Hijo de Malinche. Marcos González Morales

Hijo de Malinche - Marcos González Morales


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la sangre, lo que provocó que se encendiera aún más. Cortés intentó explicarle lo que le había pasado con la bicicleta, pero su jefe le volvió a interrumpir de malos modos diciéndole que era «un guarro con las manos sucias» y que «fuera a limpiarse».

      —Ni se te ocurra derramar una gota de sangre en el hermoso logo de nuestra gran empresa —enfatizó—. Staff Económica es mi vida, ¡y la tuya también!

      Cortés salió del despacho despavorido y con la mirada perdida Nuria le dijo algo, pero él solo quería meterse en el baño.

      Se lavó lo mejor que pudo. Aún le quedaba grasa de la bici en las manos, cogió el botiquín con la intención de limpiar la herida. Cuando acabó se miró al espejo. No reconocía la cara que veía reflejada y recordó la canción de Estopa Pastillas de Freno con la que había homenajeado en su boda a su padre, trabajador en la fábrica de SEAT:

      «Me despierta el encargao; que hoy viene acelerao; se ha levantao con el pie izquierdo; porque se le ha olvidao tomarse las pastillas de freno, a toda pastilla».

      —¡Cortés!

      Otra vez el alarido. Salió apresurado del lavabo. Apenas se dio cuenta mientras la recepcionista le arreglaba el cuello de la camisa y le apretaba fuerte la mano. Al entrar de nuevo en el despacho de su jefe, tan solo notaba el martilleo con el que su propio corazón le castigaba la cabeza. Si hubiera podido, lo habría acallado de un golpe. A su corazón, claro está.

      —No creo que pueda ir, don José —masculló en un último intento de parecer tranquilo y seguro de sí mismo. Durante un instante fijó su vista en el ventanal y sintió que la luz, que entraba a raudales, iba y venía al mismo tiempo que los latidos que resonaban en sus sienes. A su espalda sonó un teléfono y Cortés, para no desmayarse, se agarró a las tres notas disonantes como si fueran un salvavidas.

      —Silencio, no diga tonterías. El viaje ya es un hecho. Solo serán dos semanas…

      —¿Solo? ¡Eso es mucho! No puedo ir. —Reunió fuerzas, las necesitaba para oponerse a su jefe.

      —No le estoy preguntando, es una orden. —Gutiérrez trasteó con carpetas y papeles y Cortés se dio cuenta de que aquellos ojos porcinos evitaban mirarle—. Ya sabe cómo están las cosas por aquí con la crisis. O conseguimos generar más ingresos o tendré que despedir a más periodistas. —De repente clavó su mirada en él—. ¿Quiere ser el siguiente?

      —¿Tonterías? —Cortés repitió el calificativo que le había endilgado Gutiérrez a sus protestas, mientras trataba de dominarse—. Joder, ¡no merezco que me diga esto! Con lo que he hecho por la empresa. He venido a trabajar incluso estando de baja.

      —Ni una palabrota en mi presencia, Cortés. No se hable más.

      —Pero, con mi apellido, allí me matan seguro.

      —Pues se lo cambia. —decretó. Cortés fue a replicar—. ¡Silencio! No siga, no me haga perder más el tiempo. —José Gutiérrez colocó las manos como si estuviera leyendo de algún libro sagrado y miró hacia el techo como si éste fuera a desplomarse sobre él—: Necesito que lleve a cabo este trabajo con la máxima premura y discreción. Ya le dará más información la señorita Nuria. Ahora póngase al día con los temas pendientes. Infórmese bien sobre México, que el tiempo vuela, ¿estamos? Cortés apretó muy fuerte los puños debajo de la mesa. En ese instante, sí se planteó muy en serio emplearlos para darle un fuerte mamporro a su jefe. La escena, que tan solo tomó forma en su cerebro, estaba coronada por un triunfante portazo. Respiró muy hondo.

      —Lo que usted diga —murmuró Cortés.

