondencia, casi toda eran cuentas, del agua, de la luz, del gas, del teléfono, algunos folletos con publicidad.
Me encogí de hombros.
—¿Es la indiferencia, entonces? —preguntó.
—No sé qué decir.
—¿No sabe qué decir, caballero? Se lo resumo en dos palabras: pagar o comprar. ¿Ese es el mundo donde vivimos y que construimos para nuestros hijos? ¿Tiene limonada? No puede ser artificial, quiero una de limones exprimidos.
Le dije que le haría una limonada, él se sentó en la silla junto a la mesa, visiblemente perturbado, respirando con dificultad, con la cabeza entre las manos, unas hilachas de pelo se le salían por entre los dedos. Saqué un limón de la despensa, lo exprimí, añadí un poco de agua, unas hojas de yerbabuena, hielo. Lo oía susurrar maldiciones de todo tipo, que parecían llenar el suelo de cobras, de siseos. Puse el vaso de limonada sobre la mesa.
—Todo está perdido —dijo.
Agarró el vaso, se lo bebió de un trago. Le quedó una hoja de yerbabuena colgando del bigote, y dijo:
—Amarga. Le falta azúcar, caballero.
* * *
Le conté que había decidido escribir su historia, reconstruirle la memoria.
—Usted es un verdadero ser humano, altruista y generoso. Me rindo a sus pies.
En efecto intentó agacharse, pero desistió a medio camino, se quejó por el dolor de espalda y luego repitió, en voz baja como de costumbre, entremos más adentro en la espesura, entremos más adentro en la espesura.
Le conté los pocos episodios que había reunido de su pasado, incluido el hecho de que el marido de doña Eugenia lo hubiera llamado un cabroncito burgués.
—A lo mejor sí lo fui.
No recordaba ningún episodio afectivo con Margarita Flores, pero dijo que sabía quién era, pues tenía un armario entero con dosieres llenos de notas de prensa sobre la fadista.
—Cientos de recortes, fotografías, y hasta tres o cuatro chales, ganchos de pelo y unos calzones. Me da un poco de vergüenza mirar ese mueble, me hace parecer uno de esos locos obsesionados