Historias de mi abuela. Ella May Robinson

Historias de mi abuela - Ella May Robinson


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señora se cayó de su camastro, en medio de paquetes y cajas que se deslizaban por el piso del camarote.

      –Señora de White, ¿no le da terror? –le preguntó otra dama–. ¿Se da cuenta de que es probable que nunca lleguemos a tierra firme?

      –No tengo nada que temer –respondió ella con tranquilidad–. Busqué refugio en Cristo. Y si terminé mi obra, bien puedo descansar en el fondo del océano, como en cualquier otro lugar. Pero, si mi obra todavía no terminó, todas las aguas del océano no bastarían para ahogarme. Mi confianza está en Dios, y él nos llevará a tierra seca, si es para su gloria.

      Algunas de las mujeres confesaban sus pecados y clamaban a Dios pidiendo misericordia. Otras invocaban a la virgen María.

      Algunas de las mujeres confesaban sus pecados y clamaban a Dios pidiendo misericordia. Otras, invocaban a la virgen María para que las salvara. Una clamó, aterrada: “¡Oh, Dios, si nos salvas de la muerte, te serviré para siempre!”

      Pocas horas más tarde, el vapor desembarcó a salvo. Mientras los pasajeros descendían, la señora de White escuchó que una mujer exclamaba con sorna: “¡Gloria a Dios! ¡Me alegra poder pisar tierra otra vez!” Se dio vuelta para ver quién estaba hablando, y descubrió que era la misma dama que había prometido servir al Señor para siempre, si tan solo le salvaba la vida ese día.

      Mirándola fijamente a los ojos, la señora de White dijo:

      –Haga memoria de hace algunas horas, y recuerde sus votos.

      La mujer se alejó de ella despectivamente.

      En otro viaje en buque, la señora de White estaba contando a algunas jóvenes de la terrible tormenta por la cual habían pasado ella y su esposo.

      –Los cristianos siempre debieran estar listos para cerrar su tiempo de prueba al morir, o en la venida de Jesús –les dijo.

      –Así es exactamente como hablan los milleritas –dijo una de las jóvenes–. Son las personas más engañadas de la Tierra. Cierto día, esperaron a que Cristo viniera; hubo grupos en diferentes lugares que se pusieron túnicas para la ascensión, fueron a los cementerios, se subieron a los techos de las casas y a las colinas, y oraron y cantaron hasta que se pasó el día.

      –¿Alguna vez has visto a alguna de esas personas vestidas con túnicas de ascensión? –preguntó la señora de White.

      –No, yo no las vi, pero un amigo que sí las ha visto me lo contó. Y es algo tan sabido en todas partes que lo creo como si hubiese estado allí.

      –¡Ah, sí! –dijo otra del grupo–. Los milleritas de la ciudad donde vivo se pusieron túnicas de ascensión.

      –¿Y los viste con las túnicas puestas? –preguntó la señora de White.

      –No, no los vi; no estaban en mi ciudad. Pero, todos contaban que se hicieron túnicas de lino blanco para la ascensión y las usaron. Todos lo creen.

      Entonces la primera mujer, al ver la expresión dubitativa de la señora de White, dijo en forma concluyente:

      –Yo sé que fue así. Estoy tan segura como si los hubiese visto yo misma.

      –Bueno, creería que si era tan común ponerse las túnicas de ascensión, sin duda podrían darme los nombres de algunos de los que lo hicieron –dijo la señora de White.

      –Seguro –fue la respuesta convincente. Estaban las hermanas Harmon, de Portland. Mis amigos me contaron que ellos vieron a las hermanas saliendo del cementerio con las túnicas puestas. Como pasó el tiempo, ambas muchachas se volvieron infieles.

      Una dama miembro del grupo, que había estado escuchando en silencio, no pudo evitar reírse.

      –Quizá no sepan que están hablando con una de las hermanas Harmon –dijo–. La que está sentada a su lado es Elena Harmon. Ella y yo fuimos compañeras de escuela. Conozco a las hermanas Harmon de casi toda la vida, y sé que el rumor de que se hicieron túnicas de ascensión es mentira. Yo no soy millerita, pero estoy segura de que nunca pasó nada de eso.

