Translúcido. J.C. Giménez
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TRANSLÚCIDO
J.C. Giménez
TRANSLÚCIDO
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© J. C. Giménez (2021)
© Bunker Books S.L.
Cardenal Cisneros, 39 — 2º
15007 A Coruña
www.distrito93.com
ISBN 978-84-17895-82-2
Depósito legal: C xxx-2019
Diseño de cubierta: © Distrito93/Nuria Palacín
Fotografía de cubierta: © Rocío Mercader
Diseño y maquetación: © Distrito93/Yésica López
«Ríe, y el mundo reirá contigo. Llora, y llorarás solo».
Ella Wheeler Wilcox,
Solitude
Muchas gracias a mi familia. A mis padres, a José y Luis Sánchez, Pilar, José, Susana, Encarna, Mawi y a Nuria por confiar en el proyecto. A mis amigos/as: Paco, Ingrid, Ito, Maite, Isa, Vidal, Javi, Laura, Mónica, David, Mon, Alex, Steve, Kika, Nando, Ingrid, Sergi, Vero, Soraya, Sama, David Espí, Iñigo Iturrarte, María, Ángel, Elena, Lidia, Rocío, Eva y Cris por escuchar mis historietas, leerme cuando lo he necesitado, y acompañarme en esta aventura. A mis compañeras de clase, Michelle y Nuria Bássols, por compartir su alegría conmigo y creer que tengo talento. Y por último —y por supuesto— a Lola.
Especialmente agradecido a Nuria Palacín por reflejar la esencia de la novela con su portada, y a Rocío Mercader por lograr algo que creía imposible: hacerme una foto en la que me viera interesante.
SI ALGO PUEDE SALIR MAL
Al salir de casa tuve la sensación de que me olvidaba algo. Regresé y pasé unos minutos barriendo cada centímetro del salón con la mirada. Tuve que revisar el maletín tres veces para convencerme de que eran cosas mías. Acabé saliendo por la puerta acompañado por una extraña sensación de pérdida.
Cincuenta minutos en el coche, sitiado por un tráfico intenso formado por apresurados conductores de bocina fácil, y llegaría a la oficina. Como cada puñetero día. Sin embargo, esa mañana no lograría cumplir con la rutina. Cuando iba a incorporarme a la entrada de la autopista recibí la llamada. Una voz tristemente familiar resonó en el habitáculo. Lo que me dijo me dejó obnubilado unos instantes, sin darme cuenta de que me había detenido en medio de un cruce con el motor al ralentí. No escuché los bocinazos de los vehículos a los que les cortaba el paso. Los conductores me gritaban para que saliera del medio y mi mente estaba a mil kilómetros de allí. Durante unos segundos me vi convertido en el foco de todos sus males. No podía reprocharle nada a aquella gente, yo hubiese hecho lo mismo. Continué la marcha hecho un amasijo de nervios y con una nueva dirección que tomar.
Detuve el coche en una gasolinera de la autopista y al lado de una papelera eché hasta la primera papilla. Acabé salpicándome los zapatos de vómito bilioso ante la atenta mirada de una madre y su hija. La niña le preguntaba «¿qué es lo que le sucede al señor?» mientras me señalaba. La madre, dedicándome una mirada despreciativa, tiró de ella y la metió en el coche como si yo fuera una especie de violador. Solo les faltó que las ruedas del coche rechinaran sobre el asfalto cuando se marcharon. Si no hubiera tenido el cruasán del desayuno obstruyéndome la garganta le hubiera dicho cuatro cosas.
Hacía años que no pisaba la casa del pueblo, sin embargo no había logrado olvidar cómo se llegaba. La ropa que llevaba puesta y un maletín lleno de contratos por firmar eran mi austero equipaje. De camino llamé a mi hermano. Deseé con todas mis fuerzas que atendiera la llamada.
