Apariciones. Pablo Corro Penjean

Apariciones - Pablo Corro Penjean


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1994), de la movilidad como figura ascensional del dominio témporo-espacial, de la dinámica de clases, del orden policial, de la evolución histórica, y de la presencia genética de la luz.

      Este último motivo es el punto que queríamos alcanzar, la relación entre las sinfonías de ciudad y la luz, relación que se expresa de manera patente, pero singular, en las películas de Rojas, Bravo y Torres Leiva, y que define una cierta teoría sobre el estado de las relaciones entre el cine y la modernidad, y el estado de cada una de esas instituciones en sus particulares momentos históricos.

      Las sinfonías de ciudad son en las filmografías particulares, en el catálogo de los autores, obras tempranas. Las ciudades pueden ser pretextos para aprender la técnica del montaje y ensayar sus posibilidades plásticas constructivas, puesto que ellas mismas han sido laboratorios de experimentación política, social, económica, ecológica. Pensar primero visualmente, y luego audiovisualmente la ciudad, es pensar el montaje y el cine como frutos promocionales de ese núcleo generador de técnica y discurso. Cada uno de nuestros documentalistas, Rojas y su ICE en los umbrales del cine sonoro, Bravo en las vísperas del Nuevo cine chileno, Torres Leiva en el 2004, año pródigo para el documental chileno, plagado de obras memorables3, cuál más cuál menos, todas estimuladas por la efervescencia documental relacionada con la conmemoración de los treinta años del Golpe, practican el montaje de estas películas con un ímpetu experimental que se irá atenuando en sus itinerarios personales4. En todos los casos, la identidad entre la luz y la ciudad resulta notoria. Primero, como motivo de caracterización dramática del espacio, la ciudad es una fuente de luz, un entramado de claridades artificiales, una arquitectura de claroscuros, el destino expresivo de la transformación de la energía en claridad. En Santiago, Armando Rojas construye la modernidad de la capital no solo acotando en el plano la presencia de las máquinas, de los edificios en construcción, de los flujos humanos ordenados por el trabajo, sino que especialmente presentando el espectáculo de los carteles de neón que animan pero extrañan los espacios nocturnos capitalinos. Próximo al festejo del primer centenario de la república y a la puesta en marcha en Santiago de la Planta Florida, de 13.500 KW (1910), instalación de la Compañía alemana transatlántica de electricidad que, tal como se señala en el libro 75 años Chilectra S.A. (1996), “aparejó una expansión de la red de iluminación por la ciudad y no solo cambió el rostro de la noche santiaguina sino que también la fisonomía del paisaje urbano con los postes y cableado”, la película de Rojas participa del deseo de erradicar la oscuridad pre moderna, pretecnológica, rural, de la noche urbana. La acción de combinar diversos planos de las luces nocturnas, efectos civilizadores de claridad artificial e intermitente, es complementada por la representación modernista de Santiago en el documental que es en sí mismo la devolución resemantizada de la luz por virtud del mecanismo cinematográfico. La circulación de la luz moderna desde la ciudad a la máquina y desde la máquina a la ciudad es, en este último tramo, el de la cámara y su entorno material, una proyección luminosa efectiva. Más allá del acontecimiento de la proyección en la sala, o de la representación luminosa del objeto como producto final discursivo, aparecen en Santiago, las imágenes sorprendentes de esos planos nocturnos, acotados por la acción de un iris, un ojo de pez, en que campanarios y cúpulas de iglesias, una de ellas la de la Basílica de Los Sacramentinos, están siendo iluminados por reflectores instalados circunstancialmente. Advertimos que la operación del recorte de hitos de modernidad, segregados de la eventual casona de adobe contigua por el encuadre cerrado, la encontramos también en el filme de réplicas celebratorias del primer centenario, Santiago 1920, imágenes encontradas. En ese documental, probablemente realizado para que circulara por los consulados chilenos en el primer mundo, la Basílica de Los Sacramentinos aparece también como un hito metropolitano.

