Hijo de Malinche. Marcos González Morales

Hijo de Malinche - Marcos González Morales


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puso los ojos en blanco. Se llevaba muy bien con Toni en el instituto, pero aquel día no era el mejor para celebrar un reencuentro. Compartían el mismo grupo de amigos y les encantaba filosofar con frases de canciones, pero, a la vez, ambos emprendían cada acción con un espíritu muy competitivo, lo que les hizo chocar alguna vez. Siempre querían sacar las mejores notas, destacar y, sobre todo, demostrar su temprana hombría.

      Tal fue así que hasta por un acto de valentía irracional propia de los jóvenes, Toni recibió una cornada en las fiestas del pueblo del padre de Cortés. Recién cumplidos ambos los dieciocho años, participaron en los llamados «espantes» de Fuentesaúco, donde una barrera de hombres intentaba aguantar de forma estoica antes una manada de toros que, abrumados por la muchedumbre, emprendían la espantada ante la fuerza de la gran masa. En aquella ocasión, uno de los animales no se amedrentó y su amigo recibió la cornada de un astado en el muslo derecho. Aquello solía ir seguido de una jaculatoria propia de un auténtico casanova: «Soy el torero de Chayanne y pongo el alma en el ruedo, no importa lo que se venga, para que sepas que te quiero. Como un buen torero, me juego la vida por ti», rememoró Cortés la letra que tantas veces le había cantado a su amigo.

      «¿Qué os creíais, que los cuernos eran de chocolate?», les regañó el padre de Cortés al irlos a recoger a la estación de tren de Sants.

       Éste sonrió al recordar la escena, pero ahora no tenía ganas de escuchar lo bien que le había ido en la vida a su camarada de antaño.

      —Me alegro mucho por ti, Toni. Aunque lo cierto es que justo ahora me volvía a la oficina, que ya me reclaman —soltó, tratando de sonar convincente y haciendo ademán de levantarse de la silla.

      —¿Qué dices? ¡Claro que no, ahora mismo nos tomamos una cerveza como en los viejos tiempos! Por cierto, ¡estás más gordo!

      —¿A las diez de la mañana? —repuso Cortés, pese a que lo que hubiera querido decir era «vete a tomar por culo».

      —Mira quién habla, el que se recuperaba de la resaca a base de birras… —replicó Toni—. ¡Camarero, un par de cañas!

      A Cortés no le quedó otra que escuchar a su viejo amigo. Como suponía, éste comenzó a contarle con pelos y señales la epopeya que había protagonizado hasta llegar a convertirse en jefe comercial de un banco, y de lo bien que le iba a pesar de la crisis, donde había veces que tenía incluso que emitir órdenes de desahucio a «pobres desgraciados» que no podían continuar pagando la hipoteca.

      —Ellos se lo han buscado. —Una sonrisa de suficiencia y aquel veredicto impenitente coronaron su triunfal odisea.

      Cortés apretó el puño, tomó un trago de su café para disolver la bilis que se había disparado desde su estómago y se limitó a colocar sus pupilas en el infinito. Toni, ajeno a todo lo que no fuera él mismo, seguía haciendo gala de sus magníficas condiciones laborales.

      —¡No tengo horario! —le refregó por la cara—. ¿Te imaginas? Entro y salgo de la oficina cuando me place, tengo a mi jefe en el bote y hago lo que me sale de las pelotas... Soy un hombre, joder, como la canción que siempre tatareábamos en los bares de Loquillo, ¿recuerdas? «Apoyados en la barra de un bar, bebiendo para olvidar. Sin cesar de hablar de las mujeres que dejemos de amar. Somos duros de pelar. Defendemos nuestra integridad, podríamos convertir tus sueños en realidad».

      El periodista recordaba perfectamente la canción, pero sentía que ya no le representada en nada. «Vamos, un hombre como yo ahora...», pensó apesadumbrado mientras trataba de contenerse.

      Toni abordó sin complejos su vida sentimental.

