Tokio Redux. David Peace
en 1948. Como ya he comentado, a través de un médium tenemos los testimonios de los muertos y de algunos de los supervivientes. Además, un periodista, un detective, un militar norteamericano y un buen número de fuentes alrededor del extraño doctor asesino. Escombros, miedo, odio hacia la ocupación, espanto y amnesia ante lo que se estaba juzgando en los famosos tribunales de crímenes de guerra y la culpa como la verdadera infección que lo impregna todo. La culpa de los vencedores y los vencidos, de los muertos y de los que sobrevivieron.
Y ahora, después de estas páginas: Tokio Redux.
CARLOS ZANÓN,
Barcelona, marzo del 2021
Más adelante, una noche de verano de 1949,
Buda se me volvió a aparecer,
en la celda, junto a la almohada.
Me dijo:
El caso Shimoyama es un caso de asesinato.
Es el hijo del caso de Teigin,
es el hijo de todos los casos.
Quien resuelva el caso Shimoyama,
resolverá el caso de Teigin;
resolverá todos los casos.
«Sadamichi Hirasawa», poema,
extraído de Natsuame Monogatari, de Roman Kuroda, traducido por Donald Reichenbach
EN LOS JARDINES DE OCCIDENTE
A media luz, en la frontera, se agacharon por debajo de la puerta y entraron en el garaje. El cadáver yacía en el suelo de cemento bajo una sábana blanca manchada de sangre. Se pusieron los guantes. Bajaron la sábana hasta la cintura. La cabeza y el pelo estaban empapados en sangre. Había un agujero negro en el lado izquierdo del pecho. Una pistola se encontraba tirada en el suelo junto a los dedos estirados de la mano derecha.
—¿Lo conocíais personalmente? —preguntó el detective del Departamento de Policía de la ciudad de Edinburg, condado de Hidalgo, Texas.
La mano izquierda estaba posada sobre la pernera izquierda del pantalón. Dieron la vuelta a la mano. Tocaron las marcas de la muñeca. Negaron con la cabeza.
—Menos mal que habéis llegado tan rápido —dijo el detective—. En marzo aquí podemos pasar fácilmente de los veinticinco grados. La peste puede ser insoportable, os lo aseguro.
Alzaron la vista del cadáver. Echaron una ojeada al garaje: pistolas y rifles en vitrinas y en las paredes, cajas y cajas de munición en estanterías y en el suelo.
—Normalmente no nos gusta dejarlos tanto tiempo in situ —comentó el detective—. Si podemos evitarlo.
Volvieron a mirar el cadáver. Le taparon la cara con la sábana. Se levantaron y se acercaron a una larga mesa de trabajo que iba de punta a punta de una pared.
—Lo hemos dejado todo como lo encontramos —informó el detective—. Como nos dijeron en vuestra oficina.
Sobre la mesa de trabajo había una fotografía enmarcada, una fotografía de una máscara japonesa: La máscara del mal.
—Ninguna nota —dijo el detective—. Solo esa postal.
Miraron la mesa de trabajo. En la superficie había una hoja de un periódico viejo: la página dieciséis del New York Times del miércoles, 6 de julio de 1949. Aparecía una fotografía de unos soldados estadounidenses desfilando por una ancha calle de Tokio en la celebración del Cuatro de Julio. Bajo la fotografía, el titular: HALLAN DECAPITADO AL PRESIDENTE DE LA COMPAÑÍA FERROVIARIA DE TOKIO. Encima de la hoja de periódico había una postal apoyada contra un despertador. Cogieron la postal, una postal del río Sumida de Tokio.
—Supongo que nuestro amigo Stetson estaba obsesionado con Japón —apuntó el detective—. No tengo ni idea de por qué.
Echaron un vistazo al despertador de la mesa. Las manecillas del reloj se habían parado a las doce y veinte.
—Hace cuarenta años les estábamos dando para el pelo. Ahora son la segunda economía del mundo. Todos los chicos que murieron para nada deben de estar revolviéndose en las tumbas. La mitad del país conduce coches japoneses y ve televisiones japonesas. No lo entiendo, os lo aseguro. No entiendo nada.
Dieron la vuelta a la postal. Leyeron las cinco palabras escritas en el dorso: Es la hora de cierre.
1
EL PRIMER DÍA
5 de julio de 1949
La Ocupación tenía resaca, pero aun así fue a trabajar: con sombras grises de barba y manchas de sudor húmedo, tacones y suelas que subían escaleras y recorrían pasillos, cisternas que se vaciaban y grifos que se abrían, puertas que se abrían y puertas que se cerraban, armarios y cajones, ventanas abiertas de par en par y ventiladores que daban vueltas, plumas estilográficas que rascaban y teclas de máquinas de escribir que golpeteaban, y una voz que gritaba:
—Para ti, Harry.
En la cuarta planta del edificio de la NYK, en la enorme oficina que era la habitación 432 del Departamento de Protección Civil, Harry Sweeney se apartó de la puerta, volvió a su mesa, dio las gracias a Bill Betz con un gesto de cabeza, cogió el auricular que le pasó su compañero, se lo llevó al oído y dijo:
—¿Diga?
—¿El detective de policía Sweeney?
—Sí, el mismo.
—Demasiado tarde —susurró una voz de hombre japonés, y acto seguido la voz se desvaneció, la línea se cortó y la conexión se interrumpió.
Harry Sweeney colgó el auricular, cogió una pluma de su mesa, consultó su reloj y anotó la hora y la fecha en un bloc de papel amarillo: 9.45, 05/07. Cogió el teléfono y se dirigió a la telefonista:
—Se me ha cortado una llamada. ¿Puede decirme qué número era?
—Un momento, por favor.
—Gracias.
—Hola. Ya lo tengo, señor. ¿Quiere que se lo marque?
—Sí, por favor.
—Está sonando, señor.
—Gracias —dijo Harry Sweeney, mientras escuchaba el sonido del timbre de un teléfono y a continuación:
—Cafetería Hong Kong —dijo una voz de mujer japonesa—. ¿Diga? ¿Diga?
Harry Sweeney colgó el auricular. Cogió otra vez la pluma. Escribió el nombre de la cafetería debajo de la hora y la fecha. Luego se acercó a la mesa de Betz:
—Oye, Bill. ¿Qué ha dicho la persona que acaba de llamar?
—Solo ha preguntado por ti. ¿Por qué?
—¿Por mi nombre?
—Sí, ¿por qué?
—Por nada. Me ha colgado, nada más.
—A lo mejor lo he espantado. Perdona.
—No. Gracias por cogerlo.
—¿Has conseguido el número?
—Una cafetería llamada Hong Kong. ¿La conoces?
—No, pero puede que Toda sí. Pregúntale.
—Todavía no ha llegado. No sé dónde está.
—Estás de guasa —dijo Bill Betz riendo—. No me digas que ese cabroncete está de resaca.
—Como todo buen patriota —contestó Harry Sweeney sonriendo—. Da igual, olvídalo. No seas tonto. Me tengo que ir.
—Qué