Hijo de Malinche. Marcos González Morales

Hijo de Malinche - Marcos González Morales


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mire lo que me ha hecho! —le respondió el individuo tocándose el brazo malherido. Iba ataviado con sotana y alzacuellos. Cortés sintió agarrotársele la nuca al ver que el hombre sangraba.

      —Oiga, señor, lo siento, pero yo a usted no le he insultado, ante todo respeto —se limitó a decir.

      —¿Respeto? ¡Els collons! ¡Me podía haber matado, imbécil!

      Cortés sintió el martillo golpeando en sus sienes. Nunca había soportado que le insultaran. «Con la iglesia hemos topado», pensó.

      —Por favor, señor, es mejor que conservemos la calma —le pidió Cortés—. Ha cruzado sin mirar mientras yo circulaba por el carril bici — terció, pese a ser consciente de que hubiera visto al cura si no se hubiera descentrado pensando en el mensaje.

      Por suerte, la cosa no fue a mayores, y el atropellado prosiguió su marcha pronunciando contra él una retahíla ininteligible.

      Cortés se miró las muñecas. Cayó en la cuenta de que también sufría un golpe, y un tenue rastro de sangre le traspasaba la camisa. La joven que minutos antes le había sonreído volvió a acercársele y le animó. Cortés volvió a ver la mariposa azul que adornaba su espalda. Luego se limpió la herida, e instantes después otro mensaje de WhatsApp del mismo móvil misterioso le devolvió a la realidad.

      «¿Dónde andas, Cortés? El fucking boss está preguntando continuamente por ti con una cara de mala leche que ni te cuento».

      —¡Ostras! ¡La de los mensajes es Nuria! —exclamó en voz alta sin pretenderlo. Solo ellos denominaban así al jefe de la empresa periodística en la que trabajaban: Staff Económica. Estafa Económica, la llamaban a escondidas. Nuria era la recepcionista, aunque ejercía también de secretaria de dirección y de chica para todo, como ella misma solía definirse. Cortés era el redactor jefe, aunque la mayoría de las veces no profesaba ni la redacción ni el mando, como él solía comentarle a Nuria con sorna. «Bueno, aunque no mandes, ostentas el cargo», le consolaba ella.

      «Nada, nada, yo quiero mandar, aunque sea sobre un hato de ovejas, como decía don Quijote», alegaba él.

      Cuando montó de nuevo en la bici. Sintió que le dolía todo el cuerpo, ya no sabía si por la caída o por la falta de práctica, pero solo pensar en su jefe hizo aflorar en él una cascada de mala leche. Era un cabrón sin escrúpulos que al principio supo ganarse a Cortés con toda clase de cumplidos y promesas. Éste llegó a admirarlo por haber logrado consolidar su empresa periodística con tan pocos recursos; sin embargo, cuando conoció su verdadera cara y forma de ser, toda esa fascinación que sentía por él pasó a convertirse en animadversión profunda.

      «Encima que trabajo como un negro, ¿ahora quiere enviarme a México? Mis cojones. Como sea eso lo que tiene que comunicarme, le digo que ni en broma», se autoconvenció tratando de insuflar ánimo a su espíritu.

      Aunque era consciente de que llegaba tarde y que le caería una buena bronca, se detuvo un momento antes de subir a la oficina para elaborar un plan mental y poder responder a su jefe. Estaba harto de doblegarse ante él, y fuera lo que fuese lo que significara el mensaje, su respuesta sería «No».

      Nuria le recibió con dos sonoros besos y un fuerte abrazo, y le advirtió, una vez más, que el director le estaba esperando en su despacho.

      —Joder, pues casi mejor me vuelvo a la montaña —replicó él con sorna.

      —¡Cortés! —Un grito estentóreo le hizo dar un respingo.

      Sin pasar por el lavabo para limpiarse la herida ni dejar su mochila en el cubículo que usaba como cuarto de faena, Cortés entró en el luminoso despacho de José Gutiérrez. Aquel despacho y la recepción eran los únicos espacios bonitos de la oficina. Hacía unos años que se habían tenido que mudar por culpa de la dichosa crisis económica a aquel edificio vetusto y ajado que parecía una vieja fábrica de los años cincuenta. Algunos empleados se quejaron entre bastidores, pero Cortés, como redactor jefe, defendió la medida aun a sabiendas de que él era el más perjudicado, pues se quedaba sin su despacho.

