Apariciones. Pablo Corro Penjean

Apariciones - Pablo Corro Penjean


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de imágenes que, a veces, llegan a simular, por fuerza del montaje, un cuadro de acciones simultáneas repartidas con sentido de calce en un mismo plano y cuyos movimientos puntuales tienden hacia el centro del cuadro. Esta última forma aparece en Santiago: en un mismo plano escindido difusamente en tres espacios con dinamismos centrípetos, aparecen una grúa, carros de trenes de pasajeros, y convoyes de carga; o una locomotora, automóviles y piernas de ciudadanos en movimiento. En Día de organillos, Bravo opta primero por la forma de la sobreimpresión, mezclando el primer plano del rostro ajado y tramado de arrugas del organillero, con una vista panorámica de su rancho pobre con el mismo hombre trabajando en la reparación del mecanismo musical de rodillo de su instrumento. Más adelante, el caleidoscopio consiste en un modo más informal, abstracto, en la escena nocturna del centro de Santiago en que niños de la calle bailan rock’n roll. Contigua a esas imágenes y a partir del motivo de las cortinas metálicas de las tiendas que se cierran, aparecen tramas luminosas, franjas de luz ascendentes y descendentes, abstracciones ópticas que podrían corresponder a esas “estrías luminosas de las linternas sobre las aguas negruzcas...” o a aquellas “series de estrías como las barras luminosas que las persianas semicerradas proyectan sobre el lecho, la cara y el torso de la durmiente”, que distingue Deleuze ( 2008) en los montajes de materias luminosas en los filmes expresionistas de Murnau y Lang.

      En Ningún lugar en ninguna parte, Torres Leiva sobreimprime y mueve con sentido arborescente, a través del fundido, los detalles ajados de unos rostros ancianos, operación cuyo resultado es muy semejante al de Sergio Bravo cuarenta años antes. La única variación sensible es la que aporta el registro en color, el cromatismo de la piel que pálido, transparente, por la definición digital no gana en realismo, sino más bien en abstracción. El caleidoscopio literal pero estático aparece un poco después a través de los planos de unas fotos en blanco y negro de gente común y corriente en cualquier calle del puerto las que, sobrepuestas sin orden, como abandonadas, funcionan como un plano estático de collage, de fotomontaje. No podemos pasar por alto que la versión contemporánea de la imagen caleidoscópica, que es la de Torres Leiva, privilegia las partes humanas, las simultaneidades corpóreas y desdeña los mecanismos, erradicando de este motivo modernista de sinfonía el componente propiamente moderno, el del artefacto.

      Si el montaje, como propuesta de relatividad cinematográfica entre espacios y tiempos distanciados (Hauser, 1968; Benjamin, 2003), a través de la articulación plástica y retórica de la discontinuidad del mundo, exponía y daba satisfacción a las ansias de control y significación de la conciencia burguesa, ansias de conocimiento y acción simultánea, en la forma específica de la simultaneidad de la imagen caleidoscópica tal doctrina deviene ilustración estética, alegoría, forma decadentista de la idea.

      “El transcurso histórico tal como se presenta bajo el concepto de catástrofe, realmente no debería retener la atención del pensador más que el caleidoscopio en las manos de un niño a quien en cada vuelta se le derrumba todo lo ordenado con un nuevo orden”, dice Walter Benjamin, en su misterioso texto sobre Baudelaire, Parque central (2005).

      El caleidoscopio, como un juguete científico, según Georges Didi-Huberman en Ante el tiempo (2008), sirve en los textos de Walter Benjamin como una máquina, o un lente, de virtualización óptica de los cuadros objetivos de lo real circundante, un artefacto de imágenes, expresivo del fenómeno moderno, contemporáneo, de la historia misma expuesta mediática, artística, lingüísticamente a desintegraciones sucesivas, a incidentes catastróficos que preceden un nuevo orden. Didi-Huberman precisa, al respecto, que “en el juguete se juega también entre un tiempo de la cosa desmontada y un tiempo del conocimiento por montaje” (2008, p. 183). Diríamos que la relación secular entre el cine y la exposición de la historia, entre el documental chileno y las catástrofes de Chile, va a la inversa de la fórmula recién señalada. En estas tres sinfonías de ciudad, la imagen-caleidoscopio transita operativamente desde el conocimiento por montaje hasta la cosa desmontada.

