Alguien que te quiera con todas tus heridas. Raphael Bob-Waksberg
Peter».
«¿Por qué hablas de muchas cosas con Kenny Sorgenfrei? Se supone que solo tienes que yacer con él, no hay necesidad de hablar».
«A veces, después de yacer, surge la conversación».
«Pero eso no forma parte del acto. ¿Desde cuándo es eso parte del acto?».
«Hay gente», dice con un ligero tono de urgencia en la voz, «a la que le gusta hablar después, en lugar de ponerse a dormir. Lo cierto es que resulta agradable».
«Vale, así que conversáis. ¿Y sobre qué son esas conversaciones?».
«Como bien sabes, Kenny yace con muchas futuras novias —la mayoría de ellas, vaya—, y dice que, normalmente, las novias que ve no tienen tantas… dudas».
Bueno, si algo sé yo de las relaciones es que si hay algo peor que un mira, eso es un tengo dudas.
«¿Tienes dudas?».
«Pues sí, algunas».
De repente siento como si estuviera hablándole a otra Dorothy, una Dorothy nueva, diferente, con la que no sé comunicarme. Intento encontrarme con su mirada, pero no lo consigo. «Tienes conversaciones, tienes dudas… ¿qué te pasa?».
«Últimamente has pasado mucho tiempo en la cantera. Siento que nunca te veo, y… No creo que eso presagie nada bueno sobre nuestro matrimonio».
«¿Presagie nada bueno? ¿Pero quién habla así? ¿Ha sido Kenny Sorgenfrei el que ha dicho eso?».
«Bueno, él lo expresó con palabras, pero yo sola ya sentía que el presagio no era demasiado bueno».
«Me he estado dejando la piel en la cantera para poder darte la boda perfecta».
«Pues no es eso lo que parece. Parece que te quedaras trabajando hasta las tantas porque no quieres pasar tiempo conmigo».
«¿Crees que no quiero pasar tiempo contigo?».
«¡Digo que es lo que parece!».
«Vale, si no quiero pasar tiempo a tu lado, ¿entonces por qué me caso contigo?».
«¡No lo sé!», grita. «¿¡Por qué lo haces!?».
Inmediatamente pienso en cien Cosas que No Debería Decir, pero no consigo pensar en una sola Cosa que Debería Decir, así que en lugar de eso grito la menos mala de las Cosas que No Debería Decir que se me ocurren, que es: «¡Por todos los motivos normales!».
Jamás he escuchado a una persona pronunciar una frase con el desdén con el que Dorothy me devuelve el: «¿Por todos los motivos normales?».
«Sí», digo. «Los motivos normales. Pues que te quiero y que quiero pasar el resto de mi vida contigo. Los clichés manidos, como que aun cuando estoy enfadado contigo te quiero, o que el mejor momento del día es despertarme a tu lado. Y que no soporto que sean estas las cosas típicas y comunes a todos los enamorados, porque quiero pensar que nuestro amor es especial —que es más grande y tiene más interés que cualquier otro amor que alguien haya sentido antes—, pero la realidad desgarradora es que el amor que siento por ti es así de congruente y predecible y aburrido.
Percibo que Dorothy se tranquiliza un poco, lo que es bueno, ya que no tengo nada más que decirle.
«¿Es por eso por lo que quieres que haya cabras en nuestra boda?».
«Por lo que a las cabras respecta… Le he prometido a tu padre que sí que iba a haber. Tuve que pedirle dinero porque te compré el Huevo Promesa Felix Wojnowski y no lo podía pagar».
Dorothy se lleva una mano a la boca. Se le ilumina la mirada. «¿Me has comprado el Wojnowski?».
«Sí», digo. «Fue una estupidez. Toda esa historia es una chorrada. Pero… Te quiero».
Dorothy sonríe. «Bueno, eso no tiene nada de estúpido», lo dice en un tono desapegado que noto que intenta que resulte chulesco, pero como se le rompe la voz y los ojos le brillan por culpa de las lágrimas, suena como si fuese la cosa más sincera del mundo.
«¿No?», pregunto y ella sacude la cabeza.
«¿Estás de coña?», dice con suave dulzura. «Estoy encantada».
