El asedio animal. Vanessa Londoño

El asedio animal - Vanessa Londoño


Скачать книгу
enseguida?, pa’que me ayude a montar unos palitos ahí al carro, ¿vale?, ahora que repose. Y los que le sobren si quiere los coge pa’montar su cerca. No, ya, de una de una, que está caliente. Yo no lo ayudo porque tengo esta rodilla que no puedo. Entonces vení, ¿cuáles serían Lásides?, ¿son estos que son como de…? Llévese todo, todo lo que necesite, porque yo de momento no les tengo utilidad. ¿Son estos que son como triangulares, que tienen esa veta? Esta madera no sirve tanto, sino esta, la que es como pino canadiense. Y allí hay otros. ¿Dónde? Allá por la parte interna de la casa. Todo eso se lo puede llevar, yo de momento no le estoy dando utilidad, yo le abro la compuerta del jeep, pero es que esto no me va a dejar hacer nada, hombre.

      * * *

      En ese punto del Bajo Mamey donde se parquean los cayucos, el agua es pandita y lisa parecida a la piel de un estanque quieto. Los pescadores bajan con las caretas y los arpones buscando a las cachamas que se dispersan entre la corriente y que se imponen al efecto reversible del agua; confundiendo a los novatos que le disparan al espacio vacante. A veces se lastiman, pero a veces también atraviesan a los peces con sus flechas y los mandan al fondo, como si de repente cayeran congelados, vueltos piedra. Ese día yo venía en la Maye, una lancha que fue a parar luego al cementerio cuando el río se terminó de secar junto con las demás, Esther, Teté, la Perdición. Yo recordaba sus nombres de mujer y los repetía siempre desde la ventana de mi casa, aunque por efecto del sol la pintura se había desmarcado y no se dejaban leer; anegadas bajo el resto de la basura, entre las bicicletas de mar que usaban los turistas, con figuras de cisnes resistiendo oxidadas y con los toldos desinflados. Traía el cucharón de plástico al hombro para llenar el agua y subirlo de vuelta a la casa porque allá cerca solo teníamos la empozada que no se dejaba beber. Recuerdo que era época de mal tiempo, que Torero y Fraudes estaban en el río porque el camarón estaba en veda, y la chucumita estaba en veda, y estaba también en veda el róbalo en el mar; y me senté a mirarlos pescar; todavía con el porrón de agua lleno al hombro para subirlo a la casa. Torero traía una camiseta de futbol con varias cadenas desteñidas sobre el pecho y empezó a gritarles a los demás, miren, ahí está el indio Alaín, el hijo de la perra, tu madre es una perra, la vi el otro día en el billar de Tres Esquinas; los turistas se la clavan completa y ahora está loquita dizque usando botas. Saltaron del agua, me arrastraron del pelo y me jalaron para arriba la cabeza mientras me daban puntazos en la espalda, tantos puñetazos que caían indistintamente como granizo por todas partes; cachetadas y una muñequera en la nariz. Esa tarde me fui, ni siquiera por el camino marcado sino atravesando la maleza corta y las piedras; con la impresión de que yo era un fantasma y de que sobre la arena mis pies no habían quedado marcados. No sé cuánto estuve perdido entre la selva cerrada, a pesar de que conozco cada una de sus esquinas remotas; ni sé cómo pude atravesar la vasta nómina de árboles tupidos que ocupan esa tierra impenetrable; pero cuando me compuse reconocí que estaba por el lado del río que le llaman Deotama. Subí al trapiche, donde ella debía estar trabajando a esa hora, pero no estaba; y supe que si era cierto lo de las botas, seguro andaba lejos; caminando por donde no lo había hecho antes.

      Me parecía raro. Mi madre se encargaba del trapiche y de arriar las mulas, y todas esas tareas físicas le habían tensado la planta de los pies a la jornada como manos. Como el resto de mujeres, se amarraba el yakna con un nudo al hombro, mientras el otro le sobresalía calvo; y el pelo liso le colgaba inerte hasta media res. Yo la reconocía de antemano por el modo de andar, por la postura; por el gesto que ponían sus pies cuando caminan; y también por el modo trágico que tenía en la cojera de echarse para un lado. La vi a lo lejos, en una zona pantanosa por la que nadie nunca camina; con unas botas de las que les dicen machitas, azules, nuevas; brillantes como lunas; iguales a las que usaba Romualdo, el Mamo, aunque las suyas eran un par compuesto de dos botas derechas y andaban siempre sucias. Ni mi padre tenía entonces botas tan nuevas. Tampoco los guerrilleros que a veces uno miraba pasar.

