Apariciones. Pablo Corro Penjean

Apariciones - Pablo Corro Penjean


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en el suelo, las imágenes de modernidad en estos hitos clásicos de elevación devienen imágenes nocturnas, artificios cuyo inesperado modernismo no es otro que el de esa presencia opaca secularizante que produce el registro y, acaso también, la misma luz eléctrica. Pueden advertir ya que este régimen imaginario de oscuridad cinematográfico-literaria se manifiesta notoriamente como una poética fotográfica del espacio, una foto-axiografía, escritura luminosa de los valores en el espacio.

      Para ilustrar las oposiciones que contiene este sistema poético, advertimos que, en numerosas narraciones del período considerado, se manifiesta una dialéctica entre vuelo y vida rastrera, entre luz y ceguera de luz desmedida. Destacamos un artículo en el número primero de la revista Juventud de 1911, órgano editorial de la FECH, complemento cultural de la educación universitaria autogestionado por los estudiantes, el cuento “Caza mayor” de Baldomero Lillo. En este cuento, “el Palomo, un viejecillo pequeño y seco como una avellana, a pasos cortos sobre sus piernas vacilantes, sigue los rastros que las pisadas de las perdices dejan en la arena calcinada de los senderos” (p. 39). En las dilatadas heredades de su patrón brutal, el viejo peón intenta cazar con su carabina para hacerse el alimento del día, pero se lo impiden hasta la desesperación el perdiguero cebado del capataz y la luz del sol, “cuyos rayos tuestan la yerba que crece en los matorrales” (p. 39) y que lo dejan “cegado por la deslumbradora claridad que irradia de lo alto” (p. 40).

      La relación entre trabajo y ceguera que aparece también en “Juan Fariña”, en el libro Subterra (1904), es resuelta esta vez por Baldomero Lillo como la contrariedad entre vida superficial luminosa y efectividad del trabajo, figura que recomienda a los pobres la vida subterránea. Rastrera, pero además nocturna, es la circunstancia del bandido El Picoteado en el cuento “El aspado”, de Mariano Latorre de 1926. El bandolero, uno de los últimos “pela-caras”8 de la provincia de Ñuble, huye de la justicia con una bala en un pulmón. Refugiado en la taberna de sus amantes agoniza, recuerda su infancia huérfana, sus andanzas de asalta caminos, recupera a través de un escapulario su piedad cristiana original, y procura sanar su alma y su cuerpo mediante la penitencia de cargar la pesada cruz de Cristo en una procesión. En cada uno de esos episodios y en todos los emplazamientos, aparece y amenaza con consumirse la luz de una vela.

      Dice el relato: “una débil lucecita que parpadeaba al borde de unas zarzas lo hizo retroceder asustado. Reconoció el calvario del arriero donde las velitas de sebo, ex votos de una simplísima fe, se consumían devoradas por el viento” (p. 87). El Picoteado no se salva, y la descripción que hace Latorre de unos coloniales, barrocos, tenebrosos ambientes rurales mestizos que desaparecen con la lentitud de las luces de sus velas, son una afirmación luminosa declinante de lo que deja de ser, una afirmación reflexiva como solo puede dar el tempo lento del encendido y el cese de la llama.

      Hemos enunciado la relación entre oscuridad, luz cegadora y trabajo improductivo, presente en estas representaciones de modernidad tempranamente críticas, casi todas ellas ejecutadas por sujetos sociales ascendentes. El motivo más gráfico de esa relación es el que le da sentido al nombre de la novela de Nicomedes Guzmán, Los hombres oscuros:

      Después, pasados unos cuantos días, los obreros postran sus residuos de ánimo. Y ya los tenemos una mañana camino del taller. De la fábrica, de la obra. Igual. Lo mismo. Sin haber conquistado nada. Sin haber obtenido nada, después de más de una semana de para, aparte del hambre que agarró la familia decididamente. Y así, camino de la faena, los hombres oscuros son los mismos de siempre (p. 113).

