Homo bellicus. Fernando Calvo-Regueral

Homo bellicus - Fernando Calvo-Regueral


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sino que comienza a tallar cantos para obtener bordes cortantes. Homo erectus mejora las habilidades cooperativas e inicia migraciones complejas. Y Homo sapiens, en torno a trescientos mil años de antigüedad, ha domado el fuego, puebla hasta los más inhóspitos rincones y acumula aprendizaje sin cesar. Puesto que su constitución no era la de un depredador, se vio impelido a prolongar su fuerza mediante herramientas que le permitieran cobrarse presas en movimiento y a distancia. Para lograrlo debió hacerse sumamente diestro en la coordinación de ojo, brazo y manos, afinando su puntería… y su ingenio.

      Hacia el año del «gran despegue» —diez mil años de antigüedad— este ser ya solo es seminómada: los clanes de cazadores-recolectores merodean por zonas amplias de territorio pero limitan su radio de acción por varios motivos. El primero de ellos sería eminentemente práctico: al comprender los ritmos de la naturaleza, saben qué zonas son más propicias para obtener alimentos según las diferentes épocas del año. El segundo nos habla de un próximo sedentarismo, pues su refugio natural ya no es solo la cueva, sino asentamientos cercanos a cursos de agua formados por tiendas de campaña o chozas, las primeras portátiles, las segundas elaboradas para volver a ellas de forma estacional. El tercer motivo, muy sugestivo, es propio de su instinto animal: evitar colisiones innecesarias con otros grupos.

      Aunque no se puede hablar en sentido estricto de una economía productiva, sí es fácil rastrear comunidades cada vez más desarrolladas caracterizadas por la administración de recursos, un incipiente urbanismo y cierta asignación de roles. Homo sapiens, gregario y territorial, ávido por satisfacer sus necesidades, aprende a ponerse máscaras: esta primera es básica pues lo convierte en Homo economicus. Pero hay más: aquellos humanos se adornan con conchas, crean tótems, fabrican instrumentos musicales, pintan cuevas rupestres en lo que con toda propiedad se puede llamar ya arte y practican enterramientos rituales. Han aprendido a añadir a la funcionalidad de los objetos una impronta de embellecimiento y a su conciencia de la muerte —tan importante en lo que tiene de sentido práctico para la planificación del futuro— una espiritualidad única en el reino animal. El mono desnudo, el homínido fabril, es también un Homo religiosus.

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      Volviendo a los paleoantropólogos, suelen prestar estos poca atención al origen del fenómeno bélico en el proceso evolutivo. Esta actitud puede deberse a una carencia de vestigios, mas también a una falta de interés, quizá, sobre el desarrollo posterior de la especialidad que hemos dado en denominar historia militar. La recíproca es igualmente válida: los especialistas de esta materia evitan en sus tratados adentrarse en las fases anteriores a la aparición de los primeros ejércitos de la Antigüedad. Ambas posturas son razonables pues rastrear en las luchas territoriales que practican todos los animales comportamientos parecidos a la guerra sería, sin duda, harto aventurado dada la complejidad que esta exige para su ejecución. La conjetura basada en el conocimiento posterior de los grandes hitos de la humanidad —privilegio que otorga la perspectiva histórica— es sin embargo tentadora.

      En primer lugar: ¿por qué o para qué se lucha? La violencia no está en la naturaleza, sencillamente es intrínseca a ella. Darwin empleaba con asiduidad terminología bélica para explicar la competencia como motor de la evolución: batalla, supervivencia o resistencia, incluso expresiones tan gráficas como guerra de la Naturaleza o combate por la vida, aparecen en sus textos clásicos. En un planeta de recursos finitos, la pugna por el dominio de estos parece lógica; por otro lado, en el reino animal, donde la fuerza es un grado, los enfrentamientos por la jerarquía aparecen como necesarios mecanismos de regulación. En el conflicto fronterizo por el control de los más benignos parajes durante el Paleolítico los clanes de los homínidos debieron entrar en colisión.

