Translúcido. J.C. Giménez
a punto de echar a volar. Los bajé. Volví a subirlos. Salté del tocón y me miré las palmas de las manos. Observé el suelo que pisaba. Miré bajo la suela de mis zapatillas de cuadros. Estudié con detenimiento el jardín y sus inmediaciones. Corrí hasta la pared más alejada, regresé. El problema persistía. O me había vuelto loco o juraría que había dejado de tener sombra.
De camino a la tienda, y vestido con la ropa húmeda, asimilé un poco la situación. Había desaparecido mi silueta bidimensional, que fielmente me seguía desde que nací, y ya la estaba echando de menos. ¿Qué le había hecho yo para que me abandonara de la noche a la mañana? Hice una búsqueda en internet y descubrí que, en ciertos lugares del planeta, hay dos días al año en los que el sol proyecta su luz de manera completamente perpendicular sobre la superficie terrestre. Ese fenómeno provoca que los objetos perpendiculares al suelo no arrojen ningún tipo de sombra. Obviamente si estirara el brazo horizontalmente la sombra debería estar ahí. En mi caso, hiciera lo que hiciera, mi cuerpo no la proyectaba. Era como si la luz del sol pasara a través de mi cuerpo. Las señales de velocidad máxima tenían su propia sombra, las palomas posadas en los tejados también, hasta los coches la tenían. Me había convertido en alguien privado del derecho a la opacidad.
Al llegar a la tienda la puerta automática no quiso abrirse. Se negaba a dejarme entrar a pesar de mis aspavientos dirigidos al sensor. Hasta le di unos golpecitos al cristal para que entrara en razón. Era del todo surrealista, la puerta no detectaba mi presencia. En cambio sí se abrió cuando una señora salió del establecimiento, momento que aproveché para colarme en el interior.
—Creo que la puerta necesita una revisión —le dije a la dependienta como saludo.
—¿Ah, sí? Qué raro, hace poco que la arreglaron —respondió la mujer tomándome por un loco.
—Yo de usted volvería a llamarles, no hicieron bien su trabajo —dije señalando la puerta.
Para mi sorpresa, la puerta se abrió a una pareja de ancianos que entraron como si nada. «Bueno, a veces las cosas fallan», me dije, «tampoco hagas una montaña de esto». Me volví hacia la dependienta y le pedí unos pantalones, una camisa y ropa interior. El muestrario que había en el local era tan desfasado como falto de gusto, pero no me puse exquisito con la moda, necesitaba algo limpio y seco con urgencia aunque me vistiera como un señor de sesenta años. No me probé ninguna prenda. La mujer me entregó lo que le pedí y me dispuse a abandonar el establecimiento con una bolsa en cada mano.
—¿Ves? —le dije a la dependienta cuando la puerta no se abrió.
—Espere —la mujer se acercó unos pasos y la puerta se echó a un lado.
—Muchas gracias —le dije con una sonrisa al tiempo me apresuraba a salir antes de que volviera a cerrarse.
Cuando hube caminado unos cuantos metros caí en la cuenta de que no había pagado por la ropa. Giré en redondo y me encaminé de nuevo al establecimiento. La maldita puerta seguía inmutable ante mi presencia. No me quedaba paciencia suficiente como para pasar otra vez por lo mismo. Ya le pagaría cuando la arreglaran.
El tío Claudio me esperaba en el jardín junto a otro hombre. Se presentó como el notario y me pidió que pasáramos dentro, que se estaban quedando congelados. Antes de abrir me fijé en sus sombras. Tanto el notario como el tío Claudio desprendían genuinas sombras oscuras y gráciles. No negaré que sentí una profunda punzada de envidia. Los hice pasar y nos sentamos en el sillón.
—Antes de nada me gustaría darle mi más sentido pésame —dijo el notario.
—Se lo agradezco —le dije encendiéndome un cigarrillo.
