Alguien que te quiera con todas tus heridas. Raphael Bob-Waksberg

Alguien que te quiera con todas tus heridas - Raphael Bob-Waksberg


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poquito de margen?».

      «No», digo.

      «No», dice Dorothy.

      «Vale, me encanta que los dos opinéis igual. Quiero asegurarme de que estáis considerándolo desde un punto de vista práctico, porque parte de los motivos que existen para hacer una ceremonia a lo grande residen en que en cualquier momento puede verse interrumpida por los súbitos Lloriqueos y Sacudidas y Proclamaciones de Lamentos del Coro Aullante. Los Lloriqueos y Sacudidas y Proclamaciones de Lamentos del Coro Aullante pueden extenderse hasta veinte minutos, así que, si no tenéis ninguna otra cosa preparada, de repente todo se reduce al Coro Aullante, y por lo tanto no conseguiréis transmitir esa sensación tan especial que tanto buscáis. Creedme, he visto que ocurría en otras ocasiones».

      Dorothy se hunde en la silla y yo intento no flaquear por los dos.

      «Pero es que a eso me refiero. No va a haber Coro Aullante».

      Dorothy se gira como un faro y enfoca directamente hacia mí. «Espera, ¿estamos seguros de que no va a haber Coro Aullante?».

      «¡Pero la mitad de la diversión de la boda parte de ahí!», dice Nikki.

      «No parte de ahí», protesto, pero Nikki vuelve a la carga:

      «Literalmente, el 50% de la diversión de una boda es no saber cuándo van a dar comienzo los Lloriqueos y Sacudidas y Proclamaciones de Lamentos del Coro Aullante. Si no hay Coro Aullante, ¿para qué celebráis una boda?».

      «Porque nos queremos», repongo con resignación, y siento que, si tengo que repetirlo una vez más, no vamos a necesitar Coro Aullante alguno, porque yo mismo voy a empezar a Lloriquear y a Sacudirme y a Proclamar Lamentos.

      Dorothy sigue dándole vueltas. «Pues es que no había pensado que no va a haber Coro Aullante, ni siquiera uno pequeño. Si no hay, no va a parecer una boda de verdad».

      La Planificadora de Bodas hace una mueca, como si se sintiera realmente avergonzada de que esta discusión estuviese teniendo lugar delante de ella, como si fuese la primera vez que ve a una pareja discrepar sobre los detalles de la boda. «Me parece que todavía tenéis pendiente alguna conversación antes de que pueda saber bien cómo ayudaros».

      «Totalmente», dice Nikki orgullosa, y entonces yo pienso que, si Nikki quiere tanto a Clarisa, quizás deberían ser ellas las que se casaran y entonces podrían poner todos los Coros Aullantes que quisieran.

      Llegados a este punto, a ambos nos sentaría bien tener un aliciente, así que llevo a Dorothy a la tienda de huevos ceremoniales para echar así un vistazo a los Huevos Promesa. Sé que trae mala suerte que la novia vea su Huevo Promesa antes de la ceremonia, pero cada vez resulta más evidente que Dorothy quizás tiene más Opiniones sobre Nuestra Boda de las que en un principio manifestó, cuando Convenimos Conjuntamente que nos Parecía Bien celebrar una Boda Pequeña y Sencilla, Sin Alardes ni Complicaciones, y además resulta cada vez más evidente que, si voy y elijo el Huevo Promesa sin saber antes su opinión, la voy a cagar, y que va a permanecer en una urna en nuestro salón durante el resto de nuestro matrimonio, y que será un vestigio de cuánto la cagué, un vestigio de cómo siempre la cago, y un vestigio de cómo seguiré cagándola todos los días de nuestra vida.

      Todos los de la tienda de huevos ceremoniales son muy amables y encantadores con nosotros. «¡Enhorabuena!», dice Sabrina la Dependienta. «Hacéis una pareja estupenda, lo noto desde ya mismo, y quiero ayudaros a encontrar el Huevo Promesa perfecto. Contadme qué vais buscando. Solo tenéis que darme algunos conceptos, ¡soltémonos!».

      «Buscamos algo tirando a pequeño —digo—, ¿quizás algo entre los cincuenta o sesenta centímetros?».

      Sabrina asiente. «Ahora se llevan mucho los huevos pequeños; tenéis un excelente gusto. ¿Tenéis pensado que sea en plata? ¿Platino? ¿Oro rosa?».

