Flores. Afonso Cruz

Flores - Afonso Cruz


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señor Ulme volvió a sacar la revista que yo tenía en la estantería de caoba y la hojeó hasta detenerse en una página, la misma, creo, que la vez anterior. En voz baja, murmuraba una frase que, lo supe más tarde, es una especie de oración que repite con frecuencia para apaciguarse y, según me dijo después, «revelarse eterno en el mundo, cuando estas palabras son pronunciadas, la muerte no existe». Lo que él susurraba era:

      «Entremos más adentro en la espesura».

      * * *

      Allí estaba él, de pie, recortado contra el sol del final de la tarde, con una revista pornográfica americana en las manos, mientras susurraba entremos más adentro en la espesura, entremos más adentro en la espesura. Solo le veía la silueta negra, pues estaba a contraluz, junto a la ventana, con la ciudad detrás.

      Le pregunté si nunca había visto una revista pornográ­fica. Me dijo que sí, que no era ningún tonto ingenuo. No tuve el coraje de preguntarle si había estado íntimamente con una mujer. En vez de eso, le ofrecí té. Fui a hervir el agua y lavar la yerbabuena. Cuando llegué a la sala, el señor Ulme estaba agachado sobre Beatriz. Tenía una cinta métrica enrollada alrededor de su cabeza.

      —Cincuenta y tres centímetros.

      El señor Ulme estaba midiendo el diámetro del cráneo de mi hija.

      —Aquí tiene su té.

      —Ese es el tamaño del universo, decía. Cincuenta y tres centímetros. No se necesitan telescopios ni esos aceleradores de partículas ni números largos. Basta con esto —se refería a la cabeza de Beatriz—. Cincuenta y tres centímetros.

      Cuando me vio, Beatriz reculó, como si temiera algo, como si yo le fuera a pegar. Dio dos pasos atrás, bajó la cabeza, se quedó callada y emanó una niebla densa a su alrededor. Clarisse entró en ese momento, notó el ambiente que se cernía sobre la sala y preguntó qué sucedía.

      —Nada —le dije.

      —Medíamos el universo —dijo el señor Ulme.

      Beatriz, en voz baja:

      —Cincuenta y tres centímetros.

      * * *

      El señor Ulme se tomó el té, se levantó, me extendió la mano y se fue a casa. Arrastraba los pies al caminar.

      AL DÍA SIGUIENTE me encontré con doña Azul y su ojo derecho que siempre parpadea. Vive en el piso debajo del nuestro. Le hablé del señor Ulme.

      —¿Así que no sabe lo que le sucedió?

      —No.

      —Tuvo un aneurisma —me dijo.

      —¿Un aneurisma?

      —Sí, querido, operaron al señor Ulme hace dos meses. No recuerda una parte de su vida. Puede hacer todo lo que hacía, pero no recuerda el pasado. Sabe los nombres de todas las plantas, pero no recuerda que fue niño.

      —¿Nada?

      —Nada.

      —No tenía la menor idea.

      —Mi querido, parecería que no viviera en este edificio, tiene la cabeza en las nubes. Tenemos que estar ahí el uno para el otro, imagínese que un día llegara a necesitar ayuda, ¿a quién acudiría?

      Durante la cena, le pregunté a Clarisse si ella sabía del aneurisma del señor Ulme.

      —Claro, todo el mundo sabe que lo operaron. Incluso fui con Beatriz al hospital a llevarle un ramo de flores, sé que le gustan mucho.

      —Es una pena.

      —Sí, es muy triste perder la memoria afectiva, nadie debería sufrir un castigo así.

      Es cierto, Clarisse, pensé, recuerdo que el castigo para algunos judíos antiguos, el infierno, la genhenna, era un espacio de olvido absoluto, una aniquilación, una desaparición total. El abismo de la nada es más terrorífico que el sufrimiento infligido por las populares llamas. Al menos para mí. Dejar de ser es peor que sufrir por ser o haber sido.