      Los trabajadores vuelven fracasados de alguna de las grandes huelgas de los años de la década de 1920. Estos escritores escenifican el regreso sin beneficio de la acción esforzada con iluminaciones nocturnas, con velas, con el alumbrado escuálido espaciado y vacilante de suburbios como el Mapocho, pero también con el sol que enceguece. La luz natural sirve para la descripción de los procesos degradantes o edificantes. La luz del cine es una luz instantánea, irreflexiva, que junto a la atención cautivadora de la acción desenvuelta de la cosa idéntica enajena y des-historiza al motivo por más real y próximo que sea. Vale para la luz del sistema de proyección, luz del arco voltaico, lo que dice Bachelard, adorador de velas, contra la luz eléctrica:

      La bujía eléctrica no nos permitirá nunca los sueños de aquella lámpara viviente que, con aceite, hacía luz. Hemos entrado en la era de la luz administrada. Nuestro único papel consiste en dar la vuelta a una llave. No somos más que el sujeto mecánico de un gesto mecánico. No podemos aprovechar este acto para constituirnos, con legítimo orgullo, en el sujeto del verbo iluminar (p. 98).

      En el filme El mineral El Teniente –que en 1919 Salvador Giambastiani realiza como un encargo promocional para presentar la sección de Sewell del mineral El Teniente de la Braden Cooper Company–, la luz plena del contraluz sobre las modernas instalaciones productivas, sobre las geométricas y ascendentes edificaciones habitacionales que se encaraman jerárquicas en la montaña, actúa como una enajenante serenidad de lo claro dinámico que hace tolerable la imagen de los niños pequeños cargados con pesados sacos que, encorvados como hombres oscuros, como manchas, brotan de los túneles de la faena.

      En la ficción cinematográfica del período, en notables largometrajes a medio camino entre el melodrama y la aventura, realizados eficazmente en provincias (El leopardo, de Alfredo Llorente, filmado en Casablanca en 1926, y Canta y no llores corazón, de Juan Pérez Berrocal, filmado en Concepción en 1925), la supuesta familiaridad, la convencionalidad del esquema narrativo y dramático de los géneros de melodrama y aventura, funcionan sobre los espectadores como un agente de transparencia, de claridades causales por la previsibilidad de la fábula. Sin embargo, en virtud de esa apariencia inocua, luminosa, se produce una inversión social en la distribución de los atributos de luz y movimiento, y de los defectos de inmovilidad y opacidad moral. El Leopardo es de día un terrateniente alegre y socarrón, pero de noche es una sombra, un jinete oscuro que, junto a una banda de rufianes, quema ranchos pobres por puro gusto, rapta muchachas a las que intenta marcar con el estigma de fuego de un fierro hirviendo. En la película de Juan Pérez Berrocal, Canta y no llores, corazón, unos aristócratas decadentes y apáticos, libremente inspirados en miembros de la familia Cousiño, son despojados de sus bienes y propiedades mediante trampas y crímenes por uno de sus administradores, sujeto que encarna al burgués habilitado técnicamente y movilizado por una ambición sin límites. El palacio del filme es efectivamente el palacio de los Cousiño en la ciudad de Lota, mansión terminada en 1898, que nunca fue habitada y que fue demolida en 1964 por supuestos daños del terremoto del 60. El palacio, en virtud de un montaje de Pérez Berrocal, es presentado mediante una sobreimpresión en medio de una espesura selvática y bajo la estructura moderna, aérea, del puente ferroviario del Malleco. Esta imagen, que reúne la elevada infraestructura de beneficio público ordenada por el presidente Balmaceda y el emblema deprimido de la propiedad privada de la dinastía burguesa, hace visible un emplazamiento inexistente, una urbanización utópica, elaborada a partir de la acción de oscuridades en el centro y en la periferia de los respectivos cuadros originales. Conviene señalar que, en ambos filmes, los únicos espacios que se sienten reales son los exteriores que habitan los peones, los potreros, una laguna en Concepción, espacios alegres, y la altura fatal del puente ferroviario, donde el héroe campesino elimina al vástago del burgués usurpador.

      Esta fórmula de dramas y melodramas de la “lucha por la vida”, en donde la bondad, la integridad y la pureza consisten en la persona del obrero, del peón, y donde el burgués y el aristócrata encarnan el mal y la oscuridad, son inversiones ficcionales del esquema reglamentario de la relación proporcional ascendente entre jerarquía social e intensidad luminosa. Esta fórmula, donde la previsibilidad genérica blanquea ese cuadro insurreccional, se expresa en estos filmes como una manifestación tardía del cine obrero de fines de la segunda década del siglo veinte chileno, al que el historiador Jorge Iturriaga alude en su texto Escuela de anarquismo y escuela del crimen. El desafío social del cine en Chile, 1907-19149.

      Documentales del carbón

      Nuestro acercamiento crítico a los documentales sobre la explotación del carbón en Chile se enmarca en los objetivos del Proyecto Fondecyt “Luz, modernidad y representación, 1910-2010: aplicaciones retóricas de


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