      —Así me gusta. Por cierto, un par de cositas más. —Gutiérrez se tomó varios segundos mientras movía su Montblanc, pasándola de un dedo a otro con cierta soltura; se trataba de una estilográfica que le habían regalado a Cortés y que su jefe se apropió—. Eso que le he explicado del reportaje es lo que hará en México «oficialmente» —recalcó la última palabra como si la masticara—; luego tendrá otro trabajillo extra algo más... «detectivesco». —Gutiérrez volvió a enfatizar y escrutó a Cortés con la mirada.

      —¿Detectivesco? —inquirió él.

      —Eso he dicho. —El jefe sonrió con malicia—. No le puedo comentar más por el momento. Cada cosa a su tiempo, en breve el propio cliente le explicará en persona de qué se trata. Ahora... a trabajar. Ah, y quiero que vaya esta tarde a la Gala Anual de los Premios de Prensa.

      —Uf, pero tengo que ponerme al día con todo esto.

      —¡Claro! —se trata de eso mismo—. De ponerse al día de lo que se cuece. Irás en representación de nuestra empresa, por lo que pase antes por su casa para vestirse como Dios manda. Andando que es gerundio, Nuria ha impreso tu invitación.

      —Gutiérrez metió la cara en sus papeles.

      Poco después cerraba la puerta del despacho y salía de la oficina como si le persiguiera el mismo diablo. Después de pasear un buen rato por los alrededores con la cabeza gacha, le entraron ganas de tomar un café y pensar en todo aquello.

      CAPÍTULO 3

      La mala vida

      «Cuéntame un cuento y veras que contento;me voy a la cama y tengo lindos sueños».

      Cuéntame un cuento (Celtas Cortos)

      16 de octubre, Eixample, Barcelona

      Cortés se acercó hasta una cafetería cercana a su oficina. Necesitaba reflexionar. Varias personas desayunaban solas con la compañía de sus portátiles. Trabajar desde un bar o cualquier establecimiento público era una moda que había crecido en Barcelona con el paso de los años y el cosmopolitismo de la ciudad. A él le gustaba hacerlo, el murmullo de la gente y el sonido de tazas y cubiertos le ayudaba a concentrarse.

      Pidió un café con leche y una ensaimada de cabello de ángel; su cuerpo le pedía dulce para revertir el amargor que le había producido aquel primer día en la oficina.

      «¿Primer día? —pensó—. ¡Si solo he estado una hora!». De repente alguien le llamó.

      —¡¡Cortéees!!

      Cortés se quedó tenso. La «e» alargada que acompañaba los gritos de su jefe se había metido en sus oídos como un martillo percutor taladrándole el cerebro. Gutiérrez siempre le llamaba por su apellido, y también su mujer cuando estaba enfadada con él, lo que sucedía muy a menudo en los últimos tiempos.

      —¡Eh! ¡Cortés!

      Escuchar de nuevo su apellido le hizo adoptar la pose de una estatua griega. Con el gemelo tenso y el cuerpo agarrotado, se obligó a sí mismo a girar la cabeza. Esta vez no era la voz de su jefe, sino la de un hombre trajeado y apuesto que se acercó a él con paso célere.

      —Joder, tío, te llevo un rato saludando desde la ventana, pero tú ni caso, ¿cómo estás? —dijo el tipo sin esperar respuesta. Luego le propinó un empujón cariñoso que casi le tiró de la silla.

      Cortés se quedó anonadado, como si le hubieran noqueado en un combate de boxeo.

      —Joder, Martín, ¡soy Toni! —el joven se dirigía a él otra vez—. Tu compi del instituto. ¿No me recuerdas, tanto he cambiado?

      Cortés volvió a la realidad.

      —¡Ostras, Toni! Disculpa, es que estaba distraído —alegó—. Qué bueno saber de ti, ¿cómo andas? —Cortés recordó que había pensado en su viejo amigo al ver a la chica del tatuaje de la mariposa azul, cuando pedaleaba camino a la oficina—.

      ¡Qué casualidad! Precisamente hoy me he acordado de ti, la diosa Fortuna me adora. —Cortés soltó una risa amarga.

      Como pasaba a menudo con los viejos compañeros de estudios, la amistad entre ambos había acabado después del día de la graduación. Cada uno tiró por su camino y durante los últimos


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