Encuentros decisivos. Roberto Badenas

Encuentros decisivos - Roberto Badenas


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No hay salvación posible en Israel. No escuchéis a su clero apóstata: os engaña. Somos nosotros el remanente fiel, los que vivimos la santidad que exige el juicio divino. La verdad no la tienen vuestros corruptos doctores. Solo la enseña el Maestro de Justicia. Guardar sus preceptos2 es el único camino para entrar en el reino de Dios.

      El muchacho parecía muy convencido. Pero ¿al reino de Dios se accede solo renunciando a los riesgos de la vida en sociedad? ¿Huir del peligro no es de cobardes? Sus amigos zelotes, con los que se reunían a veces en la clandestinidad, les insistían casi en lo contrario:

      —El reino de Dios hemos de imponerlo y construirlo nosotros, rompiendo como haga falta el yugo del opresor idólatra. Tenemos que luchar con nuestras propias manos, con todas nuestras fuerzas, y hasta con nuestra sangre si hace falta, contra los enemigos de Jehová de los ejércitos si queremos que el Mesías venga a liberarnos de Roma y de todos los males.

      Sus amigos zelotes eran también muy sinceros y fanáticos, pero valientes hasta el sacrificio. Uno de ellos había muerto mártir, crucificado por terrorista, hacía poco tiempo.

      ¿A quién seguir? Esa es la gran pregunta que atormenta la mente idealista de los jóvenes viajeros. ¿Qué camino lleva a la salvación? ¿El de la lucha a muerte contra los adversarios de Dios o el del aislamiento del mundo?

      —Dilema necio —responden con altivez los saduceos—. El cielo es solo de Dios. Para los mortales no hay más «reino» que el que ellos se agencien. El Todopoderoso reparte bendiciones y castigos en esta vida, porque no hay otra. Premia o sanciona según su voluntad soberana, sin que sepamos en todo momento el porqué de sus decisiones.

      A lo que los fariseos alegan:

      —Grave herejía. La Torá deja bien clara la ruta a seguir: Dios salva mediante la observancia de su Ley. La justicia divina se revelará inexorable en el juicio venidero sobre tu conducta en esta vida. Tus obras te salvan o condenan. Tras la inevitable muerte, el Juez supremo decide si la balanza de tus buenas acciones, oraciones, ayunos y limosnas, supera el peso de tus pecados.

      Perplejos ante esta encrucijada de caminos los jóvenes no saben qué dirección tomar. Por eso han viajado de lejos hasta aquí, el vado de Betábara, empujados por su desconcierto y por su sed de absoluto, a escuchar en persona al nuevo profeta. Interpelados por su mensaje han respondido a su llamamiento:

      —Arrepentíos, porque el reino de los cielos se acerca y mostrad por vuestros frutos la conversión de vuestros corazones. Dejad que Dios os limpie de vuestro pasado, renaciendo, con el bautismo, a una vida nueva. Solo Dios puede salvarnos de nosotros mismos y transformarnos por su poder. Yo os bautizo con agua, para marcar la ruptura de un nuevo nacimiento, pero el que viene tras mí es quien os puede sumergir en la atmósfera del Espíritu.

      De sus propios labios lo han escuchado. Para saciar su sed espiritual, los inquietos viajeros tienen que orientar el rumbo tras un nuevo guía, y ese no es el Bautista.

      —No, no lo soy. Yo soy tan solo una voz que clama en el desierto para prepararle el camino. El maestro que está por venir es vuestro guía. Más aun: él es el cordero de Dios anunciado, el único capaz de salvar al mundo de sus pecados y de abrirnos a todos las puertas del cielo.

      La pista no parece muy clara, pero los viajeros saben ya que la clave de lo que buscan no está allí, en el vado del Jordán, ni en las celdas de Qumran, ni en el templo de Jerusalén, ni en los piquetes de los sicarios, ni en las aulas de los doctores de la Ley. El rumbo a seguir lo va a marcar el Salvador prometido.

      Su inquietud se enardece cuando el profeta les señala a la distancia, con su enjuta diestra, a un caminante que baja por la ladera del monte:

      —Por fin, ahí llega. Es él. Seguidle dondequiera que os guíe.

      Embargados por la emoción, los jóvenes acechan impacientes, a su encuentro. Aquel hombre que se acerca silbando, de rostro anguloso tostado por el sol, es el maestro a quien deben seguir.

      Pero el peregrino no se sabe esperado y prosigue sin detenerse.

      Aunque su paso es firme no parece tener prisa y a los jóvenes no les cuesta alcanzarlo. Intimidados por su proximidad, no se atreven a dirigirle la palabra y caminan tras sus pasos, cohibidos. Le siguen de tan cerca que el viajero nota su presencia, se detiene sonriendo y, con voz grave, pero acogedora, les pregunta:

      Los muchachos, tomados por sorpresa, no consiguen responder, porque no saben formular lo que buscan. Se sienten desorientados, confundidos, insatisfechos de su vida y desean encontrar un camino que le dé sentido y los haga felices. Pero no saben poner palabras al objeto de su búsqueda.

      El singular caminante, que no huele ni a incienso ni a humo sino a tomillo y romero, repite su pregunta. Y esta no tiene que ver ni con ritos, ni con cleros, ni con teologías: tiene que ver con ellos, con su vida, con su aquí y su ahora:

      —¿Qué buscáis?

      Lo que buscan no es sin duda muy distinto de lo que buscan en algún momento de su vida otros jóvenes serios. Buscan, más allá de cualquier urgencia inmediata, lo que realmente les falta para orientar su existencia insatisfecha: un guía fiable, un amor duradero, alguien con quien compartir la vida, una vocación gratificante, una fe, un proyecto que les haga soñar.

      —¿Qué buscáis? Insiste el viajero.

      Y ellos, que no llegan a visualizar lo que buscan, salen del paso con otra pregunta:

      —Maestro, ¿dónde resides?

      Quieren saber dónde pueden encontrar al maestro cuando lo necesiten. Su pregunta equivale, de forma indirecta y quizá inconsciente, a la respuesta: «Quizás te buscamos a ti». Porque muchas veces, sin saberlo, buscamos algo cuando en realidad necesitamos a Alguien.

      Jesús entiende bien su pregunta. El también sabe que «residir» es más que detenerse un momento. Residir es morar, habitar, vivir, permanecer. Y él no tiene la intención de quedarse allí, junto al desierto. Por eso no les indica un lugar, sino una presencia:

      —Venid y ved.

      Es decir, «seguidme».

      Para sorpresa de los viajeros, el nuevo maestro no se confina en ningún domicilio fijo. Habita en el «venir» y en el «ver» de quienes le siguen. A él se lo encuentra viniendo y viendo: saliendo de donde estamos y descubriendo lo que no veíamos. Acercándose a él y observándolo bien.


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