¿Tienes idea de la hora que es? Me dijo. Tengo que contarte algo, respondí. La voz de mi hermano enmudeció de repente. Es papá, ¿no? Sí, dije. ¿Cuándo ha sido? Hoy. Mierda, cogeré el primer avión y mañana estaré ahí, ¿necesitas algo? No, está bien, le dije, y la llamada terminó.
Ni mi hermano ni yo tuvimos nunca una buena relación con el viejo. Sabíamos que algún día recibiríamos la llamada que nos notificaría su muerte. Luego los dos continuaríamos con nuestras vidas. Era como si estuviéramos esperando que el momento se dignara a llegar.
Tuve el impulso de llamar a mi mujer, incluso marqué su número. Me detuve antes de hacerlo. No, no sería buena idea, necesitaba estar concentrado y tranquilo. Hablar con ella solo me traería más quebraderos de cabeza.
El trayecto, que normalmente se recorría en una hora, me llevó más de dos circulando a la velocidad mínima de la vía. Me costaba horrores conducir hacia el pueblo. Intentaba convencerme de que no lo hacía por gusto, sino porque, simplemente, es algo que debía hacerse. Me lo dije más de cien veces, convirtiéndose en algún tipo de mantra con el que convencerme. Para acabar de rematarlo, el lacerante dolor en la clavícula derecha había regresado. Hacía tanto que no me molestaba que había llegado a olvidar que me la fracturé quince años atrás. Ni siquiera recordaba cómo me la rompí, solo lo mucho que dolía.
Un cielo plomizo amenazaba con descargar el diluvio. Chispeó con timidez antes de convertirse en una lluvia torrencial. Los limpiaparabrisas no daban abasto y las gotas impactaban contra el coche como si fuesen piedras. Dejé la autopista y conduje por carretera nacional durante un buen rato. El paisaje iba cambiando paulatinamente, ensombreciéndose, tiñéndose de gris. El pueblo dónde me crie se encontraba a las afueras de todo, rodeado de cientos de hectáreas de viñedos y campos donde pastaban las reses. Poco había cambiado en estos años.
Llegué sin hacer mucho ruido, aunque no pude evitar las miradas de los ancianos sentados en los portales con sus bastones soportando el peso de sus manos artríticas. Los saludé con la cabeza y continué mi camino. Salvo la plaza mayor, todas las calles del pueblo eran estrechas y en pendiente, con adoquines del siglo pasado. Difícil maniobrar por ellas e imposible pasar inadvertido.
Detuve el coche ante la puerta metálica sin apagar el motor. Ahí estaba. La casa de mi infancia. La pintura de la fachada se había descascarillado por el paso del tiempo y la dejadez. No iba a culpar a mi padre por eso, no podía ni ir al lavabo solo como para ponerse a hacer reformas. El jardín también estaba descuidado y no quedaba una sola brizna de césped, en su lugar había una tierra negra llena de trasquilones y el tocón de un antiguo naranjo en el centro. Respiré hondo. Metí la mano en el bolsillo y cogí las llaves de la casa. Nunca tuve la suerte de perderlas. De alguna manera siempre se las arreglaban para recordarme un pasado que se negaba a ser olvidado. Programé el GPS y tracé el itinerario a la funeraria bajo una tromba de agua.
Entré al edificio como si me hubiera dado un chapuzón en la piscina municipal sin quitarme antes la ropa. Claudio, el hermano de mi padre, llevaba esperándome una hora. El tío Claudio era una persona despierta y eficiente, y siempre sabía qué hacer en este tipo de situaciones. Él fue el que me llamó para darme la noticia. Ya se había ocupado de que trasladaran el cuerpo para comenzar los trámites. A parte del poco pelo que le quedaba en la cabeza y la rojez de sus párpados, estaba tal y como lo recordaba.
—Qué bien que hayas llegado —dijo al verme.
—Gracias por llamarme —le dije.
Me ofreció un abrazo del