Bajo el drago. Horst Uden
Al bautizarlo se le puso por nombre Antonio. Llegó a ser un mozo arrogante y se casó con Ana González, una isleña del valle de Igueste. Su única hija, María, fue la esposa del castellano Francisco Hernández. Y de este matrimonio nació don Antonio de Viana, el mejor poeta de Tenerife y más tarde ciudadano de honor de San Cristóbal de La Laguna, la capital en aquel entonces de la isla.
¿Quién es capaz de seguir la enrevesada marcha de las ideas de un espíritu creador? ¿Quién explica el misterioso fluido que lo induce a decir esto o aquello? ¿Supo el poeta Viana el secreto de su bisabuela Ijaga, la hija del noble Bedo, a quien debía la vida?
Su poema inmortal ‹Antigüedades de las Islas Afortunadas de la Gran Canaria›, que describe la lucha por la libertad de los guanches contra los conquistadores españoles, y que se imprimió en el año 1604, hace presumirlo. Figuran al comienzo estas sencillas palabras: «Cantaré el cantar de los cantares de mis antepasados…».
La generosidad del guanche
En el mercado de hombres de Sevilla dominaba una activa demanda de esclavos guanches. ¿Para qué servían los desdichados indios que salían de las tenebrosas escotillas de las carabelas cuando llegaban a España después de largo viaje desde el Nuevo Mundo? En doble fila, encadenados entre sí, aparecían de pie ante las tiendas y miraban al frente con ojos febriles. ¡No podía sorprender que no encontrasen compradores que quisiesen invertir sus buenos doblones de oro en esos cadáveres! ¡Al siguiente invierno ya no vivirían!
Con su pretensión acudieron los tratantes a don Alonso Fernández de Lugo, el gobernador de Tenerife. Atraía la ganancia, la floreciente Sevilla necesitaba trabajadores y los fuertes y resistentes guanches eran los más adecuados para el duro trabajo de prestación personal de sol a sol.
Con aire pensativo leyó el gobernador el escrito. Era ya el tercero que recibía. A fin de cuentas no podía él sacar esclavos de debajo de las piedras, y además había empeñado su palabra con los príncipes sometidos de no atacar la libertad de los insulares. Era cierto que la madre patria necesitaba trabajadores y los indios resultaban más débiles que los guanches. Por otro lado, estaba contento de que después de la sangrienta campaña reinase la tranquilidad en su isla, aparte de que tenía otras preocupaciones más importantes que la de llenar las insaciables bolsas de los tratantes de esclavos.
Con todo, era buena cosa disponer de amigos influyentes en la Península. Los vientos favorables a la nave del Estado y al Trono que lo regía podían cambiar de dirección, y, llegado el caso, no debían faltarle protectores. Quizás hubiese una posibilidad de hacer esclavos y prestar un servicio a los poderosos traficantes sevillanos sin quebrantar su juramento, que había prestado sobre los Evangelios.
¡Reflexionó! Precisamente acababan de recibirse de nuevo quejas de Buenavista. Al parecer, los belicosos guanches de Teno habían robado cabras y ovejas a los mercenarios establecidos. Era cierto que se había echado por tierra una primera investigación, aunque la denuncia señalaba un pretexto para exigir una reparación a Guantacara, príncipe de Teno.
A poco envió Lugo un escrito al gobernador de Buenavista para que hiciese las diligencias pertinentes. De este modo, y a juzgar por las apariencias, parecería que cada uno obraba bajo su propia responsabilidad, quedando él a cubierto. Nadie podría decir entonces que don Alonso había faltado a su palabra. Quizá consintiese Guantacara el comercio, pero si se temiese un choque sangriento, siempre habría tiempo para intervenir amigablemente.
Llegó el mensajero con el escrito, cuidadosamente redactado, a presencia del gobernador don Juan Méndez, en un momento no muy oportuno. Estaba satisfecho este de vivir en paz con los guanches de Teno. Y en lo que concernía al robo de ganado menor, la denuncia de los mercenarios establecidos no había podido probarse. Bien cabía que las ovejas y cabras se hubiesen perdido en algunas de las revueltas de los barrancos. Pero el deseo del gobernador era para él una orden, y acto seguido exigió cincuenta «esclavos de reparación» a Guantacara.