      La casa de Lásides era famosa. Trabajaba de agregado en una finca que se llamaba El Salado a pesar de que todos sabíamos que en Cartagena era de una familia importante. Había rumores de que se había peleado con sus hermanos por un libro que estaba escribiendo, que estaba de retiro aquí mientras lo terminaba; pero otros decían que la familia se había enterado de que tenía afición por los niños, por los pelados. Los Paras se habían tomado la finca tres años antes de que llegara a vivir ahí, y en esa casa habían matado a muchos. Lásides había sido el único capaz de vivir entre los muertos: decían que a uno le habían mochado la cabeza y que a otro le habían vaciado la metralleta en el cuerpo; y que a todos los habían matado por azar, que a cada uno lo habían señalado diciéndole ven tú que a ti te cayó el número; como si fuera verdad eso que dicen de que la suerte cae derogada por los dados. También que había un niño que se había despedido de su madre con la mano, y que le había dicho yo me voy de esta vida madre, pa’ajuera. La casa era de bareque aburdajado y blanco; y tenía la forma de un rectángulo con la fachada comida por los limos de la tierra. De ambos lados de la puerta colgaban dos celosías con las formas geométricas de una flor, pero una estaba tapada de cemento con puñetazos burdos. Al frente tenía un pozo de mampostería cubierto por una lata de zinc, pero hacia adentro, la casa era distinta. Estaba pintada de verde y como habitada por una domesticidad, sin embargo, huérfana, incompleta. Las lámparas estaban adornadas con lágrimas de caracolas de mar sobre los focos, pero la cocina, en cambio, por la imparidad de los artefactos, reflejaba una soledad absoluta. Al fondo tenía una pizarra que estaba siempre llena de números redondos, escritos con cuidado y una nube de tiza encerraba las palabras philosophiae naturalis, principia mathematica, harmoniae naturalis, principia cosmographica. En el piso y contra las paredes había dibujos pegados a pedazos de cartón, y pilas de libros, y cerros de revistas viejas. Lásides daba clases de dibujo, hasta se decía que dos indios venían desde el Zaíno, en lancha, dos veces por semana. Un estante de madera azul, hecho a cuatro pisos, guardaba documentos escritos a mano; y sobre la tapa de la mesa descansaban cuatro series de compilaciones largas, agrupadas cada una por un gancho y escritas sobre papel milimetrado: Principios cosmográficos de armonía natural en el octaedro, en el dodecaedro, en el cilindro, en el tetraedro. Pero en las visitas, lo que más me entretenía eran los poliedros que reproducían el modelo del universo y en los que yo veía desplegarse cada vértebra, cada hueso, cada músculo del cuerpo detenido de Seránkua, o la musculatura de un buey, el tendón de un cuartinajo, las plumas de un águila; todo lo que de antemano resumía la circulación perpetua y la belleza reorganizada e inamovible del cielo.

      * * *

      En Hukuméiji se llamó a Luis Napoleón Torres porque para él no había ley y solo emberracándose; amenazándonos, retaba por tierra, animales tenía presos y hasta al agua la tenía presa; hasta con chuzo envenenado impedía. Decía pendejo, que yo soy macho, trabajo, yo tengo plata; y todos consejábamos a él: guarde plata, no borrache. Así no es, carajo. Bebía aguardiente con calzón de vieja, del que la negra echó bicarbonato, basuco y verdolaga, y bebía de eso malo. No lo queríamos castigar porque daba lástima, él no participaba de reuniones, decía que perdía tiempo y no nos daban ni ganas de castigarlo. Ya no decía ni los buenos días, ni contestaba el saludo y trabajaba con motosierra, no respetaba a nadie y parecía animal esa gente, no quería andar sino con cuchillo. Papá y hermano pedían castigo y la hermana puso queja, pero dijo que antes de venir a consejo quebraba a tres y se presentaba con la guerrilla, porque a él nadie lo iba a coger. Pero teníamos que dar ejemplo a los retoñantes porque un día se arrebató y salió al pueblo, compró una corta con dieciséis tiros de sellao y nos amenazó, y empezaron los muchachos: que ya no sirve la autoridad indígena, que puedo matar. Hicimos cambuche de madera basta y de hoja en pampa sin piso cerca de su casa y montamos guardia, vamos a agarrarlo a las claras, dijimos. Fuimos a las cuatro de la mañana, pero él vivía con escopeta y le mandó mano; se fureció y se guapió y se dio mañas de volarse de nosotros. Dos días estuvimos sin verlo, pero nos llegaron chismes, que en la carretera habló con la guerrilla y que decía que consejo castigaba sin tener motivo, sin tener delito, que eran malos. Esa misma tarde lo cogimos en su propia casa cuando volvía por despojos, y dijimos que tenía que ir a consejo, y gritaba no voy a ir porque no he matado. Pero aquí en consejo si usted se guapea, lleva su castigo; y en ese momento se le dio siete latigazos, y él se lloraba. Autoridad da consejo, látigo y consejo; pero ahora debe otro delito que hizo después


Скачать книгу