Flores. Afonso Cruz

Flores - Afonso Cruz


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vez que me volteaba, percibía un cuerpo que se escondía, primero en una esquina, luego en la entrada de un edificio, luego detrás de un sicomoro.

      * * *

      Entonces tomé una decisión muy importante, al llegar a casa, después de quitarme los zapatos y de fumar un cigarrillo en el balcón. La pondría en práctica al día siguiente, sin falta.

      EN EL ESPEJO:

      —¿Cómo se siente hoy, don Aguillera?

      —Bien, Kevin, muy bien, el calor que irradié por toda la pista quedará suspendido en este salón por más de una década. Los bailarines que me sucedan sentirán el lugar donde puse mis pies, como si pisaran flores en el campo. Por años, bailar aquí será como un paseo bucólico de una belleza más intensa que la de una cascada tropical. Los bailes que son ejecutados a la perfección nunca mueren.

      —¿Y ese momento de vacilación, don Aguillera?

      —Un pecado de mi pareja, es una inculta, una vieja que no ve bien de cerca, incapaz de comprender las sutilezas del cuerpo, no lee el lenguaje de la piel y en vez de girar el pie a la derecha lo hace a la izquierda. Mi problema son los demás, la pequeña ignorancia. Para que una persona muera basta con que el agua le llegue hasta la nariz, un centímetro hace toda la diferencia.

      —¿Te demoras mucho? —preguntó Clarisse al otro lado de la puerta del baño.

      —Dios, la gente sí que desprecia los pasos pequeños, los granos de arena, el pestañeo, don Aguillera. Pero su actuación fue notable, quedará en nuestra memoria.

      —Más que eso, quedará en la madera del suelo, en el mármol de las columnas, el universo es testigo de que mis zapatos pisan el suelo.

      —¿Te demoras mucho?

      —Pie izquierdo, pie derecho, así, fíjese cómo deslizo los pies con la inteligencia del viento que pasa por las caderas de una mujer. La sutileza con que…

      —¿Bueno?

      —Ya salgo.

      * * *

      Encendí el carro y partí hacia el sur. El pueblo donde el señor Ulme creció quedaba a hora y media de camino. No tenía aire acondicionado en el carro y el día estaba caluroso. Abrí todas las ventanas. Me fui por la carretera nacional para ahorrar dinero. Paré por la carretera a almorzar en un restaurante con ventanas de aluminio marrón y comí borrego al horno, demasiado grasiento. Leí un periódico deportivo. Me bebí un aguardiente al final mientras me fumaba un cigarrillo.

      El pueblo quedaba en la frontera, junto a España. Ya antes había recorrido esa carretera de niño. En ese entonces, Portugal era aún más pequeño y nosotros íbamos hasta España a comprar caramelos Solano, mi hermano, mis padres y yo. Un día me traje un Action Man. Tengo una fotografía con él, recién comprado, lo sujeto sonriente a la altura de la cabeza, frente a nuestro Austin Allegro blanco. Recuerdo cuando mi padre lo compró, estaba contento, orgulloso, pero me sentí decepcionado, esperaba algo más deportivo. Mi padre abrió la puerta y señaló el volante. Era cuadrado. Decían que era mejor para conducir.

      Paré en la plaza principal del pueblo, junto a la iglesia. Pregunté por la casa de los Ulme. Un viejo de boina de cuadros, con vellos que le salían por la nariz y las orejas, de bigote blanco, con un cigarrillo en la comisura de los labios, me señaló la casa.

      Era un edificio señorial, bastante deteriorado. Timbré, pero nadie me abrió. Golpeé la puerta de al lado. Una señora vestida de negro abrió la puerta. Le dije que estaba averiguando información sobre la familia Ulme.

      —¿Para qué?

      —Para ayudar a una persona.

      —¿A quién?

      —A Manel Ulme.

      —¿El niño Manel?

      —El mismo.

      —VIVÍAMOS EN UN RINCÓN —DIJO.