      De algún modo consigo armarme de valor para mascullar: «Estábamos pensando en que… ¿a lo mejor podríamos empezar por los de cobre?».

      A Sabrina no se le escapa una: «¡Claro! Tenemos huevos de cobre muy bonitos, serán un punto de partida estupendo. Voy a seleccionar algunos».

      «Perdona, imagino que irás a comisión», dice Dorothy.

      Sabrina se ríe. «Vamos a encontrar uno que sea fabuloso, te lo prometo». Aprieta el brazo de Dorothy y se dirige a la trastienda.

      «No tienes por qué disculparte», le digo.

      «Me sabe mal».

      «Tenemos tanto derecho a estar aquí como los demás», le digo a Dorothy y también a mí. Sabrina la Dependienta nos enseña diferentes huevos de cobre, todos ellos un poquito más caros de lo que yo tenía pensado pagar, todos ellos un poquito alejados del Huevo Promesa que Dorothy siempre había imaginado tener. Aunque pone buena cara, le noto la decepción en la voz cuando dice: «Este me recuerda un poco al Huevo Promesa de mis abuelos».

      Sabrina asiente. «Bueno, es cierto que los huevos de cobre suelen ser un poco más… tradicionales».

      Al otro lado de la tienda, otra pareja se deleita en la sección de huevos de platino. El hombre trata de levantar un huevo de más de un metro y hace el tonto poniendo un montón de caras. Tienen pinta de haberse arreglado solo para ir de compras, o quizás, justo después de escoger el huevo, se vayan a montarse en su yate o a jugar al golf o algo así, o quizás siempre se vistan así de bien. De repente me doy cuenta de que llevo los vaqueros sucísimos.

      «¿No tenéis alguno que sea un poco más bonito que estos?», le pregunto. Había visitado casas en las que tenían Huevos Promesa de cobre y siempre me había parecido que estaban bien, pero aquí, en la tienda, junto a los demás huevos, se hace evidente lo ordinarios e irrelevantes que resultan. Observo cómo Dorothy pasa el dedo por la vulgar moldura con forma de mariposa de uno de los huevos, y sé que ella está pensando lo mismo que yo, aunque jamás lo admitiría.

      «¿Os gustaría echar un vistazo a los de plata?», pregunta Sabrina. «Sé que no queréis nada demasiado sofisticado, pero tenemos opciones de lo más modestas en plata».

      Dorothy me mira en plan ¿podemos?

      «Vamos a echarles un vistazo a los huevos de plata», digo, una frase que inmediatamente escala a la cima del ranking de cosas más estúpidas que he dicho nunca, seguida muy de cerca por «¿tenéis salsa extrapicante?» y «me gustaba más tu pelo de antes».

      Sabrina la Dependienta nos lleva a la trastienda y lo primero que nos enseña es un huevo de plata Félix Wojnowski de 1954 adornado con gemas únicas e iconografía religiosa.

      «Quizás este sea algo ostentoso, ¿no?», digo dejando claro a todos los presentes en la sala que mi preocupación primordial no es el precio, sino la ostentación.

      «No sé —dice Dorothy—, yo creo que es bonito».

      «Sí —digo—, por supuesto que es bonito, pero ¿no te parece algo ostentoso?».

      «¿Y qué tal este?», pregunta Sabrina. «Es lo que se lleva ahora: está chapado en plata, así que resulta elegante, pero no demasiado recargado».

      Dorothy asiente. «¿Has visto, Peter? Chapado en plata».

      Sonrío y bajo la vista a la etiqueta: cuesta ocho veces más que el huevo de cobre más caro.

      «Sí, son opciones muy buenas», digo. «Vamos a tener que pensárnoslo».

      Pero Dorothy ya ha concluido sus reflexiones. «Quiero llevarme una sorpresa el día de la boda, así que voy a esperarte en el coche. Peter, elijas el que elijas, sé que me va a encantar».

      Sale de la tienda y Sabrina me sonríe y dice: «¿Le echamos un ojo a los de platino?».

      Me da un escalofrío. «Si vieras nuestro apartamento… La gente como nosotros normalmente no tiene esta clase de Huevos Promesa».

      «Bueno, no es raro que el Huevo Promesa sea la pertenencia más preciada que se tiene», repone Sabrina, tratando


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