      Si la motivación parece evidente, la facultad que fueron desarrollando los diferentes homininos para fabricar instrumentos que potenciaran su fuerza se nos muestra como una realidad arqueológica. De los meros cantos rodados empleados para ser lanzados contra sus rivales, aumentando así la siempre peligrosa distancia del «cuerpo a cuerpo», han ido apareciendo en los yacimientos útiles francamente agresivos: el bifaz multiuso, puntas de flecha, hachas, propulsores de venablos para aprovechar el principio de palanca, etc. El palo, la lanza y la piedra serían así protoarmas de alcance corto, medio y largo respectivamente, y hay investigadores que aventuran que el humano que va a dar el salto hacia la historia ya dispone de maza y dagas rudimentarias, jabalinas, bumerán, hondas e incluso arcos simples. Si Homo habilis fue algo así como un «simio armado», Homo sapiens estaba pertrechado antes del nacimiento de las primeras civilizaciones de un arsenal que lo asemejaba claramente al ser bélico que será en el futuro.

      A la necesidad motivadora unimos ahora, por tanto, una panoplia de armamento que sorprende por su mortífera variedad. Atacar a un mamut o un bisonte, ambos temibles en solitario, qué decir en manada, no solo exige una acción coordinada sino además una minuciosa preparación, un plan: oteo del terreno para su aprovechamiento, seguimiento de la presa, conocimiento de los medios propios, ante todo sentido de la oportunidad, cuándo presentar «batalla» para obtener la máxima ganancia al menor coste posible. Pero ¿no se ha caracterizado siempre la guerra por estudiar el entorno y al adversario? ¿No ha respondido toda conflagración al empleo de una técnica al servicio de una táctica? Planificar, emboscar y atacar están en la esencia del fenómeno guerrero. Es fácil imaginar que este acervo pudo ser utilizado no solo contra bestias, sino también contra los semejantes. Quizá se hiciera de la forma económica usual en la naturaleza, mostrando la fuerza sin recurrir a ella más que en caso necesario, ya que, lograda la sumisión, el derroche de energía es perjudicial para todos, vencedores y vencidos. Sabia lección que los descendientes de estos hombres primitivos irían olvidando.

      El hombre no ha dudado nunca en utilizar los medios de destrucción más avanzados que la tecnología de cada momento le proporcionaba: no se retrocede (casi) nunca en el conocimiento adquirido, de forma que todo invento pasa a ser patrimonio común. ¿Cómo no imaginarlo empleando esas herramientas contra rivales asentados en parajes más tentadores? ¿Cómo no concebir, reconociéndonos en ellos, el nacimiento del odio ante el diferente? No son solo las armas ofensivas las que nos llevan a pensar tal, sino su reverso: los elementos defensivos. Si una lanza sirve tanto para cazar como para matar a un congénere, ciertas protecciones únicamente tienen sentido para evitar heridas en un hipotético «combate»: objetos que parecen escudos comparecen de forma inequívoca en las pinturas rupestres. No obstante, habrá que esperar al surgimiento de sociedades más complejas para hablar con propiedad de la aparición de la guerra como fenómeno organizado, fruto exclusivo de la mente humana. Pero todo —objetivos y planes, armamento, guerreros y «líderes»— ya estaba allí. Homo sapiens, ora economicus, ora religiosus, está a punto de ceñirse su máscara más siniestra para transformarse en Homo bellicus.

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      Los especialistas en Prehistoria, ese 99% de nuestra presencia temporal en el mundo, han descartado la «invención» de la agricultura en una fecha concreta y con una región difusora única en favor de tesis que abogan por una «llegada» paulatina al dominio de las técnicas que conformarían la primera y acaso más decisiva revolución de la humanidad. Es más, dichos expertos prefieren utilizar la expresión revolución del Neolítico como confluencia de tres fenómenos que se necesitaron mutuamente: la agricultura propiamente dicha, el urbanismo y la escritura.

      De forma muy esquemática, y al menos para el decisivo territorio de la Media Luna Fértil, una secuencia aproximada de grandes hitos pudo ser esta: un clima más cálido y unas sociedades de cazadores y recolectores francamente desarrolladas favorecieron un aumento de la población, o la presión demográfica como factor determinante que aparecerá de forma recurrente en esta historia. Los primeros irían derivando en pastores, domesticando vacas, cerdos, cabras, etc., junto a un necesario «amigo», el perro (más adelante también el caballo, fundamental para la guerra). Los segundos, por su parte, herederos de un acervo conseguido por observación empírica durante milenios, han aprendido el ciclo de ciertos cultivos y ya no esperarán a que la naturaleza provea, sino que se adelantan a ella.


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