Cogí una taza de café, la puse sobre la mesa y lo usé a modo de cenicero.
—Su padre quería que me reuniese con usted, llegado el caso, para hablar de la herencia —dijo el notario.
—Mi hermano no va a poder venir, si yo puedo ayudarle… —dejé la frase en el aire.
—Sí, por supuesto —dijo el notario ajustándose las gafas sobre el puente de la nariz con gesto nervioso.
—Perfecto —dije complacido.
El tío Claudio se sentaba en una silla y nos observaba en completo silencio como si fuera parte del mobiliario. Parecía gustarle estar al tanto de todo y la verdad es que a mí no me importaba. Al contrario, le agradecía que estuviera a mi lado en aquellos momentos.
—Su padre escribió el testamento hace diez años —prosiguió el notario—. Al no tener más familia viva, todas sus pertenencias pasarían a manos de sus descendientes. La primera dotación se trata de esta casa, valorada en bla, bla, bla.
Juro que en ese momento desconecté. ¿Qué me importaba aquella vieja casa? Tampoco me importaba el dinero que hubiera logrado ahorrar en su miserable vida. Solo quería terminar cuanto antes y marcharme. Joder, que ganas tenía de volver a mi apartamento y dejar todo esto atrás.
—…así como las joyas de su madre y diez hectáreas en el prado sur —proseguía el hombre.
—Muy bien —dije rascándome la barbilla. Debía afeitarme con urgencia.
—Si está de acuerdo, puede firmar aquí y aquí —dijo acercándome unos papeles y un bolígrafo azul.
Planté mi firma y se lo devolví todo.
—Puede quedarse con el bolígrafo —dijo guiñándome el ojo.
—Muchas gracias —contesté con mi mejor sonrisa fingida al ver que el bolígrafo publicitaba su notaría.
—Pues hemos terminado —se puso en pie a la vez que lo hacía el tío Claudio, que saltó como un resorte—. De nuevo, mi más sentido pésame. Son momentos muy duros y comprendo por lo que debe estar pasando.
—Sí, lo estoy pasando muy mal, es muy duro —dije acompañándolos a la puerta—. Muchas gracias por venir, que pase un buen día. Hasta luego, tío Claudio.
Vi cómo se marchaban con sus espectaculares sombras pegadas a los talones y cerré la puerta en cuanto hubieron abandonado el jardín. Cogí las bolsas de ropa y eché su contenido sobre el sofá. Volví a rascarme la barbilla y me dije que en algún cajón del lavabo debería de haber una cuchilla de afeitar.
Por la tarde hablé con Bruno.
—Sin novedad en el frente —me dijo.
—¿No hay vuelos? —pregunté.
—No, tío, ninguno.
Alcé la vista hasta la grieta que persistía en recordarnos su presencia imposible.
—Mierda —dije—. El velatorio es mañana.
—Lo sé, Marquitos, pero es imposible. Ojalá pudiera estar ahí contigo —dijo.
—Ya, pobrecillo.
—Lo digo en serio, tío. A este paso me perderé también el entierro.
—Sí, te lo perderás, y me dejarás solo ante una jauría de familiares que hace mil años que no veo. Tendré que ponerles buena cara y dar besos hasta que me sangren las mejillas. A veces pienso que soy yo el hermano mayor —dije con pesar.
—Pues no lo eres, Marquitos, pero tendrás que ejercer como tal en mi ausencia.
—Joder, Bruno, esto es una mierda. Esta casa me trae recuerdos —le confesé.
—No le des muchas vueltas a la cabeza o acabarás volviéndote loco —me aconsejó.
—Quizá ya lo esté —dije observando la diminuta sombra de una mosca posada sobre la ventana—. ¿Puedo preguntarte algo?
—Dispara.
Si podía hacerle una pregunta rara a alguien sin que me tomara por un lunático era a Bruno.
—¿Tienes sombra? —le dije intentando no sonar como un chiflado.
—¿Qué