Translúcido. J.C. Giménez

Translúcido - J.C. Giménez


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la noche en aquella habitación.

      Encendí el viejo televisor y me senté en el sofá. No fue difícil dar con un canal de noticias. Todos los canales retransmitían imágenes de la grieta mientras el presentador le leía a la cámara. Al pie de la imagen leí el nombre con el que la habían apodado: «La cicatriz purpurea». Cambié de canal con idéntico resultado. En este caso la llamaban «El ojo de Dios». Tardé en percatarme que estaba viendo un canal religioso y, cuando quise darme cuenta, estaba enganchado a la efusividad del predicador.

      —Nuestro señor nos observa, ¿es que se necesitan más pruebas para confirmar su existencia? —decía a voz en cuello—. Dios no será piadoso con los pecadores. El momento del juicio ha llegado.

      Reuní la fuerza suficiente para sintonizar otro canal y me vi mirando una concentración de cientos de personas portando velas y cantándole al cielo. ¿El mundo había cambiado tanto en tan poco tiempo? Sí, la grieta era algo inaudito, pero mi padre había muerto y yo debía encargarme del entierro. Eso era lo más importante. Ya tendría tiempo de preocuparme por el «Ojo de Dios» cuando volviera a la ciudad.

      Pasado un rato, los parpados empezaban a pesarme y decidí que había llegado el momento de meterme en la cama. Una vez tumbado me sentí desagradablemente cómodo. Me tapé hasta las cejas en busca de un calor que no necesitaba y dejé la mente en blanco. Tal vez si lo hubiera pensado mejor hubiera ido a un hotel.

      HERIDAS VIEJAS

      El estridente timbrazo de la puerta me despertó con una bofetada. No fue fácil salir del abrazo de aquel viejo colchón de lana. Era tan mullido, y el somier de muelles estaba tan dado de sí, que el camastro te engullía por completo si tenías la brillante idea de tumbarte en el medio. Me puse la bata y fui a recibir a quien fuera que llamara a esas horas. Distinguí una silueta tras el translúcido cristal de la puerta, me peiné el flequillo con los dedos y abrí. Mentiría si dijera que no reconocí aquel rostro que me miraba desde el umbral. De saber que iba a recibir aquella visita me hubiese vestido con algo más digno.

      Habían pasado diecisiete años pero seguía siendo aquella niña pecosa y sonriente. También la causante de mi insomnio juvenil.

      —Felicia —le dije apoyado sobre la hoja de la puerta.

      —Lo siento, Marcos —me dijo antes de darme un abrazo.

      Lo siento. Sí, esa es una frase correcta para decirle al familiar de un fallecido. Le devolví el abrazo y la aparté para mirarle a los ojos.

      —Estás, estás…

      —Mayor —dijo ella—. Ha pasado mucho tiempo.

      —No iba a decir eso.

      —¿Puedo pasar? Hace frío en la calle.

      —Ah, sí, por supuesto —dije echándome a un lado.

      Se sentó en el sofá mientras formaba una cazoleta con las manos y se echaba el aliento en ellas. Parecía ser una mañana fresca a juzgar por las nubes de vaho que expiraba. Fui a buscarle una manta y se la eché por los hombros.

      —No recordaba el frío que hacía en esta casa —dijo Felicia.

      —Dímelo a mí, he pasado aquí la noche.

      —Pensaba que irías a un hotel.

      —Yo también, pero ya era tarde para buscar habitación. ¿Sigues viviendo en el pueblo? —le pregunté desde la cocina, calentando un cazo con leche en los fogones.

      —Oh, no —dijo como si la hubiese ofendido—. Vivo en la ciudad desde hace años. No podía no venir cuando me enteré de lo de tu padre. Lo siento, Marcos.

      —Sí, eso ya lo has dicho, todos lo sentimos ¿Quieres tomar algo? Estoy preparando café.

      —El mío con leche, por favor.