      —Por supuesto sigo estando soltero. Me lo han propuesto muchas veces, ya sabes..., casarme y toda esa mierda... ¡casarme yo! —Emitió una sonora carcajada que provocó que varias personas se volvieran para mirarle—. Prefiero disfrutar de mis follamigas... ya sabes, de mi puto harén, como nuestro maestro Sabina o Maluma y su Mala Mía. Me besé a tu novia, mala mía. Me pasé de tragos, mala mía. Siempre he sido así, mi querido Martín, tú lo sabías. Así es mi vida, es solo mía. Tú no la vivas. Si te molesta, pues mala mía. —Soltó una nueva sarta de risotadas mientras cantaba y Cortés miraba de un lado a otro—. No tengo ninguna intención de sentar cabeza, como se suele decir —sentenció Toni haciéndole un guiño. Y tú, qué, ¿qué me cantas? Venga replícame, como en los viejos tiempos…

      —Que no voy a cantar, pesado, eso ya es agua pasada. Estoy bien… soy hombre de una sola mujer y estoy felizmente casado. Además, tengo una hija increíble.

      —Sí, sí, y yo me lo creo. Todavía recuerdo cómo ligabas en el instituto, incluso sin querer…

      —Bueno, eso eran otros tiempos. Ahora solo me ligo a empresarios y directivos a los que trato de convencer para entrevistarles y hacerles un buen reportaje —replicó con toda la intención del mundo para ver si podía desviar los derroteros de la conversación. No quería, para nada, contarle los problemas con su mujer.

      Cortés relató, a su vez, una fabulosa vida laboral: de cómo se hizo periodista por vocación; de cómo había ido ascendiendo en diversos trabajos hasta ser redactor jefe de un importante y prestigioso grupo periodístico. Lo dijo con modestia, casi sonriendo, con humildad y tratando de que pareciera que no le daba importancia. Habló también de la relevancia de su profesión y de los premios que había ganado… Lo curioso del caso —pensó— es que nada de lo que decía era mentira, aunque ni mucho menos era toda la verdad. No la actual.

      Cortés, como muchos otros estudiantes de periodismo de aquel entonces, compaginó sus noches de juerga con prácticas mal pagadas en periodiquillos locales, agencias de pacotilla, boletines de noticias y espacios televisivos que le hacían correr de un lado a otro sin que nadie le enseñara nada, donde todo el mundo le miraba por encima del hombro sin percatarse de lo mal pagado que estaba todo aquel esfuerzo que se veía obligado a hacer, para periódicos de barrio que se regalaban en las panaderías. Hasta que logró hacer las prácticas obligatorias de la universidad en uno de los principales diarios del país: El Mundo. Su primera tarea fue, ni más ni menos, redactar las esquelas de los fallecidos de ese día, pero decidió omitir a Toni el particular. En cambio, se recreó contándole otras historias más interesantes, como cuando logró ocupar buena parte de la portada del prestigioso medio de comunicación, algo al alcance de muy pocos, y aún menos de un becario. Cortés fue el primero en conseguirlo en la delegación catalana, algo que despertó admiración y envidias a partes iguales.

      Todo joven periodista necesita consagrarse en su profesión para hacerse un nombre, y la ratificación de Cortés llegó de la mano de una partida de skinheads, los temibles «cabezas rapadas». Una noche de viernes, a la salida de una discoteca, dos chicos de estética neonazi apuñalaron a un magrebí en Can Anglada, un barrio de Terrasa, ciudad periférica bastante grande ubicada en la provincia de Barcelona. Esa noticia no hubiera ocupado más que una breve mención entre las páginas del rotativo de no haber sido que, al día siguiente, los enfurecidos vecinos convocaron una gran manifestación para protestar por el aumento de la violencia en sus calles y para pedir más seguridad.

      «Que te acompañe a la “mani” el de l’Hospitalet, que, seguro que ése las ha visto ya en su barrio de todos colores», escuchó cómo le decía el director del medio a su redactor jefe de sociedad refiriéndose a él.

      Lejos de quejarse, aunque estaba preparándose para irse de la redacción, pues había quedado con sus amigos para salir de marcha aquella noche, se mostró encantado por el cambio de planes y acompañó a su jefe de sección al lugar de los hechos. La manifestación acabó con los mossos lanzando pelotas de goma.

      —Mi jefe de sección, un ampurdanés de aspecto ejecutivo estaba pálido —le dijo Cortés a Toni, que escuchaba con los ojos abiertos como platos—. El cabronazo no paraba de tirarse pedos mientras corríamos como galgos, cuesta arriba, para que no nos pegaran los mossos o los vecinos, que odiaban a los periodistas —le contó riéndose a carcajada limpia—. Por suerte, la cosa no fue a mayores, pero el amigo cogió la baja y yo tuve que seguir la noticia los días posteriores.

      Lo


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