Translúcido. J.C. Giménez

Translúcido - J.C. Giménez


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mi número y debía reconocer que eran bastante cómodas. Era la ropa de un muerto y olía como tal. Evité mirarme a ningún espejo por miedo a ver el reflejo de mi padre. Aquel sería mi atuendo hasta que la ropa se secara o hasta que los comercios abrieran por la mañana.

      Al anochecer empezaron a llegar conocidos de mi padre. Recibí sus pésames en bata y zapatillas.

      «Te acompaño en el sentimiento», repetían como loros. «Era un gran hombre» suspiraban con un nudo en la garganta. «Siempre lo recordaremos como la gran persona que fue» mentían otros con descaro. Aun así, el pésame más recurrente seguía siendo: «te acompaño en el sentimiento». Tras lo cual le seguía un leve abrazo y una palmadita en la espalda. Después se hace uno a un lado para ceder el paso y que el siguiente en la cola haga lo propio. No reconocí a la mayoría de personas que se congregaban en la casa, pero podía asegurar que ninguno «me acompañaba en el sentimiento».

      Volví a ponerme la ropa, aún húmeda, y me escabullí entre la docena de aldeanos que le hacían corrillo al tío Claudio. Nadie se dio cuenta de que me largaba. Era de noche y la grieta del cielo seguía siendo perfectamente visible. No irradiaba luz, no emitía sonido, tan solo se limitaba a permanecer ahí con imponencia.

      El bar del pueblo tampoco había cambiado. Una terraza compuesta por tres mesas eternamente ocupadas por los mismos abuelos jugando al dominó, y una camarera que servía copas con estudiada parsimonia. Claro que aquello era lo normal. Era como si en aquel pueblo el tiempo no pasara con la misma celeridad que en la ciudad. Bien mirado, tampoco estaba tan mal que me olvidara del ajetreo cosmopolita del que provenía y me relajara un poco. Dentro de unos límites, claro. Si me mimetizaba demasiado, corría el riesgo de acabar vistiendo pantalón de pana marrón por encima del ombligo y una boina a juego.

      Desde que tengo uso de razón, Héctor Plaza había sido el camarero y dueño del local. Bajito y achatado, exhibía un frondoso mostacho y una reluciente calva que lucía con orgullo. Todo un clásico. Me sirvió en la barra un bocadillo de salchichas del país y una cerveza. En el interior del local se congregaban media docena de parroquianos que bebían cerveza como si el mundo fuera a terminar mañana. La mesa a la que se sentaban corría el riesgo de verse desbordada con la ingente cantidad de botellas vacías que iban acumulando como si fueran trofeos. Eran clichés personificados: fumaban como chimeneas y bebían como cosacos.

      Di buena cuenta de tan nutritiva cena de pie, intentando prestar atención al pequeño televisor de tubo remachado en la pared donde emitían imágenes de la grieta. Héctor cambió de canal varias veces, topándose con que no había ninguno en el que no hablaran del fenómeno. «No jodas que no dan el fútbol» gruñó. Apagó el televisor y dejó el mando sobre la barra como si se hubiera cabreado con él. Nunca fui un forofo del fútbol, los deportes en general siempre me habían traído sin cuidado, en cambio, los allí presentes se lo tomaron como una grave ofensa.

      No recuerdo cuánto pagué por el suculento menú pero sí que fue a un precio de risa. Al principio pensé que Héctor se había equivocado con la vuelta, pero tras preguntarle aclaró mis dudas. Dejé dos euros de propina y devolví mi cartera al bolsillo. Los precios seguían anclados a cuando yo tenía ocho años. Bien por mí. Al dirigirme hacia la puerta, la máquina expendedora de tabaco reclamó toda mi atención. Me quedé parado ante ella unos segundos, como si estuviera hipnotizado. Saqué la cartera e hice recuento de monedas. Sabía que no debía hacerlo, me prometí no volver a caer. Conocía el peligro del «solo uno», y del «uno y lo dejo» y también del «por uno no pasa nada». Me engañaba diciéndome que esta vez sería diferente. Que lo compraba por los nervios del momento y que solo haría uso y disfrute del tabaco hasta que volviera a la ciudad. Antes de que dijera nada, Héctor ya había activado la máquina con el pequeño mando que pendía junto a media longaniza.

