Acción para la conciencia colectiva. Anderson Manuel Vargas Coronel

Acción para la conciencia colectiva - Anderson Manuel Vargas Coronel


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      Las actividades del narco-paramilitarismo contaban cada vez con más fuerza y se manifestaban por lo menos en tres flancos, en la ya señalada lucha contra la extradición, en la guerra sucia dirigida contra la izquierda colombiana y en una sutil pero muy fructífera proyección de cuadros políticos propios y afines127. Sería solo ante la denunciada acumulación de masacres en la región del Urabá, que el ministerio público, en cabeza de Horacio Serpa, propuso la creación de una central investigativa para la región en abril de 1988, cuyos primeros resultados fueron anunciados el 3 de mayo de 1988. El informe de la mencionada comisión se fundamentó en no menos de 50 testimonios que identificaron al Batallón Voltigeros como lugar de operaciones para la ejecución de las masacres. Descubrimientos como estos se convirtieron en el pan de cada día durante 1988, a tal punto que el 5 de septiembre la situación comenzó a dar un giro inesperado cuando los capos de la droga, Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha y Fidel Castaño, fueron sindicados como responsables por las masacres ejecutadas en Antioquia128.

      En fallo del 25 de mayo de 1989 la CSJ declaró la ilegalidad de los grupos paramilitares en una decisión que podría ser considerada como el coletazo por la masacre de la Rochela y producto de la cual, la legalización del paramilitarismo, que se encontraba vigente por vía del artículo 33 del Decreto 3398 de 1965 y de la Ley 48 de 1968, quedó suspendida129. Aquí, a modo de paréntesis, es preferible aclarar que se habla de suspensión por una razón fundamental y es que por vía de la expedición del Decreto 356 de 1994, el entonces presidente, César Gaviria dio un nuevo impulso al paramilitarismo encarnado en la figura de las ‘Convivir’. Pese a ello, no podría hablarse de efectos reales de la suspensión, más aún al considerar que esta decisión fue simplemente una antesala para los asesinatos de los candidatos presidenciales Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro y Bernardo Jaramillo Ossa a manos de los grupos narco paramilitares.

      Las investigaciones por el asesinato de Luis Carlos Galán, candidato a la presidencia por el partido Liberal, derivaron en el descubrimiento de que las armas utilizadas habían llegado de Israel, vendidas por la empresa Isrex al Gobierno de Antigua. Tan pronto como se conoció la noticia, el mercenario israelí Jair Klein —a pesar de estar sometido a vigilancia por las autoridades colombianas dada su responsabilidad en el entrenamiento de grupos paramilitares en el Magdalena Medio— huyó del país de manera ilegal, para evitar la justicia130. De esta forma, las investigaciones por el homicidio permitieron concluir que, en las haciendas de los narcotraficantes fueron entrenados en tácticas contrainsurgentes cientos de hombres bajo la orientación de mercenarios británicos e israelíes. Hombres que operaron con la ayuda de miembros de las FF. AA., como Carlos Arturo Casadiego, y batallones del Ejército, como Bárbula en Puerto Boyacá y Bomboná en Puerto Berrio131.

      Por otra parte, el 23 de marzo de 1990, el candidato por la UP, Bernardo Jaramillo Ossa, fue asesinado en el aeropuerto El Dorado de Bogotá, cuando se disponía a viajar hacia Santa Marta, a manos de sicarios paramilitares contratados por el narcotráfico. Jaramillo, quien se convirtió en el militante de la UP número 1285 en ser asesinado, quince días atrás había denunciado la relación entre el presidente Barco y grupos narcotraficantes. En entrevista al periódico español Vanguardia, el candidato respondió al presidente Barco, quien había asegurado que la matanza de seis dirigentes de la UP obedeció a una táctica electoral del partido de izquierda, dejando entre ver las razones de la sospechosa actitud del presidente frente al combate a la delincuencia organizada. Bernardo Jaramillo criticó la actitud del presidente, al señalar:

      O Barco es un imbécil, y realmente no sabe lo que está pasando en el país, o es cómplice directo de todo lo que ha ocurrido en Colombia en los últimos cuatro años… Tras su careta de viejo bueno y de luchador contra el narcotráfico, con la que se presenta en el exterior, oculta que en los primeros tres años de su gobierno estuvo recibiendo dinero a través de la llamada “ventanilla siniestra” del Banco de la República, sin molestarse por preguntar de dónde venían los dólares… Barco se hizo el de la vista gorda ante el vínculo abierto de militares con narcotraficantes para sostener e impulsar a grupos paramilitares… Este gobierno, que se dice campeón de la paz, tiene sobre sus espaldas más de 5.000 asesinatos políticos132.

