Encuentros decisivos. Roberto Badenas
Fuera de eso nada parece cambia en su dura vida. Al puerto de Capernaúm, en este pequeño lago interior, jamás llegarán barcos mercantes de lejanas tierras, por donde Simón, que nunca ha podido salir de aquellos contornos, le gustaría viajar.
El ejército, quizás. Los romanos siguen reclutando soldados para expediciones de conquista en regiones remotas. Quién sabe si gracias a Roma podría alcanzar un poco de gloria, y su nombre quedaría inmortalizado para siempre en la historia del mundo. Pero ahora que está casado, eso le suena demasiado irreal, y esas quimeras se esfuman pronto de su mente, borradas como huellas en la arena, lavadas por las olas que incesantemente vienen a deshacerse a sus pies.
Su pecho, curtido por el agua y el sol, se levanta lentamente en un suspiro de nostalgia, y vuelve a hundirse despacio, vencido e impotente, cual torrente de energía contenida, que no encuentra —y teme no encontrar nunca— un cauce por donde valga la pena desbordarse.
Sentado sobre la arena, Simón sigue arreglando las redes, mientras el sol resbala sobre su piel morena y dibuja huidizas formas sobre el movimiento rítmico de sus robustos brazos. Sus pensamientos vagan sin orden ni concierto, estrellándose contra los muros invisibles de la prisión de su realidad: condenado a ser pescador toda la vida, pendiente cada día de un cesto de peces. Su futuro se vislumbra a la vez tan predecible e incierto como las olas sobre las que arriesga cada noche la vida para arrancarle al mar su mísero sustento.3
Pero así viven los escasos habitantes de ese barrio pesquero: él, su hermano, sus padres, Zebedeo y sus hijos, sus amigos... Simón habla a veces con ellos del aguijón punzante de su descontento y de sus locas ansias de superación. Sus amigos lo secundan, pero la carga misma del trabajo les impide dar alas a sus sueños, y se dejan llevar por la rutina sin pensar en otra cosa que en el pan de cada día, que hay que salir a buscar a todo trance sobre las olas de este modesto lago.
Esa misma noche ya estaban los barcos faenando cuando salió la luna, en un creciente exiguo que apenas conseguía hacer visibles las siluetas de las naves sobre las olas. Simón había esperado el momento oportuno para lanzar la red. A la señal convenida, en silencio, se puso a proceder como de costumbre: soltar las amarras y dejar caer lentamente, sin ruido, los plomos por el costado de la nave que las sombras dejaban oculto.
De las otras barcas le llegaba el ahogado rumor de la misma maniobra, como cada noche. Después venía el trabajo más delicado de izar rápidamente las mallas antes de que escaparan los peces. De la rapidez y pericia de esa maniobra dependía en gran medida la captura. Simón era un diestro pescador que conocía su oficio mejor que muchos.
Cuando percibió la señal de aparentes tirones, de un golpe brusco levantó la red. Pero estaba vacía. Había que intentarlo de nuevo, dejando caer otra vez la malla sobre el costado del barco. El pescador frustrado repitió sin fruto esta operación varias veces, a lo largo de toda la noche.
Simón estaba agotado. Le hacían daño las articulaciones de los brazos, y ese dolor de espalda volvía a aparecer. En sus labios resecos le quemaba el sabor amargo de la derrota.
El viento fresco de la madrugada hacía estremecer su cuerpo sudoroso, acusando el cansancio y la rabia del fracaso. En un último intento, volvió a tirar de los aparejos. Esta vez ofrecían resistencia. Sus ojos desorbitados se abrieron aún más para ver emerger a la superficie los plateados reflejos de la ansiada captura. Pero un rasguño sordo abrió un boquete en la malla, y esta apareció vacía y rota, desgarrada tal vez por el mástil de un viejo navío hundido.
La pesca, hasta ahora infructuosa, ahora se había vuelto imposible.
La exigua luna había desaparecido. Amparado por la oscuridad, Simón se dejó caer sobre las mojadas redes, y no pudo contener unas lágrimas de rabia. Se juró a sí mismo que, si pudiera, dejaría la pesca.
Empezaba a amanecer y al resplandor de la aurora, los pescadores regresaron, silenciosos y taciturnos, al embarcadero.