      Pensé: así es, doña Eugenia, en ese tiempo las mujeres vivían en un rincón. El mundo no era para ellas. Vivían siempre al fondo, en la penumbra húmeda de la vida. Su voz era un susurro lejano, que se arrastraba desde el rincón donde vivían y moría a su alrededor, cayéndoles de la boca directo al piso, como saliva. Las mujeres eran puertas cerradas.

      —Las mujeres vivían en un rincón. Trabajábamos mucho, de sol a sol, en el campo y en la casa.

      —¿Y ahora es diferente?

      —No lo sé. Sí, hay cosas que son diferentes. En ese tiempo cuajábamos el queso con las flores de cardo, les dábamos los restos a las gallinas. Ahora todo se va a la basura.

      —¿Tiene hijos?

      —Se me llevaron a mi único hijo y enterré un cajón vacío, porque sus pedazos quedaron regados por Angola.

      Pensé: la soledad es una enfermedad, doña Eugenia, que nos contamina el cuerpo, se entierra la semilla y luego nos nace en el pecho un roble muerto.

      —¿Por qué se quedó aquí?

      —Porque soy de aquí. ¿A dónde más iría?

      Pensé: lo comprendo, doña Eugenia. De la misma forma que un soldado resiste hasta la muerte para mantener su puesto, ella también lo había hecho, se había quedado en el campo, como el soldado que no abandona el puesto, así no crea en la guerra, aunque no sepa por cuál ideal lucha. Nunca será condecorado, pero sin duda es un soldado heroico. Ella pertenece a la tierra, así como los olivos y los alcornoques.

      Nos sentamos en las sillas de plástico rojo que tenía a la entrada de la casa.

      Según doña Eugenia, el niño Ulme era un muchacho perfecto, sin mancha, incapaz de cualquier injusticia, ponderado, simpático. Siempre se peinaba con la raya en el medio, y eso, según ella, «seduce a cualquier mujer».

      Era muy buen estudiante, me aseguró, trataba a todos por igual, «incluso a los de baja condición».

      —Vivían en una casa —dijo— donde las visitas eran doctores e ingenieros, pero él nos trataba como si nosotros también fuéramos personas de esas.

      —Hábleme un poco de la infancia del señor Ulme.

      —Era guapo, a las mujeres les gustaba, pero la niña Margarita fue la que le dio tres vueltas.

      Doña Eugenia recordaba el día en que él se enamoró.

      —Un saltamontes quedó atrapado en el pelo de ella, y cuando el niño fue corriendo a quitárselo los dos cayeron al piso y se echaron a reír. Doña María da Graça, la madre del niño Manel, se enojó, frunció el ceño, apretó las manos, y yo me di cuenta de que eso iba a salir mal, pues ambos venían de mundos diferentes, ¿se fija?

      —Quizá esos mundos aprendan a andar cogidos de la mano.

      —¿Cómo?

      —Nada. Así que ambos cayeron al piso y se echaron a reír.

      —Sí, pobres, estaban enamorados. Él andaba todo el tiempo con el nombre de ella en la punta de la lengua, si pedía sal, decía Margarita, si gritaba gol, decía Margarita, si exclamaba amén, decía Margarita, era un infierno para la señora, pobre. Era una gran vergüenza.

      La perra, con las tetas hinchadas, se acostó a los pies de la señora y se lamió la pata trasera. Batió la cola un par de veces cuando la miró, luego puso la cabeza en el piso como una especie de suspiro.

      Me puse las gafas oscuras, el sol me estaba atacando.

      Supe que Margarita Flores había sido una niña de pueblo, muy bonita, al igual que las otras dos hermanas. Eran las rompecorazones de la región. Años más tarde, Margarita se volvió fadista, según doña Eugenia, solo porque quería un destino triste, en el que terminó presa algunas veces. Era una muchacha rebelde, que «no se conformaba con su condición. Nosotros somos humildes, gente seria y honesta, no nos robamos nada, pero ella quería más, confundió


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