Tokio Redux. David Peace
fresquito —respondió riendo Betz—. Te dejo a ti a los rojos, Harry. Todos tuyos.
Harry Sweeney pidió un coche de la flota, fumó un cigarrillo y bebió un vaso de agua, y acto seguido cogió su chaqueta y su sombrero y bajó por la escalera al vestíbulo. Compró un periódico, lo hojeó y echó un vistazo a los titulares: EL COMANDANTE SUPREMO DE LAS POTENCIAS ALIADAS TILDA EL COMUNISMO DE BANDOLERISMO INTERNACIONAL / AGITADORES ROJOS PROVOCAN DISTURBIOS EN EL NORTE DE JAPÓN / LÍDER SINDICAL COMUNISTA DETENIDO / EL SINDICATO NACIONAL DE FERROVIARIOS SE PREPARA PARA LA LUCHA ANTE LA REDUCCIÓN DE PLANTILLA EMPRENDIDA POR LOS FERROCARRILES NACIONALES DE JAPÓN / LOS ACTOS DE SABOTAJE CONTINÚAN / LOS REPATRIADOS VUELVEN HOY A TOKIO.
Alzó la vista y vio su coche en el exterior esperando junto a la acera. Dobló el periódico y salió del edificio al calor y la luz. Subió a la parte trasera del coche, pero no reconoció al chófer:
—¿Dónde está hoy Ichiro?
—No lo sé, señor. Soy nuevo, señor.
—¿Cómo te llamas, chaval?
—Shintaro, señor.
—Está bien, Shin, vamos a la estación de Ueno.
—Gracias, señor —dijo el chófer. Se sacó un lápiz de detrás de la oreja y escribió en el billete.
—Otra cosa, Shin.
—Sí, señor.
—Baja las ventanillas de delante y pon la radio, ¿quieres? Vamos a animar el viaje con un poco de música.
—Sí, señor. Muy bien, señor.
—Gracias, chaval —dijo Harry Sweeney mientras bajaba la ventanilla de su lado, sacaba el pañuelo del bolsillo, se secaba el cuello y la cara, se recostaba y cerraba los ojos al compás de una sinfonía familiar que no lograba identificar.
—Demasiado tarde —gritó Harry Sweeney, totalmente despierto, con los ojos abiertos, poniéndose derecho con el corazón palpitante, baba en el mentón y sudor corriéndole por el pecho—. Joder.
—Disculpe, señor —dijo el chófer—. Ya hemos llegado.
Harry Sweeney se limpió la boca y la barbilla, se despegó la camisa de la piel y miró por las ventanillas del coche: el chófer había aparcado debajo del puente de ferrocarril situado entre el mercado y la estación, el coche estaba rodeado por todas partes de gente que andaba en todas direcciones, y el conductor miraba nervioso a su pasajero por el retrovisor.
Harry Sweeney sonrió, guiñó el ojo y acto seguido abrió la portezuela y bajó del coche. Se agachó para dirigirse al chófer:
—Espera aquí, chaval, aunque tarde en volver.
—Sí, señor.
Harry Sweeney volvió a secarse la cara y el cuello, se puso el sombrero y buscó los cigarrillos. Encendió uno y le pasó dos al chófer por la ventanilla abierta.
—Gracias, señor. Gracias.
—De nada, chaval —dijo Harry Sweeney, y echó a andar entre el gentío y entró en la estación, mientras la multitud se separaba al ver quién era: un estadounidense alto y blanco.
La Ocupación.
Atravesó resueltamente el cavernoso vestíbulo de la estación de Ueno, su aglomeración de cuerpos y bolsos, su niebla de calor y humo, su hedor a sudor y sal, y fue directo a los tornos. Enseñó la placa del Departamento de Protección Civil al revisor y pasó a los andenes. Vio las banderas de vivo color rojo y los estandartes pintados a mano del Partido Comunista de Japón y supo cuál era el andén que buscaba.
