La moneda en el aire. Roy Hora
relación de mucho afecto, pese a que era bastante mayor. Era un hombre a la vez duro y dulce, que el desarrollismo recogió poco después de que lo expulsaran del Partido Comunista.
RH: El desarrollismo de figuras como Rogelio Frigerio, que también tenía una inspiración comunista, planteaba cosas similares: alianzas entre clases sociales para promover la industrialización, base de toda política progresista y encaminada a aumentar el margen de autonomía de la economía nacional. ¿Eso estaba en tu radar?
PG: El razonamiento de Frigerio era algo primitivo, pero entonces me parecía que podía servir para la tarea que teníamos por delante. La idea era proponer un programa de desarrollo por etapas, aplicado a una economía cerrada como era la Argentina de entonces. Argumentaba en esta línea: “Cuando nosotros hablamos de socialismo estamos hablando de algo lejano en el tiempo, una tarea para el futuro. El propio General Perón estaría de acuerdo con esta visión de largo plazo; por el momento, en esta etapa, necesitamos desarrollo industrial, promovido conjuntamente por el empresariado nacional y los trabajadores; debemos juntarnos todos para avanzar en esa dirección”. Esa era, en el fondo, la idea frigerista, y de tantos otros. Las charlas con Juan José Real, que se seguía viendo a sí mismo como un comunista –lo mismo que Frigerio–, me sirvieron para precisar esta formulación.
RH: Más allá de su pertinencia o su elegancia conceptual, ese plan no fue muy lejos. Montoneros no solo no sería admitido nuevamente en la Plaza de Mayo sino que, tras la muerte de Perón el 1º de julio, iba a ser excomulgado por sus herederos.
PG: Lo nuestro no sirvió para nada. Al día siguiente de la muerte de Perón me llegó el mensaje: “Se acabó todo”. Cuarenta y cinco días duró mi experiencia como economista del ala moderada de Montoneros, del experimento de moderación de Montoneros.
RH: Del intento de acercamiento más que de moderación, ¿no es cierto? Porque lo que Montoneros buscaba era aceptación. Para decirlo en la jerga de Perón, que les permitieran volver a poner los pies en el plato.
PG: Exacto. Era algo puramente táctico, y el plan económico era un buen instrumento para eso.
RH: ¿Tenías la percepción de que los líderes de Montoneros advertían que, si no recibían la bendición de Perón, no tenían futuro político?
PG: Lo que mostraban en ese momento era que no podían romper con Perón, que si se apartaban no eran nada. Y fue por eso que intentaron algo que siempre me pareció destinado al fracaso. Más tarde, muchas veces pensé que me había arriesgado demasiado. De hecho, en esos años vivimos una etapa muy oscura. En 1975 solo quedaba un mundo académico opresivo, oprimido, sin una verdadera universidad en torno a la cual orbitar.
RH: Estamos hablando del último año del gobierno peronista, de la presidencia de Isabel. ¿Qué cambió para vos tras el golpe militar?
PG: En muchos planos es necesario distinguir entre esos dos momentos. Isabel y Videla no fueron lo mismo. Para mi experiencia personal, sin embargo, decir 1975 y decir 1976 no hace mucha diferencia. Como buen negador, pensé que con cambiar de domicilio alcanzaba para protegerme de la represión que entonces campeaba a mí alrededor. Me mudé de Palermo a San Telmo. Pero no fue suficiente. En mi nuevo departamento se escuchaba mucho el ascensor del edificio, y eso me hizo vivir momentos terribles. En el dormitorio, cada noche, el movimiento del ascensor, acercándose, me producía un ataque de terror. No sé cómo logré convivir con ese infierno. Sin duda fue un cambio radical respecto de la década del sesenta, agravado porque no tenía trabajo, o tenía trabajo mal pago. En 1974-1975 tuve algún cargo en la Secretaría de Comercio, del que me echaron cuando llegó la dictadura. Luego estuve un tiempo en el CEDES, el Centro de Estudios de Estado y Sociedad. Por suerte, un tiempo después Guido Di Tella me invitó a dar clases con él en la Universidad Católica, y allí comenzó a cambiar mi suerte.