Junto a su hermano y unos amigos, se había quedado a reparar las redes, procurando retardar el momento terrible de volver a casa con los cestos vacíos, sin pesca y sin ganas de nada.
Y fue entonces cuando llegó el maestro.
A aquella playa no solían venir extranjeros tan temprano, pero Andrés y Juan lo reconocieron en el acto y corrieron a su encuentro. Simón, cohibido, se quedó mirando intrigado a aquel singular rabí que, unos días atrás, se había atrevido a jugar con su nombre…
—Vaya, te llamas Simón Bar Jonás —le había dicho—. Suena bien eso de «obediente hijo de la paloma», o lo de «fiel seguidor de Jonás». Espero que seas menos pesimista que el viejo profeta… Yo te veo más duro que dócil. Te cuadraría mejor llamarte Kepa,4 digamos, Pedro: ¿Qué te parece lo de «guijarro de playa»?
El pescador, desconcertado, no había sabido qué responder. Porque en realidad así es como él se veía a sí mismo, como un guijarro de playa, desgastado por la rutina, incapaz de moverse de la orilla por sí solo. Su hermano le explicó más tarde que el nuevo maestro se atrevía a cambiar nombres porque estaba empeñado en transformar vidas.5
Intrigado por el encanto del misterioso rabí, tampoco supo resistirse cuando esa misma mañana le pidió prestada su barca.
¿Qué tiene ese hombre que lo hace tan irresistible, tan convincente? Su porte, su resolución, ese aire de saber lo que quiere, un no sé qué en la mirada… Así le gustaría ser a él. Sí, querría ser como él, con esa sobrecogedora personalidad.
Y al pensarlo nota que su corazón late más fuerte. Ese maestro que ya había transformado la vida de su hermano ahora estaba empezando a trastornarlo a él también.
El maestro ha terminado por fin de hablar con la gente, y avanza resuelto por la orilla. Le acompañan Andrés y sus amigos. En la gloriosa alegría de la mañana, su túnica blanca ondea al viento, como la vela de un navío sin amarras.
Paseando su mirada en torno suyo, como si otease el horizonte, el maestro se detiene de pronto, y se dirige hacia Simón. Este, avergonzado de haber abandonado su trabajo para espiar al visitante, baja la cabeza y recoge atolondrado la red, haciendo ademán de arreglarla.
Una extraña emoción lo embarga hasta el punto de no sentirse totalmente dueño de sus actos. No puede comprender por qué la llegada del maestro ha conseguido turbarlo hasta ese punto. Desde la primera vez que vio a Jesús, su imagen no deja de visitar sus sueños, y cada frase suya penetra en su corazón y lo hace palpitar. Porque sus palabras parecen tener vida propia6 y poner alas a sus sueños.
El maestro se acerca decidido al pescador.
—Ahí tienes tu barca, Pedro —el maestro se empeña en llamarlo así—. Te agradezco el habérmela prestado.
Y a renglón seguido, busca su mirada y le dice sonriente, implicando en el proyecto a sus acompañantes:
—Veo que se dio mal la pesca. ¿Por qué no recogéis las redes y volvéis mar adentro? Probad a echarlas otra vez, pero por el lado derecho.7
En otras circunstancias, Simón hubiera dicho que intentar la pesca tan a deshora era una locura, pero esta vez se contiene, y responde, taciturno:
—Maestro, después de bregar toda la noche no hemos pescado nada. Pero si tú lo dices, en tu nombre echaré la red.
Simón mira receloso en torno suyo, esperando que nadie del gremio lo vea, y se siente un poco ridículo volviendo a la pesca en pleno día. Pero su hermano y sus amigos le preceden entusiasmados. Quizá el deseo inconsciente de escapar al magnetismo del nazareno lo empuja a aparejar la barca y a ponerse a remar en contra de toda lógica.
Mientras se aleja de la orilla Simón no puede evitar volverse hacia la costa y mirar de reojo al extraño maestro, que sigue de pie en la arena, dirigiendo la operación, sin dejar de sonreír con la espléndida blancura de sus dientes, como si viera más allá de lo que se podía ver a simple vista.
—Sí, ahí, a la derecha.
Al