      —¿Qué edad tiene?

      —¿El señor Ulme?

      —Sí.

      —Creo que sesenta o setenta y pico.

      —Parece mucho más viejo.

      —Así es.

      —¿Has entrado al cuarto de huéspedes?

      —¿De qué diablos estás hablando?

      EL SEÑOR ULME quiso que lo llevara a una sesión espiritista.

      —¿Quiere hablar con los muertos?

      —No exactamente, no tengo nada que decirles.

      —Entonces, ¿por qué quiere ir donde un médium?

      —Ya le diré, caballero, no sea impaciente. Usted es igual a todos los demás, solo piensa en hablar, ya sea con vivos o muertos. ¿No se le ha ocurrido oír? ¡Altitud! Una persona va donde un médium a oír a los muertos.

      La médium tenía pelo rojo y un gorro de croché blanco, los dedos eran largos, afilados en las puntas y terminaban en uñas pintadas de un rojo tan vivo que me producía un ligero mareo, como si el mundo estuviera demasiado contrastado. La boca, cuando se reía, revelaba unos dientes algo prominentes y amarillos.

      Solo en la mitad de la consulta comprendí la intención del señor Ulme con la visita, pretendía que su pasado, que algún fantasma de su pasado, reapareciera y comenzara a hablar con él a través de la boca torcida de la médium y le dijera: ¿te acuerdas, Manel, cuando te sentaste junto a un canal en Brujas, y de una senegalesa esbelta que te arrojaba el humo del cigarrillo en la cara, que luego se reía a carcaja­das y te invitó a bailar? Y tú, Manel, no te negaste, porque nunca le dijiste no a una mujer, y esta tenía un acento tan exótico y los brazos tan suaves y la piel tan oscurecida por el desespero de su infancia. ¿Te acuerdas, Manel, del tatuaje que ella tenía en el cuello, una cruz y un rosal alrededor? Y tú pusiste ahí los labios para pincharte con las rosas, pero lo que sentiste fue una palabra suya que te inundó el oído izquierdo con ese acento exótico, y cuando salieron del barco querías hacerte un tatuaje igual, me muero si no lo hago ahora, si no huelo a cruz y a rosas, fue lo que dijiste mientras te tambaleabas por la calle agarrado de su abrigo de piel.

      Pero la médium no dijo nada de eso (son memorias que yo reuniría más adelante), se limitó a engrosar la voz, supuestamente el que hablaba ahora era el padre del señor Ulme, dijo que estaba muy orgulloso de él, que lo veía desde el cielo y que su mirada lo empujaba por la vida, así como el viento infla las velas de los barcos. Hijo, dijo la médium con voz gruesa, aquí a mi lado tengo a tu madre, agárrame del brazo y sonríe, te extraña, te piensa mucho, quiere que te abrigues, que te alimentes bien, que comas pescado y vege­tales cocidos, brócoli y zanahoria, sé que ya no tienes ocho años, pero en el corazón de las madres es difícil que un hijo envejezca. Escucha, cuando oigas en tu cabeza una canción y no sepas de dónde viene, es porque ella la está tarareando, de modo que acaricia esa canción y ve por la calle silbán­dola, que a tu madre le gusta sentirse acompañada y así, mientras ella canta, tú silbas, para que formen una especie de orquesta, una en el cielo, otra en la Tierra.

      —¿Mi madre está ahí?

      —Sí, hijo, en realidad está en todas partes, no hay nada más omnipresente que una madre, ni siquiera Dios Nuestro Señor.

      —¿Cómo está?

      —¿No lo recuerdas?

      —No recuerdo nada.

      —Es muy bonita.

      —No recuerdo nada.

      —Son sesenta euros, por ser primera consulta, las siguientes quedan en cincuenta.

      Salimos. El señor Ulme estaba desanimado, cabizbajo, con la mirada en el piso.

      —Parece que va a llover —le dije.


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