      La decepción y el cabreo llegaron poco después, cuando descubrió que su jefe había mandado derribar las paredes de una estancia que hubiera correspondido a Cortés, para que el suyo propio fuera mucho más amplio.

      —Ya sabe, Cortés, que la imagen en nuestro negocio es imprescindible, y que es tan importante «ser» como «parecer» —se justificó Gutiérrez—. Por consiguiente, la recepción y mi despacho deben lucir impecables.

      Hacía tiempo que Cortés no creía en sus alegatos; tampoco en sus razonamientos ni palabras vanas, que siempre gustaba de embellecer con ánimo de embaucar al incauto que se pusiera a su alcance. También hacía ya mucho que había descartado responder, rebatir o argumentar cualquier postura que discrepara de la de aquel individuo.

      Pero ese día sí que estaba allí con toda la intención del mundo para hacerlo. Se sentía fuerte después del descanso vacacional, y entró en el despacho de Gutiérrez con decisión. Miró a su alrededor y no se dejó intimidar por el gran habitáculo, que seguía presidido por un cuadro enorme con una foto de su jefe junto al Rey de España, que aquel mediocre engreído había conseguido colándose en una recepción empresarial a la que asistía el monarca. Lo curioso del caso es que siempre le había dicho que él era republicano, y que sus abuelos lucharon en la Guerra Civil en ese bando «y a mucha honra», tal y como le gustaba presumir.

      Las fotografías con empresarios y políticos seguían ahí, todo era igual salvo una pequeña moqueta negra con el logo de Staff Económica en blanco. Eso quizá presagiaba que a la empresa le iba mejor. Gutiérrez le recriminó su impuntualidad. Ni siquiera le dio la mano o los buenos días; tampoco le preguntó por sus vacaciones.

      —¿Qué conoce de México, Cortés?

      —¿De México?

      —Sí, ¿está sordo?

      —Eh... disculpe —titubeó—; pues de México conozco a mi tocayo, que conquistó el país... y poco más. A Cantinflas, a Hugo Sánchez, a Rafa Márquez... y lo que se oye en las noticias, sobre la inseguridad, violencia, narcotráfico… ¿por qué?

      Cortés hizo la última pregunta fingiendo que no recordaba el mensaje de WhatsApp que había recibido. Sintió cómo las gotas de sudor comenzaban a bajar por su frente, pero no sabía si eran producto del esfuerzo con la bicicleta o por lo que intuía que le iba a contar su jefe.

      —Pues ya se puede poner bien al día acerca del país azteca, viajará en breve —le advirtió.

      Con gestos airados y reforzando su discurso con continuos golpes en la mesa, el director del medio le explicó que el principal cliente de la empresa, una entidad bancaria llamada Bancasol México les pagaría mucho dinero si llevaban a cabo un reportaje que demostrara las buenas relaciones que mantenía en el país con sus empleados, clientes, proveedores y organizaciones a las que estaba vinculada. Según le comentó Gutiérrez, la firma bancaria había tenido allí un problema de reputación muy serio y necesitaba lavar su imagen, por lo que el artículo saldría en todos los medios de comunicación de la empresa periodística y también en la publicación corporativa de la entidad financiera.

      —Esas páginas llegan a más de ciento cincuenta mil personas, lo que nos dará mucha publicidad gratuita —le dijo Gutiérrez frotándose las manos—. Además, patrocinan un máster en comunicación, por lo que tendrá que impartir unas clases.

      —¿Clases...? ¿De qué? Yo no soy profesor; ni siquiera acabé el trabajo del doctorado social… —le interrumpió Cortés, que se olvidó de la importancia que daba Gutiérrez al respeto y a los buenos modales.

      La cara del director se puso roja como la grana.

      —No me interrumpa, ¡cojones! Pues allí será doctor, hablará de la importancia de que medios y empresas mantengan relaciones cordiales y dará especial trascendencia a la ética periodística que, como sabe, es nuestra bandera.

      —¿Ética?


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