Harry Sweeney se quedó en el andén, entre las sombras del fondo, secándose la cara y el cuello, abanicándose con el sombrero, fumando cigarrillos y matando mosquitos, descollando por encima de la muchedumbre de mujeres japonesas: las madres y las hermanas, las esposas y las hijas. Observó cómo llegaba el largo tren negro. Notó la multitud que se ponía de puntillas y luego la marea hacia los vagones del tren. Vio caras de hombres en las ventanillas y las puertas de los vagones; las caras de los hombres que habían pasado cuatro años como prisioneros de guerra en la Siberia soviética; cuatro años de confesión y contrición; cuatro años de reeducación y adoctrinamiento; cuatro años de trabajos forzados brutales e inhumanos. Esos eran los afortunados, los que habían tenido suerte; los que no habían sido masacrados en Manchuria en agosto de 1945; los que no se habían visto obligados a combatir y morir por cualquiera de los dos bandos chinos; los que no habían muerto de hambre en el primer invierno de la posguerra; los que no habían muerto en la epidemia de viruela de abril de 1946, o la de tifus de mayo, o la de cólera de junio; esos eran algunos de los 1,7 millones de afortunados que habían caído en manos de la Unión Soviética; unos pocos del millón de prisioneros con mucha suerte a los que los soviéticos habían decidido poner en libertad y repatriar.
Harry Sweeney observó cómo esos afortunados bajaban del largo tren negro a las manos y las lágrimas de sus madres y sus hermanas, sus esposas y sus hijas. Vio que tenían miradas inexpresivas, que parecían avergonzados o miraban atrás, buscando a sus compañeros de armas. Vio que desviaban la vista de sus familias y localizaban a sus camaradas. Vio que sus bocas se empezaban a mover y empezaban a cantar. Vio que las madres y las hermanas, las esposas y las hijas se apartaban de sus hijos y sus hermanos, sus esposos y sus padres, para quedarse en silencio, las manos a los costados, las lágrimas aún en las mejillas, mientras la canción que cantaban sus hombres sonaba más y más fuerte.
Harry Sweeney conocía la canción, la letra y la melodía: La Internacional.
—¿Dónde coño has estado, Harry? ¿Qué cojones has estado haciendo todo este tiempo? —susurró Bill Betz en cuanto Harry Sweeney cruzó la puerta de la habitación 432, mientras lo agarraba del brazo y le hacía salir por la puerta para volver por el pasillo—. Shimoyama ha desaparecido, y se ha armado la de Dios es Cristo.
—¿Shimoyama? ¿El del ferrocarril?
—Sí, el del ferrocarril, el puto presidente del ferrocarril —murmuró Betz, deteniéndose enfrente de la puerta de la habitación 402—. El jefe está dentro con el coronel. Han estado preguntando por ti. Llevan una hora preguntando por ti.
Betz llamó dos veces a la puerta del despacho del coronel. Oyó una voz que gritaba: «Adelante», abrió la puerta y entró delante de Harry Sweeney.
El coronel Pullman estaba sentado tras su mesa frente al jefe Evans y el teniente coronel Batty. Toda también estaba allí, de pie detrás del jefe Evans, con un bloc de papel amarillo chillón en la mano. Echó un vistazo y saludó con la cabeza a Harry Sweeney.
—Lamento llegar tarde, señor —se disculpó Harry Sweeney—. He estado en la estación de Ueno. Hoy llegaban los últimos repatriados.
—Bueno, ya está aquí —dijo el coronel—. Un desaparecido menos. ¿Le ha contado el señor Betz lo que ha pasado?
—Solo que el presidente Shimoyama ha desaparecido, señor.
—Hemos venido directos aquí, señor —terció Betz—. En cuanto el señor Sweeney ha vuelto.
—Bueno, no hay mucho más que contar —dijo el coronel—. Señor Toda, ¿tendría la amabilidad de resumir a su compañero lo poco que sabemos?
—Sí, señor —contestó Toda, bajando la vista para leer su bloc amarillo—. Poco después de las trece horas, recibí una llamada de una fuente fiable de la jefatura de la Policía Metropolitana que me comunicó que Sadanori Shimoyama, presidente de los Ferrocarriles Nacionales de Japón, había desaparecido esta mañana temprano. Luego confirmé que el señor Shimoyama salió de su casa en el barrio de Denen Chofu en torno a las ocho y treinta horas, camino a su oficina en Tokio, pero desde entonces se desconoce su paradero. Iba en un Buick Sedan de 1941, con matrícula 41173. El coche es propiedad de los Ferrocarriles Nacionales y lo conducía el chófer habitual del señor Shimoyama. Desde entonces mi fuente me ha dicho que el Departamento de Policía Metropolitana