      Había dejado de fumar seis meses atrás. Más por imposición médica que por gusto, qué decir que me encantaba. Tras diecisiete años siendo fumador, mis pulmones se habían convertido en dos pasas negras y arrugadas. Me prometí dejarlo, dejarlo de verdad, no como mis anteriores intentos fallidos, esa vez sería la definitiva. Lo pasé mal las primeras semanas, siempre tenía ganas de fumar. En la calle miraba los cigarrillos entre los dedos de la gente e intentaba huir de aquel bendito humo azulado. Rehuía del café y del alcohol, eran hábitos asociados al tabaco. En tres semanas había dejado de pensar en fumar. Afortunadamente para mis conocidos, mi humor mejoró una barbaridad y todas esas cosas que dicen los que han logrado dejarlo. Seis meses después lo tenía completamente superado.

      Hasta esa noche.

      Con los ojos encandilados ante la publicidad de un vaquero encendiéndose un cigarrillo con una pose varonil volví a caer. Nunca me había sentido tan débil como aquella noche al ser escrutado por los ojos de Héctor mientras este cortaba salchichón sobre una tabla. Además, tenía el importe exacto. Una a una, las monedas fueron cayendo en la máquina y sumando el importe en la pantalla. El precio del tabaco sí que estaba al día. Compré un Marlboro y —a pesar de que todos lo hacían dentro— salí a fumar a la calle. Rebusqué en mi bolsillo y saqué un mechero. Siempre llevaba uno encima, costumbre de exfumador. La llama prendió a la primera y me llevé un cigarrillo a los labios. Los pulmones gritaban agradecidos por la dosis de nicotina que tanto tiempo les había sido privada. El primero lo fumé en cuestión de segundos. Las caladas eran tan profundas que a poco estuve de quemarme los dedos cuando le di la última. Lo apagué en un cenicero a rebosar de colillas y me apresuré a encenderme otro.

      Pedí un gin-tonic a un precio cómico mientras observaba las tímidas estrellas que se dejaban ver sobre la negrura que no ocupaba la grieta. Qué buen sabor tenía el tabaco, era tal y como lo recordaba, quizá mejor. Esperaba que, si volvía a fumar, el primer cigarrillo me supiera a mierda y me quitara las ganas de golpe. Nada más lejos de la realidad. Se me dibujó una sonrisa bobalicona en los labios mientras expulsaba el humo hasta el firmamento.

      Los cuatro o cinco parroquianos, que disfrutaban de sus olorosos puros y licores en vaso de tubo en una de las mesas, me dieron su bendición asintiendo con la cabeza. Continuaron colocando fichas de dominó sobre la mesa, sumidos en una humareda y bien abrigados en sus gabanes. Se tomaban sus partidas muy en serio a juzgar por el silencio con el que estudiaban las fichas que les había tocado. Solo abrían la boca para dar un trago de whisky o para morder la punta de un puro. Ni siquiera hablaban, parecían entenderse a la perfección comunicándose con gestos y gruñidos.

      Di por finalizada la noche. Me encontraba justo en la delgada línea que separa la embriaguez de la sobriedad y no pretendía sobrepasarla. Además, si no apaciguaba los nervios volvería a caer en la redes de la nicotina. De momento ya había comprado el paquete que ahora llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Lo acaricié con la punta de los dedos mientras enfilaba la calle.

      Por suerte para mí, la casa estaba vacía. No recordaba el ambiente gélido que albergaba en su interior al anochecer. Los cuadros estaban cubiertos por una fina capa de polvo blancuzco y las páginas de los libros apostados en las estanterías hacía tiempo que habían amarilleado. El galardón a la decoración más transgresora se la llevaba el crucifijo inmenso ubicado sobre la puerta del pasillo. Jesucristo lloraba y me miraba con la frente descarnada y sangrante por la corona de espinas. Sus manos y pies habían sido clavados a la cruz y también de esas heridas brotaba un reguero de sangre. En su pecho estaba el corazón ardiente, un símbolo arcaico y temeroso por el pecador. Era espeluznante. De pequeño, había noches en las que me aguantaba las ganas de ir a mear por no salir de mi cuarto y tener que pasar por delante. Me aterrorizaba la mirada con la que me juzgaba. Y sobre todo, su expresión agónica. En ese momento aún sentía escalofríos si lo miraba más de tres segundos. Estuve tentado de sacarlo de allí y esconderlo en el cajón más profundo de la casa, pero sentí aprensión con solo imaginar que debería tocarlo. Además, esa escultura formaba parte de la casa y tenía más derecho a estar ahí que yo. A pesar de que intentaba no mirarlo, sentía sus ojos clavados en mí todo el tiempo que pasé en la casa.

      Entré en mi antiguo dormitorio con pasos vacilantes. Aquella habitación traía consigo muchos recuerdos y no era fácil dar con uno agradable. Abrí el armario con un chirrido y busqué algo con lo que taparme. La de mantas que nos echábamos encima para entrar en calor


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