      En cuanto a su potencial de esclarecimiento catastrófico, cada una contiene índices singulares. La de Rojas, el desalojo cruento de los remanentes materiales de la ciudad-pueblo pre moderna; la de Bravo, los costos sociales de la modernización, del desarrollo, las luchas de los pobres por los recursos escasos, los quistes de miseria en el espacio de la abundancia, el costo humano del desarrollo bien figurado visualmente en la secuencia del limpiavidrios que se precipita al vacío desde lo alto de un edificio, y cuyo descenso relativiza la neutralidad dramática de la circulación vertical, descendente, de las monedas que unos niños ricos arrojan desde su balcón al organillero en el mismo documental. En Ningún lugar en ninguna parte, la catástrofe parece haber ocurrido ya, como un efecto de desgaste del cine y de otros medios de representación sobre Valparaíso, objeto pintoresco. Eso que queda y que resulta ser la película, el cuadro desintegrado de una sinfonía de ciudad, la exposición de materiales de factura de un documental de observación sobre un sitio ejemplar para aprender la dignidad plástica de la pobreza, implica la catástrofe a partir del estatuto residual de sus motivos. Las tres películas, respecto de su contexto histórico y cinematográfico, postulan un nuevo orden: el de la modernidad de Chile y de sus medios de representación técnica en Armando Rojas; en Sergio Bravo, el de la experimentación política en el Estado y la nación chilenos y de sus efectos de reajuste social y licencia de abstracción audiovisual en el cine; en Torres-Leiva, el orden posible de la suspensión de lo narrativo contingente, de lo histórico-controvertido en el cine, en favor de la exploración estética de los materiales mundanos, de posibles poéticas audiovisuales de los elementos, fundamento este último de sus posteriores filmes El cielo, la tierra y la lluvia (2008) y El viento sabe que vuelvo a casa (2016).

      El caleidoscopio como dispositivo retórico de sinfonía de ciudad creemos que consiste menos en estas tres películas para proponer un sentimiento técnico, artístico, de dominio moderno que para exponer que, en el sistema monopólico contemporáneo de la ciudad, y del cine como su relato, efectivamente coexisten lo pleno y lo residual, lo racional y lo irracional, lo actual y lo pasado, lo necesario y lo gratuito, lo deslumbrante y lo oscuro.

      Georges Didi-Huberman, estrujando ideológicamente el motivo del caleidoscopio en Benjamin, nos recuerda que la belleza polícroma e infinita en posibilidades de su imagen depende del ajuste y desbarajuste siempre aleatorio de deshechos al interior del anteojo de espejos: pedazos de vidrio de color, trozos de papel, de hojas, de flores, pequeñas piezas metálicas, tuercas, golillas, etcétera. Nos dice que la riqueza de la imagen, y la dinámica de renovación del cuadro, que es el cuadro histórico en Benjamin, requieren de la comparecencia activa de lo desestimado. “Crear la historia con los mismos detritus de la historia”, dice el filósofo de Tesis para una filosofía de la historia en uno de los epígrafes de su Libro de los pasajes (2005).

      Para terminar y advertir la conciencia de lo histórico catastrófico o de lo contingente controvertido que irá remontando en la actividad cinematográfica de estos cineastas. Por ejemplo, la centralidad espectacular de la catástrofe natural en La respuesta (1960), filme sobre el terremoto de Valdivia y el rebalse del Riñihue que filma Bravo; y, especialmente, los pavorosos, y, en algunos casos, paradojalmente bellos, cuadros del terremoto y maremoto de Chile del 27 de febrero de 2010, en el documental Tres semanas después (2010), de José Luis Torres Leiva.

      Cuando llegamos al final, considero si no habrá ocurrido que las sinfonías de ciudad siempre integraron plástica e ideológicamente lo deficitario, accidental y residual en la expresión de lo urbano. Sigfrid Kracauer, hace más de cincuenta años, dijo al respecto en su Teoría del filme: “En Berlín, Sinfonía de una ciudad, de Ruttmann, abundan las alcantarillas, las zanjas y las calles mugrientas; y no menos propenso a la presentación de basura es Cavalcanti en Rien que les heures” (1996, p. 82).

      Imágenes oscuras y modernidad en Chile, 1911-1938:

      poéticas de luz y espacio

      La noción de imagen oscura debe ser aclarada. Se refiere a la diversidad de formas icónicas e ideológicas que resultan de las apropiaciones deficitarias que hacen de la luz, como materia prima retórica, la fotografía, el cine y el ensayo chilenos en el período señalado. La oscuridad es una imagen relativa a la luz como materia prima fenoménica o técnica, forma metafórica de la razón


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