      El movimiento de DD. HH. ante la violencia insurgente

      Finalmente, es necesario señalar que, hacia finales de los ochenta e inicios de los noventa, se advierte la emergencia de un nuevo debate sobre la exigibilidad de los DD. HH. a la insurgencia. De acuerdo con las fuentes estudiadas no es posible advertir a ciencia cierta la configuración de un debate al seno de las organizaciones defensoras sobre la responsabilidad de la insurgencia en la violación de los DD. HH. Para llegar a ello es necesario recurrir a fuentes secundarias que dan cuenta de la posición asumida por organizaciones como la CAJ, sobre todo, a propósito de los debates presentados alrededor de la Asamblea Nacional Constituyente y en sus primeros años de aplicación. De lo anterior se puede concluir que las primeras manifestaciones de denuncia en contra de la violación a los DD. HH. por parte de la insurgencia se encuentran articuladas al plan de institucionalización de los DD. HH. y que tales hipótesis no lograron mayor arraigo entre los defensores. Anecdóticamente, una de las primeras organizaciones construida para denunciar este tipo de violencias fue País Libre, fundada el 28 de agosto de 1991 por Francisco Santos Calderón tras su secuestro a manos del Cartel de Medellín y que estuvo dedicada durante más de 20 años a denunciar los delitos cometidos por la insurgencia, tales como el secuestro, la extorsión, la desaparición forzada y otras privaciones ilegales de la libertad en Colombia.

      Pero entonces, ¿qué hay en el fondo de la invisibilidad que las organizaciones defensoras le dieron a la violencia desplegada por la insurgencia? Para responder a esta pregunta es necesario repasar el debate jurídico que se desarrolló en un periodo que excede la cronología seleccionada, pero que es de vital importancia. En los últimos años los organismos internacionales responsables de la vigilancia de los DD. HH. coinciden en señalar que no solo las acciones u omisiones de los Estados pueden llegar a configurarse como violaciones a los DD. HH. Esto ha derivado en que, actualmente, las acciones de grupos no estatales también pueden configurarse como violatorias. Pese a ello, para el periodo estudiado, el panorama al respecto era diferente y, salvo las declaraciones de los altos mandos del Estado y de las FF. MM., no era común entre las organizaciones defensoras que se cuestionara si los DD. HH. estaban exclusivamente vinculados a la acción o la omisión de los Estados.

      Tomando como fuente de los DD. HH. la Declaración Universal de 1948, es necesario señalar que, por tratarse de una declaración y no de un tratado, se consideraba que su fuerza vinculante reposaba en los convenios y pactos que los Estados habían asumido (por ejemplo, el Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos de 1966 o la Convención contra la Tortura de 1984) más que en la declaración misma. Esa situación fue asumida en Colombia, hasta los primeros años de la década de 1990, como una prueba de que quienes tenían la obligación de cumplir con los tratados internacionales eran los Estados que los habían ratificado y no las personas ni las organizaciones privadas. Para ejemplificar esto se recurría frecuentemente a considerar que el derecho internacional, por su misma naturaleza, era un derecho de Estados y que eran estos los que tenían la obligación de adecuar su sistema legal y de actuar de conformidad con sus compromisos.

      Hasta la década de 1990 y, más aún, hasta la expedición del Estatuto de Roma de 1998, era común considerar que el Estado, único legítimo representante del bien común, era a su vez el único garante de los DD. HH., y por lo tanto, el único que podía ser requerido en caso de violación a estos derechos. Así las cosas, a lo largo del periodo estudiado, las organizaciones defensoras asumieron que la diferencia entre delitos y violaciones a los DD. HH. era que los primeros eran cometidos por personas particulares, mientras que las segundas eran cometidas por la acción o la omisión del Estado. Al respecto vale la pena referir lo señalado por la Comisión Intercongregacional de Justicia y Paz en el volumen N°4 de Justicia y Paz, publicado a finales de 1991:

      En todo este tratamiento del delito, el Estado conserva su carácter de único garante de los derechos humanos (es decir, de los derechos iguales de todos los asociados, referidos a una misma estructura jurídica), principio en el que se funda su más radical legitimidad. Por ello mismo, el Estado


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