      Hubo un silencio vergonzoso.

      –Probablemente, todas las historias sobre las túnicas de ascensión sean tan falsas como esta –dijo la señora de White–. La túnica que debemos llevar puesta cuando Jesús venga es la túnica de un carácter puro y sin pecado.

      En sus viajes, los White con frecuencia compraban boletos que solo le daban derecho a viajar en las cubiertas inferiores. Esta forma de viajar no era cómoda, pero era más económica. Cansados de viajar y de predicar, por las noches se acostaban en los bancos duros o sobre las cajas de mercaderías o los sacos de grano, usando sus maletines como almohadas y cubiertos con sus abrigos. A veces, en las frías noches de invierno, tenían que levantarse y caminar por la cubierta para conservar la temperatura. En verano, el calor sofocante y el humo del tabaco hacían que ellos se acercaran a los bordes del barco para recibir la brisa refrescante.

      Muchas veces me hubiese gustado preguntar a mi abuelo: “¿Por qué llevabas a mi abuelita de un lado a otro en esos duros viajes costeros, y en esos tediosos viajes en barcazas, cuando habría sido mucho más fácil ir en tren?”

      Un día, mientras echaba un vistazo a algunas cartas viejas escritas por Jaime White, encontré la respuesta a mi pregunta:

      “Generalmente, vamos de Boston a Portland en el barco de vapor. El boleto cuesta solo un dólar. Para ir directo en tren, el boleto costaría tres dólares”.

      Así eran ellos, pensaba mientras leía esta suave indirecta en una carta dirigida a un hermano que estaba viniendo a una de las conferencias. Aquellos pioneros sufrían cualquier clase de privaciones, con tal de ahorrar algunos preciosos dólares para poder viajar un poco más lejos y encontrar más familias que necesitaban la bendita esperanza del Salvador pronto a venir.

      Pasaban cosas asombrosas en esos viajes. Una vez, Jaime y Elena, junto al capitán Bates, pasaban por el Estado de Nueva York para asistir a una conferencia bíblica. Salieron en un barquito, pero después de un tiempo vieron que se acercaba un barco más grande. Como necesitaban hacer trasbordo a este barco, le hicieron señas para que se detuviera. Pero siguió camino. Mientras sobrepasaba a su barco, Jaime tomó a Elena de la mano, y ambos saltaron al otro barco y cayeron a salvo a bordo.

      –¡Tome, este es su pago! –gritó Bates al capitán, sosteniendo un billete de un dólar.

      Él también saltó a la barcaza más grande. Pero, a esta altura estaba casi fuera de su alcance. Tocó el borde con el pie, pero se cayó al agua. Sujetando la billetera en una mano y el dólar en la otra, comenzó a nadar detrás de la barcaza. Se le cayó el sombrero, y por tratar de salvarlo perdió el dólar, pero todavía seguía aferrado a su billetera. Finalmente, la barcaza grande se detuvo y subieron a Bates a bordo. El agua barrosa le chorreaba de la ropa y le rebalsaba por los zapatos.

      Al desembarcar del barco, fueron a la casa de una familia adventista de nombre Harris, para que el pastor Bates pudiese secarse. Allí, encontraron a la señora Harris en cama con un terrible dolor de cabeza, una dolencia que acarreaba por años. Les pidió que oraran por ella, y así lo hicieron. También le dijeron que consumir tabaco de mascar le acarreaba problemas.

      –¡Me alegra tanto que me lo hayan dicho! –dijo–. Nunca más lo volveré a usar. ¡Me alegro por el accidente, que los trajo hasta aquí!

      Todos estaban contentos, incluso el capitán Bates. Ese fue el final de los fuertes dolores de cabeza.

      Al abordar la siguiente barcaza, Jaime White dijo:

      –No llegamos a nuestra cita programada para el sábado, pero conozco a una familia adventista cercana. Pasemos el sábado con ellos.

      A última hora del viernes de tarde llegaron a la casa. Un niñito corrió al campo para llamar a su padre, que les dio una calurosa bienvenida cuando supo que guardaban el sábado. Pasaron un sábado agradable,


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