      Otra manifestación poético-retórica de las identidades cinematográficas entre luz y ciudades en estos documentales, es la del motivo de la aurora. Día de organillos es de los tres filmes el que más explícitamente lo presenta. El viejo organillero madruga por las calles vacías del centro de la ciudad con su mecanismo al hombro; no sabemos si termina o comienza su jornada, pero para el resto de la gente, pobres y ricos, la ciudad despierta, así lo afirma el montaje de Bravo, que presenta como escenas simultáneas la de los pobladores que hacen fila frente a un pilón para sacar agua, la de los niños descalzos que duermen en el suelo y la de una bandeja deslumbrante con vajilla de plata que lleva el desayuno a algún señor rico. Entre una y otra imagen se presenta a contraluz el efecto de los rayos del primer sol recortados por los cerros. La luz sobre el lente, y su efecto óptico aberrante5, antiacadémico, sugiere, para una conciencia de fines de la década del 50, no solo la puesta en marcha quejumbrosa de la ciudad, que rechina socialmente –estridencias que expone la música contemporánea de Gustavo Becerra–, sino que también declara la inauguración de un proyecto de representación, el del documental experimental, documental de observación, más sensible a las dialécticas del sentido y de las formas. La luz matinal que desvela su actividad temprana, la llegada de los trenes a la Estación Central, y la imagen de una carreta tirada por bueyes que se retira lateralmente del plano como ícono desalojado de la ciudad decimonónica, primera imagen del filme en versión El corazón de una nación, corresponden al despertar de una técnica de representación que, aún en 1931, es la expresión del sentimiento inaugural del cine. Una digresión al respecto, según registra la Revista Ecran núm. 1555, del 15 de noviembre de 1960, y que Alicia Vega cita en su libro Itinerario del cine documental chileno cuando reseña el documental de Urrutia, la primera transmisión de Canal 9 de televisión de la Universidad de Chile incluyó en sus 100 minutos de duración la exhibición íntegra de El corazón de una nación.

      Los motivos poéticos del alba y del brusco paso a la acción desde un acentuado estado previo de inmovilidad o lentitud, determinación simbólico-dramática de la pre modernidad, de la ruralidad en retroceso, y de la inmovilidad social en el orden aristocrático, que plantean las obras de Rojas/Urrutia y Bravo, ya se encuentran en uno de los filmes configuradores del modelo de la sinfonía, en El hombre de la cámara. En la película de Vertov, la ciudad despierta, se despereza y arranca, y ese dinamismo que apareja el arranque de los tranvías con el levantarse de los mendigos y con la actividad de una orquesta, mueve también al cine, al nuevo cine, cine-ojo, cine-verdad, lo mueve multiplicado por la ilusión de alcanzar democrática, operativa, productivamente a todos los sujetos. Arrancan con la imagen y el tópico del alba Sao Paulo, sinfonía de una metrópolis, junto al motivo nutricio de la repartición de leche en los portales burgueses, y dos años antes, Amanecer, de Friedrich Wilhelm Murnau, filme que opone a la simpleza del hombre y el mundo campesinos la deslumbrante complejidad de la gran ciudad, estación dramática peligrosa, no obstante necesaria en el proceso contemporáneo de emancipación de la conciencia. En este sentido, Gilles Deleuze (2005) señala que Murnau, en Amanecer, “opone la ciudad luminosa y el opaco pantano”.

      En el comienzo de Ningún lugar en ninguna parte, ya hemos dicho que está el tren cinematográfico arquetípico, pero también ese otro local y contemporáneo que no llega, sino que parte, que arranca desde el contracampo con la imagen dinámica del paisaje porteño contiguo a la línea férrea y que progresa hacia la disolución horizontal de las formas a medida que aumenta la velocidad de la máquina. En una relación de paralelismo de fracciones largas, antes de ese plano secuencia está el de las dos músicas, la violinista y la cellista, que componen y ensayan a vista y paciencia nuestra el leitmotiv musical del filme, plano a contraluz, con una ventana al fondo en el costado derecho que vela la imagen y hace sentir la cámara. Tan pronto atacan la ejecución definitiva de la pieza, Torres Leiva pasa a esa vista desde la ventana del Metrotrén del puerto y que puede sentirse bajo el influjo contemplativo de la película como de la ciudad misma que se escurre. Sucesivamente, uno junto al otro, dispuestos por el registro como para la contemplación en una vitrina están la música, la luz deslumbrante y el movimiento, materiales básicos de toda sinfonía de ciudad.

      El recurso retórico que relaciona estos tres filmes entre sí, articulando luz, movimiento y mecanismo, y que corresponde a uno de los ingenios formales característicos de las sinfonías de ciudad, es la imagen caleidoscópica, el plano caleidoscópico.

      El efecto óptico del caleidoscopio en el cine se manifiesta a través de la fragmentación de la imagen en facetas, en recortes especulares, donde el objeto original deviene una forma arborescente que se abre


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