El asedio animal. Vanessa Londoño
no peliar por tonterías. Pero él no bastó con los latigazos y siguió dilinquiendo. No fue sorpresa cuando el ejército dijo que el responsable Luis Napoleón Torres, y dijo que porque los guardias kabagga habían dicho que no colgaban la valla de la guerrilla de Alfonso Cano. El castigo es de sesenta años mínimo, según como vaya portándose, debe capacitarse y cada año en consejo se irá mirando cómo puede seguir.
También en Hukuméiji se llamó a Fernanda Huanci y a Rosa Kunchala, pero de Kunchala no dan razón ni las piedras. Denuncian que rebelión porque no ha seguido la conducta y el rompimiento las normas ¿y cómo vamos vivir? Tiene que respetar y las mujeres ya no respetan. Coge a zapatos y vendrá a coger el poporo; pero la única autorizada así fue Sintána, la Madre, que parecía entonces un hombre, tenía barba y bigote y llevaba mochilas, poporo y sandalias como los hombres. Esa es la historia que ellas olvidan aun cuando la hemos contado nosotros los kabaggas, que somos la gente del jaguar. Sintána ordenó a sus hijos hacer oficios de mujer como traer agua, cocinar y lavar ropa. Eso no estaba bien. Así los hijos no la respetaban. Se burlaban de ella. Pero un día, la Madre entregó sus poporos y sus mochilas a sus hijos y también bigote y barba. Se puso a traer agua ella misma, a cocinar y a lavar ropa. Así estaba bien. Así sus hijos la respetaban. Entonces aún no había mujeres. Los hijos de la madre no tenían mujeres y cada uno estaba casado con una cosa: el uno con una olla, el otro con un telar, el otro con la piedra de moler. Sintána cogió el palito de su poporo y puso en el ombligo un pelo, una uña de ella y una piedra chiquita, y nació mujer. Y mujer hizo los oficios y se le dio un vestido, pero en cambio de mochilas, y poporo y sandalias; ollas y telar. Al orden primordial no puede oponerse. El Mamo le dijo el otro día a las dos mujeres Fernanda Huanci y Bernarda Kunchala que dejaran de usar las botas porque estaban creando chismes y bochinches. Pero no hicieron caso y dijeron que preferían castigo. Fundamenta su pedimento de piedad así: El sol este no calienta malo o bueno, no. Todo se calienta. Él no dice: voy a calentar nomás este a bueno, no. Malo también. Puede ayudar. Le seca camisa. Le seca potreros. Lo mismo. Tenemos que pensar cerca del pensamiento del sol. Cargamos lo cabeza. Grabado a cabeza. ¿No cierto? No dice, este use zapatos. Este no. No. Eso no dice. Lo marido ya no es gente de yuca. Ya no es gente de plátano. Ya no es gente de agua. Lo marido dice: hay que trajar las yuntas. Lo marido dice: hay que caminar. Pero lo marido tiene zapatos. Y lo marido no es como el sol. Lo marido dice: ustedes van descalzas. Es lo mismo que si el sol dijera: ustedes van frías. Eso no dice el sol.
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Lásides me preguntó una noche si yo había probado mujer. Me dijo que en el billar de Tres Esquinas había varias que estaban siempre desnudas pero actuaban como si no. Me habló de los baldosines blancos y negros que trenzaban el piso, salvo el de las letrinas que se resignaban a la obra negra, al adobe bajo el sudor del cresopinol. En la cama se cortaba las uñas de los pies porque el filo de la del meñique había empezado a embutírsele en el otro dedo, entre la carne. Lo que más me gusta es mirarme en las paredes cubiertas de espejos, el reflejo de la cara indecisa en el preciso instante en que a uno le surge el vértigo del vicio, la contradicción; y la estridencia de la cumbia que va cayendo sobre la gente que se soba en el suelo. Según él, Torero era el mejor jugador de billar del Bajo Mamey; aunque allá lo que más se jugaba era ping pong. Allá he visto a todo el mundo, guerrillos, paras, turistas, ejército, hasta los mamos van. Adentro hay una pista de baile y en cada mesa está puesta la raqueta. Al lado izquierdo hay una tarima que compensa el estado deteriorado de los azulejos con unos tubos brillantes, y desde el piso se levantan unas bombas infladas con helio. La mayoría de mujeres tiene los brazos robustos y tienen figuras nervudas. Yo me sé la rutina. Primero sube una que se cubre con una toalla del tamaño de un pañuelo. Se acuesta sobre el piso. El travesti de la esquina y la mujer del fondo nunca se mueven, siempre están pasmados. Se echa en el suelo y al lado tiene una canasta llena de bolas de ping pong que parecen huevos. Entre los ping pones esconde una botella transparente y riega ese líquido sobre las bolas. Se mete dos bolas dentro y se tapa con el trapito. Dispara. Las pelotas rebotan en la mesa, y uno tiene que agarrar la raqueta para responder. Ella hace solo dos lanzamientos por turno: dos es el número de ping pones que le caben adentro. Las demás mujeres, que tienen cada una brasier y toalla, pasan pescando los ping pones, recogiéndolos con un balde y una pinza. Cuando las mujeres acaban de recoger las bolas, cambian de turno. Ahí le toca el turno a su mamá; ella es la que hace el show de dardos que revientan las bombas de helio; que es lo que le ha dado plata para comprar las botas machita, las nuevas.
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Recuerdo que venía yo bajando de la escuela y como era verano, el río apenas me rebasaba los talones. De entre la maleza surgió un hombre viejo y calvo con un pantalón de traje y una camisa formal del color de la amatista. Esa misma tarde me contó de las nueve piedras que gravitan alrededor del sol; como las nueve tierras de arriba que surgieron al tiempo que la Madre Sintána. Me dijo que una de esas piedras heladas se había caído y entonces aprovechó para tocarme por primera vez la barriga, buscando entre cosquillas a Plutón entre el hueco abstracto de mi ombligo. Me ayudó a cargar la mochila llena de cuadernos y me dijo: niño, ven, tengo una tortuga escondida en mi casa que quiero regalarte.
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