      No sé porque se lo ofrecí puesto que no tenía ni idea de si mi padre guardaba café en aquella cocina. Rebuscando en los cajones de la encimera encontré una lata de pastas de té que escondía en su interior unos cuantos sobres de café instantáneo. Genial, yo odiaba el café instantáneo. Regresé al comedor con dos tazas de café humeantes y me senté a su lado. Ella sopló su taza con los ojos entrecerrados antes de darle un sorbo.

      —Lo siento, el café es de sobre.

      —Está perfecto, Marcos, gracias. ¿Qué tal estás? ¿Cómo te va la vida en la ciudad? ¿Te convertiste en astronauta?

      —Que va —dije con una irrefrenable carcajada—. Aquello fueron los delirios de grandeza de un chaval de siete años. Me dedico a los seguros, y no me va mal.

      Lo que no le dije es que mi delirio desde los veinte hasta la actualidad era convertirme en escritor, como también obvié lo de que las editoriales huían de mis manuscritos como de una venérea.

      —A juzgar por cómo vas vestido, cualquiera lo diría —dijo señalando la bata y sonriendo.

      —¿Esto? Ayer me pilló la lluvia y no tenía nada que ponerme. Tampoco me queda tan mal ¿no?

      —Qué va, tienes tu puntito —dijo rompiendo a reír.

      —Cuánto tiempo llevaba sin escuchar esa risa —dije en alto.

      —Diecisiete años, creo —dijo soplando el café.

      —Cómo pasa el tiempo. Aún recuerdo cuando corríamos por el prado o cuando hacíamos carreras de bicis en la bajada del cementerio —dije. Era el primer recuerdo de mi infancia que no me resultaba desagradable.

      —Sí, y míranos ahora.

      —He de remarcar que sigues tan guapa como siempre.

      —Tú tampoco estás mal —dijo con mirada juguetona.

      —Bueno, la cerveza es mi perdición —dije masajeándome la barriga.

      —Sigues siendo el gracioso del pueblo ¿eh?

      —Hay cosas que es mejor no cambiar.

      Estaba disfrutando de ella tanto como cuando éramos niños y no me atreví a besarla la noche de la fiesta mayor. Experimenté una extraña sensación de afecto por Felicia, como si nunca nos hubiéramos separado. Me pregunté cómo habría sido mi vida de no haberme marchado del pueblo. ¿Seríamos la feliz pareja que todos auguraban si me hubiera quedado? Cuando iba a sentarme a su lado, el sonido de un claxon resonó desde la calle. Felicia se puso en pie de un salto y se atusó la falda antes de ir hacia la puerta.

      —Es mi marido —dijo—. Le dije que estaría aquí.

      —Ah, muy bien, ¿no me lo presentas? —dije con una punzada de decepción.

      —Ya habrá tiempo. ¿El velatorio es mañana? —preguntó.

      —Sí, a partir de las once.

      —Nos veremos en el tanatorio. Me alegro mucho de verte, Marcos, aunque sea en estas circunstancias —se despidió yendo hacia el coche.

      —Yo también me alegro, Felicia —y cuando ya se hubo alejado lo suficiente añadí—. No sabes cuánto.

      No llegué a ver a su marido. Solo vi a Felicia entrar en un Mercedes negro y desaparecer con el leve ronroneo del motor. Los despedí agitando la mano a pesar de que ya no podían verme.

      Miré los hierbajos acumulados contra las paredes de ladrillo visto mientras me preguntaba cuánto tiempo hacía que nadie le daba un repaso al jardín. El tocón que permanecía en el centro había sido un naranjo tiempo atrás. No recordaba si lo talaron cuando yo aún vivía en la casa. Mi hermano y yo leíamos comics bajo su sombra los domingos antes de ir a misa. Incluso arrancábamos naranjas con las que hacíamos zumo. Su sabor distaba mucho de ser pasable pero nos compensaba saber que era de cosecha propia. Aquel árbol había sido alto como un gigante. Ahora su sombra solo podía dar cobijo a una fila de hormigas bien apretujadas.

      Debía acicalarme e ir a comprar algo que ponerme. Me volví hacia la puerta con tanto


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