A pesar de que el príncipe de Teno había ofrecido obediencia al Rey Católico y abrazado el cristianismo, era defensor decidido de la vida y libertad de sus vasallos. Su respuesta fue el llamamiento bronco del caracol de mar, que resonó siniestramente desde las alturas de los riscos basálticos, llamando a las armas a los guerreros.
También el gobernador reunió precipitadamente a sus mercenarios en Buenavista y afirmó que se había visto metido en la aventura. Procuraría, en todo caso, evitar el choque. Todos debían confiar en él, pues conforme a la orden recibida, había quemado el escrito de don Alonso a la vista del mensajero.
Guantacara, asimismo, y no obstante sus preparativos guerreros, estaba dispuesto a un arreglo amistoso. Juan Méndez podría obtener tantas cabras y ovejas como quisiese, ¡pero esclavos, ninguno! ¡Estaba jurada la libertad de los guanches por el representante de los Reyes Católicos! Assano, como mediador, debía ponerse enseguida en contacto con los españoles.
No había recorrido aún el joven guanche la mitad del camino a Buenavista, cuando encontró en un calvero a dos castellanos enviados por don Juan Méndez para evitar el derramamiento inútil de sangre.
«Nuestro señor os ofrece la paz», dijo uno de los mediadores, «no exige cincuenta esclavos, como expiación debida, sino solo veinte».
Altivamente contestó Assano: «¡Ni cincuenta, ni veinte, ni ninguno! ¡Libres son los guerreros de Teno, y por su libertad lucharán y morirán!».
«¿Quién eres tú?», preguntó el español antes de responder.
«Assano, el hijo del príncipe Guantacara y vasallo del Rey Católico», contestó aquel con orgullo.
Era aquella una ocasión como no se volvería a ofrecer. Con una rápida mirada se entendieron los dos mercenarios. ¡El hijo del príncipe estaba desarmado! ¿Si lo cogiesen? Entonces podría don Juan tener tantos esclavos, a título de rescate, como desease. Solo necesitaban desenvainar sus espadas toledanas y amenazarlo con ellas.
«¿Y si nosotros te llevásemos ahora como primer prisionero a Buenavista?», le dijo el mercenario.
Despreciativamente miró Assano al pequeño español: «¡Atrás, mentecatos! ¿Creéis, barbilampiños, que podéis con un guanche solo? ¡Os daré una zurra como si fueseis unos perritos!». Diciendo esto, dio un paso hacia ellos.
En el mismo momento desenvainaron los castellanos sus espadas. Sus puntas rozaron el pecho desnudo del hijo del príncipe, para atravesarlo al primer movimiento que hiciese.
Pero los españoles no habían contado con el valor, la fuerza y la ligereza del príncipe Assano. En un instante asió con sus manos los filos de las espadas y arrebató a los taimados, con fuerte arranque, las armas. Dos puñetazos, cual mazazos, dirigidos a sus cabezas, los arrojó al suelo.
Allí quedaban a merced del vencedor. Lo mejor sería matar enseguida a estos infames, que habían pretendido insidiosamente hacerlo prisionero cuando se encontraba inerme.
Mas la generosidad del guanche venció. Eran estos unos verdaderos traidores, pero no representaban la voluntad de los más poderosos reyes del mundo, a los que estaban sometidos mares y tierras.
Assano contempló sus manos heridas, de las que goteaba sangre. De nuevo se exaltó. Su mirada se fijó en una piedra. ¿Por qué no machacaba sus cabezas, como correspondía a unos asesinos? Merecían la muerte.
¿Mas no le había ordenado su padre que hiciese todo lo posible para mantener la paz, y para ello precisamente le había confiado las negociaciones, como el más digno de confianza? Lo ocurrido, bien estaba: había obrado honrosamente y en defensa propia. Pero no debía matar a unos desarmados.
Así, echándose a los dos sobre sus hombros, los llevó a un arroyo próximo que corría por el borde del bosque. Después retrocedió y recogió las espadas.
Poco a poco volvieron en sí los castellanos. Repetidas veces roció Assano sus rostros con agua fresca y les frotó las sienes.
Transcurrió algún tiempo hasta que ambos se percataron