RH: Fue entonces cuando llegaste al Instituto Di Tella.
PG: Sí, en esos años comencé a colaborar con Héctor Diéguez y Alberto Petrecolla en alguna de las investigaciones que realizaban en el Instituto, al mismo tiempo que daba clases con Guido en la Católica. Eso fue en 1979. Luego, entraron al Instituto Alfredo Canavese y Juan José Llach, contratados para poner en marcha un programa de enseñanza de posgrado financiado por el Banco Interamericano de Desarrollo. Tenía 32 años y entonces comenzó, verdaderamente, mi vida académica.
RH: Al ir cerrando otras alternativas, y al terminar de enrarecer la vida pública, la dictadura estimuló tu profesionalización.
PG: Exactamente. Pero ese pasado tuvo un costo, ya que me perdí la experiencia del doctorado. En la Universidad Di Tella soy el único emérito que no está doctorado. Pero al margen de esta deuda, fue entonces, en los años de la dictadura, cuando verdaderamente senté cabeza como economista. En consecuencia, estos últimos cuarenta años estuvieron dominados por las rutinas de la vida académica, primero en el Instituto Di Tella y luego en la Universidad Di Tella. Tuve, sin embargo, dos salidas temporarias durante los gobiernos radicales.
RH: Ese va a ser el foco de nuestro próximo encuentro.
2. La estación Alfonsín
“Mi acercamiento a Alfonsín es el acercamiento a una idea de democracia que hasta entonces yo solo podía balbucear. Y fue por eso que me convertí no en un radical sino en un alfonsinista. De hecho, nunca me afilié al radicalismo, pese a que fui funcionario en sus dos administraciones. Y luego, claro, está lo que tiene que ver con Alfonsín como figura política”.
“Formar parte del equipo de Sourrouille fue una de las experiencias más intensas y de mayor aprendizaje de mi vida. Lo que aprendí en los libros es mucho menos que lo que aprendí en el Ministerio. Pasar por la gestión mata la soberbia y te vuelve más comprensivo de las experiencias ajenas y, si se quiere, más compasivo; por lo menos, eso me ocurrió a mí”.
Roy Hora: Me gustaría comenzar este segundo encuentro conversando sobre cómo se dio tu transición desde el mundo peronista en torno al cual orbitabas en la década de 1970 al universo radical, en el que finalmente te afincaste por largo tiempo.
Pablo Gerchunoff: Fue una transición lenta, en varias etapas, desde los márgenes del peronismo hacia, en un primer momento, la periferia del universo radical. El primer paso está asociado al regreso a la discusión sobre política económica, luego de los años más duros del Proceso. En mi caso, este retorno está vinculado a la figura de Antonio Cafiero. Antonio fue liberado de la cárcel y de su residencia forzada en Mendoza en diciembre de 1976. Luego fue contratado por el Banco Interamericano de Desarrollo para redactar un documento sobre la pobreza en América Latina. Una vez que lo terminó, armó un grupo de discusión de política económica –y de política en general– al que me invitó. Creo que corría el año 1979. Yo no lo conocía a Antonio. Sospecho que el que propuso mi nombre fue Juan José Llach.
RH: En esos años Llach todavía pertenecía a la familia justicialista, seguramente como muchos otros intelectuales y políticos de formación católica que veían al peronismo como al partido popular por excelencia.
PG: Era cristiano-peronista, por decirlo de algún modo, al igual que Cafiero. Probablemente se conocían de la revista Criterio, o de algún otro círculo católico. Empezamos una serie de reuniones muy interesantes –es la palabra que mejor las describe–, pero que al final no terminaron en nada. O sí, terminaron en algo. Un poco más tarde, en 1981, Antonio nos contrató a Juan José y a mí para hacer un informe de coyuntura económica.
RH: Es decir que comenzaron a reunirse con la dictadura todavía bastante sólida y Martínez de Hoz al frente del Ministerio de Economía. Para entonces, la apertura política aún no estaba en el horizonte o, en todo caso, el régimen todavía marcaba los tiempos y la modalidad del retorno a un régimen con partidos y elecciones.
PG: Así fue al comienzo. Participaba ocasionalmente Roberto Lavagna, más regularmente Carlos