Ahora bien, dejadme que os diga, yo ya pensaba que Dorothy era guapa, pero cuando estoy de pie en el altar y la veo entrar en la Iglesia Buena vestida con su túnica nupcial —con las vidrieras detrás de ella—, en fin, podría llegar vivo a los cien años y seguiría siendo la cosa más hermosa que hubiera visto jamás. Y en ese momento pienso: esta es la mejor forma de celebrar una boda, porque es la clase de boda en la que, cuando tiene lugar, al final me caso con Dorothy.
Mi hermano pequeño se encarga del sacrificio de las cabras —nos plantamos en cincuenta, una cifra redonda— y todo sale según lo planeado, sin contar que media hora después, durante la lectura del poema de Gertrude Stein a cargo de la tía Estelle, resulta que una de las cabras no se ha muerto del todo y acaba saltando del altar de sacrificio y dando tumbos por el pasillo rebuznando, chillando y salpicando sangre por todas partes. Mi hermano pequeño salta y trata de atraparla, pero es un animalito resbaladizo, todo cubierto con la sangre y las tripas de las otras cuarenta y nueve cabras. La sangre salpica por todas partes y mi madre se inclina hacia mí y susurra: «Por eso hay que contratar a un profesional».
Y claro, todo esto desquicia a uno de los chicos del Coro Aullante.
Empieza a Llorar y Sacudirse y Proclamar Lamentos. Y entonces el chico que hay a su lado empieza a Llorar y Sacudirse y Proclamar Lamentos. Y antes de que te des cuenta, los doce han saltado de su bancada y están con los ojos en blanco, Llorando y Sacudiéndose y Proclamando Lamentos.
Mientras tanto, la tía Estelle todavía está leyendo el poema de Gertrude Stein, y como no sabe qué hacer, se pone a leerlo más y más alto.
Mi madre se inclina hacia mí y me susurra: «Por el amor de Dios, ¿puedes ir a echarle una mano a tu hermano?».
Y corro hacia el pasillo y mi hermano persigue a la cabra, que acaba entre mis brazos. Me resbalo con la sangre y caigo de culo, pero me aferro con fuerza al animal, que no para de retorcerse, para que no se escape. Mi hermano está temblando, y para cuando ya es demasiado tarde, me doy cuenta de por qué la mayoría de las parejas esperan a que llegue el final de la boda para darle el cuchillo ceremonial del sacrificio caprino al primo más pequeño y que lo tire por el barranco. Siempre me pareció algo cortarrollos cerrar con eso, que es el motivo por el que quisimos despachar pronto al pequeño Tucker, pero claro, ahora lo entiendo. Uno va a querer tener ese cuchillo bien a mano.
«¿Y ahora qué?», pregunta mi hermano.
«¡Y yo qué sé!», grito mientras me esfuerzo por agarrar mejor a la bestia, que no deja de convulsionar. «¡Se supone que eres tú el experto en cabras!».
Y entonces Dorothy grita algo, pero no consigo escucharla entre el caos y la tía Estelle. Dorothy vuelve a gritar y señala al eunuco que hay al final de la iglesia, y yo le grito a mi hermano: «¡El huevo!».
Él corre hacia allí y le arrebata el huevo de plata al eunuco de las manos. El eunuco ha jurado al Dios del Vino que protegería el huevo pasase lo que pasase hasta el final de la ceremonia, por lo que no se desprende de él con facilidad, pero entonces mi hermano le da un puñetazo en la cara que lo deja fuera de juego. Yo me revuelvo de pensar en cómo tiene que estar viviendo esto la familia de Dorothy, por no decir el Dios del Vino, si es que de verdad existe, y estoy seguro de que mi madre estará pensando que para qué nos había dado una buena educación, pero a veces hay momentos desesperados en los que uno tiene que darle un puñetazo en la cara a un eunuco para arrebatarle un gigantesco huevo de plata y así poder usarlo como arma.
Llegados a este punto, el Coro Aullante se ha puesto a Llorar y Sacudirse y Proclamar Lamentos por el pasillo, por lo que mi hermano no tiene más remedio que dar toda la vuelta corriendo entre los asistentes para regresar a donde estamos la cabra y yo.
Estoy tumbado de espaldas